Jue 30.10.2008
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LITERATURA › MAURICIO ROSENCOF Y LAS HISTORIAS DE MEMORIAS DEL CALABOZO

“Los testimonios son una barricada contra el olvido”

Reeditado con prólogo de Eduardo Galeano, el libro del uruguayo es a la vez un repaso histórico y una crónica humana de las formas de resistencia: allí se condensa lo vivido durante más de trece años de secuestro y traslados permanentes.

› Por Silvina Friera

La mirada del Ruso saluda, abraza, sonríe. Está vestido con una armoniosa gama de azules que hacen juego con el color de sus ojos: una camisa de jean celeste, un chaleco azul marino y su sempiterna boina. Mauricio Rosencof sacude los recuerdos de su experiencia como rehén de la dictadura uruguaya. Primero los acomoda sobre la mesa, los estira con los nudillos de los dedos, como cuando aprendió a comunicarse con su compañero de la celda contigua, golpeando la pared, en un improvisado código Morse. Era la Navidad de 1973 y la primera palabra que intercambiaron fue “felicidades”. Después, como si las evocaciones se alborotaran demasiado ante un orden que parece ficticio, las vuelve a desordenar. Detenido en 1972 por ser dirigente de Tupamaros, durante trece años peregrinó de cuartel en cuartel –fue trasladado cuarenta y cinco veces–, estuvo aislado, en celdas de menos de un metro y medio, sin muebles ni objetos, con humedad, moscas, gusanos, ratas, encapuchado, mal comido. Como a veces ni agua le daban, bebía su propia orina. Dormía sobre el helado suelo de hormigón, sobresaltado por cualquier ruido de rejas o pasos de botas que podía anunciar una nueva ronda de torturas. Hasta un médico que lo revisó le dijo a un comandante: “Pero, che, ¡esto es una barbaridad! Para tenerlos así es más humano que los fusilen”. Como señala el escritor uruguayo en Memorias del calabozo (Aguilar), el testimonio que escribió junto con Eleuterio Fernández Huidobro, el Ñato, “comparado con ese médico Mengele era un humanista”.

Un libro como éste se escribe mucho antes de que los dos autores, una vez liberados el 14 de marzo de 1985, decidan sentarse a repasar aquella experiencia. Una noche de septiembre de 1973, nueve militantes del Movimiento de Liberación Nacional (MLN) fueron sacados, por sorpresa, de cada una de sus celdas en el Penal Libertad. Fue el primero de los traslados vergonzantes que padecieron Adolfo Wasem, Raúl Sendic, Jorge Manera, Julio Marenales, José Mujica, Jorge Zabalza, Henry Engler, Rosencof y Fernández Huidobro. El coronel encargado del operativo dijo: “Ya que no pudimos matarlos cuando cayeron, los vamos a volver locos”. Afortunadamente, hubo una “gramática de la resistencia”, y aunque algunos se empantanaron en el camino, otros lograron sobreponerse. Tal vez, sin saberlo, las primeras páginas de estas memorias –recientemente reeditadas en un tomo, con prólogo de Eduardo Galeano– comenzaron a ser garabateadas el día en que pared por medio les llegó la noticia de que había “un par de compañeros que estaban muy jodidos”. Tamborileando los dedos contra el muro que separaba las celdas, el Ruso y el Ñato se juraron que si uno de los dos sobrevivía iba a dar testimonio de toda la peripecia que habían vivido.

Rosencof se aferra a la taza de café como si la auscultara. “Cuando salimos, fuimos los últimos de los mohicanos. Nos juntamos con el Ñato con un grabador muy viejo que nos consiguieron y unos casetes. Grabamos, de corrido, cuarenta y siete casetes. Después se desgrabó ese material y no hubo que corregir prácticamente nada. No queríamos que hubiera una corrección de orden literario. Si se llegaba a detectar un pasaje que tenía aromas de literatura, podían pensar que todo lo demás era también un ejercicio de creación. Sólo mejoramos algunas cuestiones de la oralidad que no quedaban bien en la escritura”, dice el escritor a PáginaI12.

