Mié 18.02.2009
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LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA MILITA MOLINA

“Me preocupa que cada vez importe menos la escritura”

En Melodías argentinas, su última novela, se impone, con humor corrosivo, su método de “disociación controlada”. Lo hace a través de una voz hermafrodita, “ni hombre ni mujer ni menos escritor: poeta puto”, modulada por los tonos rioplatenses.

› Por Silvina Friera

Cuando llega al café de la esquina de Medrano y Rivadavia, Milita Molina se quita unos anteojos de diseño pop, que le quedan como si hubieran sido creados sólo para ella, y dispara, muy suelta de cuerpo, con honestidad brutal, pero sin ánimo de ofender ni de transgredir: “En estos días estuve pensando por qué me pone tan nerviosa un reportaje, independientemente de cualquier característica psicológica.” La obertura, que podría atisbar los primeros compases de una mujer parca, acaso un tanto fóbica y poco sociable –para desgracia del periodista que tiene que preguntar– deviene en una auténtica composición musical, la de una escritora pasional, un tanto excesiva, como ella misma se define, que no para de hablar. Y de reírse. La excusa del encuentro es la publicación de su última novela Melodías argentinas (Letranómada). De su cartera saca un libro del francés Patrick Ourednik, El instante propicio. Dice que le interesa porque es de los pocos escritores contemporáneos que reflexiona sobre la escritura. “No evito tanto la escritura como la literatura. En la escritura está la verdad, en la literatura la mentira. El que escribe estudia sus entrañas y busca las palabras. La literatura es la manera de no tener que enfrentarse a la escritura, de propagar mentiras con impunidad”, lee Molina a Página/12 un fragmento de Ourednik.

Esta lectura le permite introducir un tema que desvela a la escritora. “Me preocupa que importe cada vez menos la escritura. Ahora todos persiguen el tema, por ejemplo alguien se separa de su mujer y escribe una novela sobre esa separación. Pero yo soy una escritora sin tema; como decía Néstor Sánchez, no escribo novelas que se puedan contar por teléfono, pero porque no podría –admite Molina–. Ojo, voy a ser sincera, en algún momento hice los deberes con la literatura. Fui profesora, leía de otra manera y leía muchísimo. Pero creo más como Beckett que leer y escribir son actividades reñidas. Ahora leo para escribir; ya no me puedo dar el lujo de leer, ese lujo o nostalgia de la literatura. Hoy prácticamente no leo, o leo aquello que me manda directamente a escribir. Nicolás Rosa los llamaba ‘escritores de frases’. También lo que noto es que no hay relación con la tradición, es como si todo apareciera de gajo. Yo estoy todo el tiempo dialogando con Hernández, Mansilla, Beckett y Osvaldo Lamborghini.”

En Melodías argentinas se paladea de principio a fin la partitura que compuso la escritora a través de una voz hermafrodita, “ni hombre ni mujer ni menos escritor: poeta puto”, modulada por los tonos rioplatenses. Su método, como revela en parte en el capítulo “La misma música”, es la “disociación controlada”. Su divisa se sustenta en un humor corrosivo, afiladísimo. “Aunque mi editor había intentado que algunas de mis novelitas ‘funcionaran’, no lo había conseguido, y lo más que había logrado conmigo era tener un autor de los jocosamente llamados de ‘culto’ que no rendía dividendos –se lee en ‘La muñequita de papá’, subtitulado ‘Nostalgia de la literatura’–. El me animaba a continuar, pero no por filantropía, sino como si mi fracaso le despertara un interés particular, como si mi fracaso también fuera su inversión.” Volviendo a Ourednik, en estos días suerte de guía espiritual de Molina, el francés asegura que no hay nada que teman los escritores más que la escritura: “Las palabras les son tan indiferentes como un ladrillo a un albañil”. Molina, nacida en Santa Fe en 1951, autora de Fina voluntad, Una cortesía y Los sospechados, hace más de ocho años que dejó la docencia universitaria –fue profesora de Literatura del siglo XIX en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA– para entregarse a lo único que sabe hacer: escribir, “pero en el sentido de la letra, la pústula, la incisión”, aclara. “Patti Smith decía: ‘escribir me masturbaba porque me daba el ritmo’. Escribir y leer es algo físico y mecánico, por eso no puedo decir que escribo a partir de tal o cual cosa. Puede ser que todo empiece por algo que escucho en una comedia que estoy viendo en Sony, por una frase de Andrés Calamaro o de dos autores centrales en mi vida: Osvaldo Lamborghini y Beckett”, explica Molina.

–¿Por qué cree que no importa tanto la escritura?

–Mi primera respuesta es que no tengo la menor idea. Supongo que tiene que ver con la comunicabilidad y legibilidad. Hace poco leí en un suplemento cultural un texto elogioso sobre la poesía de Arnaldo Calveyra. De pronto se dice con asombro que Calveyra saca las palabras de su sentido gastado. Tener que aclarar eso es redundante, ¿no? Pero también me pregunté por qué asombra eso hoy, cuando para mí escribir es estar ahí, como dice Burroughs. Y estar ahí es estar siempre desgastando las palabras, el sentido común; no purificando las palabras, sino escuchándolas en el sentido beckettiano. A mí me gusta detenerme en el lugar común y empezar a bromear. Es una tarea casi de basurólogo, de arqueólogo. Salvo Leónidas (Lamborghini) y algunos poetas, ya no se habla de la escritura.