El impacto de una bomba de estruendo, arrojada por un puñado de trabajadores concentrados frente al Ministerio de Trabajo, sobre la avenida Alem, llega al piso catorce de la editorial. “Está bien, me entrego”, bromea el escritor mientras alza las manos como si lo fueran a detener. “Estábamos tan integrados el Ñato y yo, en pensamientos, en conductas, en problemáticas, en recuerdos, que a través del muro nos contábamos la infancia, las enfermedades, las novias que tuvimos. Yo tenía que conseguir un frac para ir a recibir por tercera vez el Premio Nobel. Montevideo nos quedaba chica; hicimos la revolución latinoamericana, con brigadas internacionales que bajaban de los Alpes, perdón, de los Andes... bueno, también queríamos llegar a los Alpes”, ironiza Rosencof. “Uno puede leer el libro como si hubiera sido escrito por una sola persona”, explica. “No hay polémicas entre nosotros, no hay un deseo de mencionar a nadie, de denostar a nadie. Lo que nosotros queríamos era que nuestros testimonios se convirtieran en una gran barricada contra el olvido y que fuesen el trampolín para el Nunca más...

–Sin embargo parece haber polémica cuando se plantea el sadismo de los militares, no sólo en los uruguayos sino también en los argentinos como Astiz y Suárez Mason. Usted discrepa con Fernández Huidobro, más afín a la tesis de que los oficiales que más se ensañaban en las torturas eran los que tenían desarrolladas las tendencias más sádicas.

–No hay sadismo porque eso implicaría limitar la cuestión a grados de patologías. Todos los oficiales tenían que participar en los interrogatorios, eso era inherente a la condición del represor. Es alivianar la carga decir que había moderados y que había algunos que tenían una patología, que eran masoquistas. Eso no lo acepto. Hay un cuento de Borges en donde un hombre está decidido a matar a su enemigo. Aparenta enloquecerse y empieza a cacarear como un gallo, y cacareando como un gallo le encaja una puñalada al otro. Entonces sale en libertad porque estaba fuera de sus cabales. No es el caso. Todos los militares eran racionales en sus casas, iban al parque con sus hijos, amaban a sus esposas, a las amigas de sus esposas... Localizar el tema en el masoquismo de algunos militares te puede llevar al error de pensar que si son eliminados o retirados de la sociedad, el tema está resuelto. Y no es así. Los militares reprimían por la patria, por la lucha contra el comunismo, contra el terrorismo; ellos tenían convicciones y una ideología muy afinada. Y publicaban una revista, El soldado, donde dos por tres aparecía Franco. Bordaberry mismo decía, como Franco, que había sido elegido por la gracia de Dios, que no se movía una hoja de un árbol sin la facultad de Dios. Había detrás toda una ideología, que hay que tener en cuenta porque si no se cree que fueron unos enfermos que aparecieron en determinado momento y tuvieron la oportunidad de practicar su sadismo y se acabó. Hubo una concepción que fue practicada con convicción, creyendo, además, que estaban haciendo patria.

–En un momento ustedes recuerdan que lo más duro que les tocó vivir fue que hayan destinado niños para que los “verduguearan”, los insultaran.

–Fue un acto incomprensible. Había solamente dos niñas que nos venían a ver: mi hija y la hija del Ñato. Fuera de eso, no veíamos niños, lo que nos dolía enormemente porque no se puede vivir en un mundo sin niños. Cuando podíamos recortar de un diario el rostro de un niño en el excusado, lo guardábamos adentro del zapato y caminábamos con los niños. En Santa Clara de Olimar, en el centro de caballería, nos deshumanizaban para facilitar los apremios, el castigo, el maltrato. Mire los campos de concentración. Nosotros estábamos a media ración, mal comidos, mal dormidos, arrinconados, sin nada en el piso; éramos bestias, eslabones perdidos. Un domingo, al comandante o al oficial de guardia lo fueron a ver sus hijos, no los vimos pero los oímos. Para sus padres nosotros éramos piezas de caza importantes, nos consideraban como elefantes u osos panda. Y los hijos nos vinieron a ver... Recuerdo sus voces, sus risas... Nos miraron por la mirilla. El hecho en sí mismo es criminal contra los niños, los estaban preparando para...

Rosencof no termina la frase, pero sus dedos tamborilean sobre la mesa tan rápido como si estuviera comunicándose, otra vez, con el Ñato. Quizás escribió la palabra torturar o matar. “Los oficiales que tenían un mayor respeto hacia nosotros eran los que habían combatido contra nosotros. A fin de cuentas habíamos sido enemigos en la calle y podía caer uno u otro. Pero toda la camada de oficiales jóvenes que salió después de la Escuela Militar y llegaban al cuartel, quería dejar una marca en la historia y tenía que jodernos de alguna manera. Y eran los que más jodían con la comida, con el agua, con los golpes, los gritos”, subraya el escritor.

–¿Buena parte de los libros que publicó en los últimos veinte años nacieron a partir de los ejercicios de imaginación que realizaba mientras estuvo detenido?

–Sí, aunque yo escribía de antes. El bataraz es una especie de diario de un loco, lo que pasa por la cabeza de un individuo que está en esas condiciones. Eso ya no es testimonio, es literatura, totalmente inspirada en mi experiencia en la cárcel, como también Las cartas que no llegaron. Es imposible que no esté presente en la estructura espiritual de un individuo trece años importantes de su vida en cana. Eso te marca. Y aflora constantemente, escribas lo que escribas, porque está integrado en tu estructura molecular. No hay como estar trece años así para después tener material para escribir. Es altamente recomendable (risas).

–¿Le pesó ser sobreviviente? ¿Se preguntó por qué fulano o mengano murieron y yo no?

–No, ese tema lo trabaja mucho, entre otros, Primo Levi, el sentimiento que puede tener el sobreviviente: si sobrevivió es porque tuvo recursos especiales que los otros no tuvieron. Eso es muy discutible, aunque no lo da como verdad absoluta. Sí tuve otra sensación. Lo dije en un poema: uno siente que los que quedaron en el camino van a seguir andando con uno mientras uno siga andando. Un día me llamó el Ñato por el muro y me dijo que creía que estaba por cumplir años, pero no sabíamos exactamente la fecha. Le parecía que era al día siguiente. Claro, no había nada para darle. Entonces, a la mañana siguiente, lo llamé (golpea la mesa como si golpeara el muro de la cárcel), y le pasé un poema que de alguna manera sintetiza esto que te estoy tratando de explicar. El poema dice: “Y si éste fuera mi último poema, insumiso y triste, raído pero entero, tan sólo una palabra escribiría: Compañero”. Con ese sentimiento salimos todos. Si antes había motivos para seguir andando, ahora teníamos una mochila más pesada para seguir llevando.

–Más allá de la militancia y de la fuerza de voluntad, ¿qué papel le atribuye a la imaginación en esos años de aislamiento y torturas?

–Su pregunta es muy importante y voy a tratar de sintetizar, lo mejor que pueda, la respuesta. Nosotros vivíamos una realidad que no era vivible. El mundo en que vivíamos estaba generado por la fantasía, por los sueños. Eso podía tener un gran riesgo: quedar empantanado, y algunos compañeros quedaron empantanados y se acercaron a la locura, o como quiera llamarlo. A mí me ayudó que como tenía estructuras de creador podía atrapar los fantasmas en una obra dramática, en una novela, en unos versos. Además, fíjese qué cosa curiosa, no hubo un solo preso en el país que no dejara testimonio en algún poema. Inclusive hubo compañeros que cayeron sin ser escritores y salieron escritores de la cana.

–¿Qué consecuencias físicas le quedaron de esos años?

–Y que sigo escribiendo, eso ya es un atentado (risas). Estuve diecisiete días de plantón en un gallinero, tengo cuatro operaciones en la pierna; achaques que atribuyo a la cana de pura coquetería porque más bien corresponden a los años. La primera noche que pasé en un apartamento me levanté para ir al baño y llegué hasta una puerta, me paré frente a ella y me quedé quieto. Entonces alguien me dijo: “Ruso, ¿te pasa algo?”. Yo le dije: “la puerta”. Había perdido ese reflejo automático de llegar a una puerta y echar mano al pestillo. Durante trece años, la puerta siempre la abría alguien. Otra cosa que me sigue quedando es sentarme siempre, como ahora, con la espalda hacia atrás, hasta en casa, en estado de prevención, viendo quién entra, quién sale. Y si me siento en un bar, nunca de espaldas a la puerta.

–Lo que más sorprende al leer el libro y al escucharlo ahora es su sentido del humor ante situaciones tan dramáticas.

–A mí me salvó el humor, que no se menciona nunca, será porque venimos de una formación judeocristiana y en la Biblia no hay una sola instancia de humor, todo es tremendo. Nosotros tendíamos a ponerles una sonrisa a las cosas tremendas. Una sonrisa alivia hasta el más agudo de los dolores.

Rosencof sonríe y muestra su dentadura, intacta, como si fuera el mejor premio que ganó en su vida. “A veces teníamos unos dolores de muela de la gran puta y era macabro porque no tenías a quién llamar, no había farmacias ni aspirinas. Cuando nos llevaban al dentista nos decían que la anestesia era sólo para oficiales, que ellos no hacían curaciones. Lo que te ofrecían, para tu tranquilidad, era sacarte todos los dientes. Por avitaminosis, teníamos gingivitis y se nos aflojaban los dientes, pero los defendimos hasta último momento. Salvamos los dientes. Y aquí estamos, mordiendo fuerte.”

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