–¿Cómo llegó a dar con esa voz del poeta puto, que en algunas zonas es un hombre y en otras se asume como mujer?

–No tengo control sobre eso. Es como cuando escribís del “yo” al “nosotros”, que Osvaldo Lamborghini lo hacía tan bien, y a veces ese “yo” es más plural que un “nosotros”. Lo interesante es encontrar en una escritura ese vaivén que permite atravesar los géneros sexuales, pero también los géneros literarios. Uno siempre quiere ser un poco más libre en lo que escribe y en lo que vive. El escritor también es el que está en otra cosa; los problemas que me afectan son los de la vida, y la escritura es una anotación y un milagro que me da una felicidad enorme. Yo no escribo si estoy mal. Si yo tuviera que centrar mi tarea en algo, diría que consiste en horadar el sentido común. Todo el tiempo estoy parando la oreja en los lugares comunes que se dan por sentados. Siempre estoy escuchando, por eso hace ocho años que no doy clases. El temor para un escritor es que se acabe la épica de la vida, como decía Néstor Sánchez.

–En el capítulo titulado “Poeta puto” se lee: “Nací el 22 de agosto de 1951. Era el día en que Eva Perón renunciaba a la vicepresidencia. Decía mi madre que los gritos de Evita por la radio opacaron mi nacimiento”. ¿Eso decía su madre?

–Sí, ése era un sonsonete de mi vieja. Ahora que se habla tanto de la “literatura del yo”, el que escribe “yo” parece que tiene licencia para matar, ¿no? No es que escribo “yo” y ya está. Es de mucha pobreza pensar que el tipo que sale a contar su vida hace algo que forma una categoría literaria. La escritura lleva a perderse y no a encontrarse, eso lo sabe bien Leónidas Lamborghini. La escritura no lleva a ninguna identidad sino a una pérdida, en el pleno sentido de la palabra.

–¿Por qué aparece un poco de escepticismo en las entrelíneas de algunos de los textos, como en “La muñequita de papá”?

–Soy muy optimista y me cago de risa con lo que escribo, aunque algunos de mis amigas y amigos me dicen que hay cosas que no son para reírse. Adrián Cangi piensa que no hay escepticismo trágico en mi obra, para él lo que prevalece es el humor, la alegría. Pero Laura Estrín plantea que hay escepticismo, pero no tiene signo negativo. No sé qué opinar porque estoy de acuerdo con los dos (risas). A mí me importa mucho la pregunta de Stendhal en su Henri Brulard: “¿He sido un hombre triste?, ¿he sido un hombre alegre?”. Me pregunto eso todo el tiempo.

–“Ni en Polonia”, sobre la muerte de Nicolás Rosa, es un texto muy irreverente. ¿Cómo fue esa escritura de un hecho tan doloroso para usted?

–Nicolás era mi padre y mi madre... durante un año y medio hablaba de Nicolás y lloraba. Esa es la transformación que hace la escritura. Yo no salí a contar: “murió Nicolás, estoy triste”. Digamos que hice lo que pude. Una de las lecciones que te daba Nicolás era horadar el lugar común y que no te importara el ridículo. El siempre aclaraba que no implicaba ser un payaso sino pasar por el ridículo y volver. De hecho yo ya me puse en ridículo en Los sospechados, donde dije una frase que fue muy citada: “Ya no escribo esas novelas enconchadas de Milita Molina” (risas).

–En un momento señala que le gustaría que le dijeran que habla los mil tonos del Río de la Plata...

–Pero esos tonos no excluyen los cruces de lengua. Cuando Osvaldo Lamborghini se fue a Barcelona, fue muy notoria la cantidad de palabras que empezó a usar del español, y no por eso perdió el carácter rioplatense. Hace poco estuve en Uruguay y escuché una palabra que en mi infancia mi madre me decía mucho: “aprontate”; no sé si acá en Buenos Aires se usaba porque yo soy santafesina. A mí me encanta recuperar esas palabras un tanto antiguas. No tengo la empresa de triturar y despedazar las palabras, estirarlas, deformarlas y cagarme de risa de eso. Y aunque ese no es mi estilo, no sé si en algún momento me va a ocurrir algo parecido. Marina Svetaieva decía que no importa en qué lengua no iba a ser comprendida, total no iba a ser comprendida en ninguna (risas). No sé si voy a llegar a eso que decía Lamborghini, que se empieza a escribir para no ser comprendido por la familia, después por los amigos, y finalmente para que uno no se comprenda. El momento más lindo es ése.

–¿Y por qué momento anda? ¿Ya llegó a la incomprensión propia?

–Voy teniendo más libertad. Yo compararía al escritor con un ejecutante, con un tipo que toca un instrumento. Será porque escucho música todo el tiempo, a Morphine, Morrissey, Nick Cave, PJ Harvey, que la descubrí recientemente y me hice fan. Tal vez lo que más escuché mientras escribía Melodías... fue a Lou Reed, que me encanta por su fraseo. Y a David Bowie. Yo creo que soy una escritora de la oreja.

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