LITERATURA › MILAGROS DE VIDA, LA AUTOBIOGRAFíA DE J. G. BALLARD
Las memorias del autor de Crash dejan ver a un hombre enfrentado con la sociedad de consumo, común y corriente, incluso por momentos algo anodino y abocado a la crianza de sus tres hijos luego de enviudar tempranamente.
› Por Silvina Friera
La vida de un escritor de culto está cincelada por las fantasías de sus lectores. Aunque no sean estrictamente autobiográficos, los libros instauran una suerte de imperio de sensaciones subterráneas sobre cómo debería ser ese autor: su carácter, sus manías domésticas, qué cuestiones le quitan el sueño y cómo vive. Muchos suponen que las líneas más o menos magistrales de una obra esbozan fragmentos de una biografía que deja entrever una existencia más interesante que las novelas o cuentos publicados. Lo que los lectores imaginan, al compás vacilante de sus lecturas, muchas veces se desploma frente a la evidencia que suministra una autobiografía. El visionario de un futuro árido, terrible y siniestro, empecinado en explorar el “espacio interior” del hombre enfrentado a la sociedad de consumo, es un hombre común y corriente, un ser que por momentos parece anodino, un padre de familia que enviudó tempranamente y cuyo imperativo categórico giró en torno de la crianza de sus tres hijos. En este sentido, Milagros de vida, de J. G. Ballard, recientemente publicada por Mondadori, puede resultar un tanto decepcionante para quienes construyeron un Ballard a imagen y semejanza de novelas como Noches de cocaína, La exhibición de atrocidades y Crash. Y sin embargo, en las 236 páginas de estas memorias con un inconfundible tono de epitafio sereno, una despedida susurrante, sin grandilocuencias, escrita durante el 2007, después de que le diagnosticaran un cáncer de próstata, el escritor elige cerrar el último capítulo de su vida con una operación que no deja de ser ficcional.
La memoria del escritor inglés selecciona aquellos hechos y escenarios clave que le permiten componer su imagen póstuma, completamente alejada de la extravagancia o la rareza que destilan sus obras. Las pinceladas de contenido más literario –en las que traza la importancia que tuvieron para su imaginación distópica Freud y los pintores surrealistas, su admiración inicial por Joyce, Hemingway y Kafka, el descubrimiento de la ciencia ficción y el arte contemporáneo– son fundamentales para entender las inquietudes artísticas que moldearon a Ballard. Nacido en China, en la ciudad de Shanghai en 1930, dos décadas antes de la Revolución Cultural de Mao, el escritor recuerda esa urbe cosmopolita, “la ciudad más pecaminosa del mundo” –dominada por las delegaciones de las viejas potencias imperiales occidentales, fundamentalmente Gran Bretaña, Francia y Alemania–, como “un lugar mágico, una fantasía autogeneradora capaz de dejar muy atrás mi tierna mente”. Su familia se movía bajo los parámetros de un colonialismo decimonónico casi victoriano. Vivían en una mansión de tres plantas, con interiores típicamente estadounidenses, tenían diez criados chinos, una cocinera, dos doncellas, un jardinero, un chofer, un vigilante nocturno y la “hosca” niñera rusa, Vera, que controlaba la mente hiperactiva del niño Ballard. Claro que el propio escritor admite que ese ejército de criados nativos, totalmente característicos de las familias occidentales, se sostenía gracias a los bajos salarios que se pagaban en la década del ’30.
Sus primeras lecturas, Las mil y una noches, los cuentos de los hermanos Grimm, Los viajes de Gulliver y Robinson Crusoe, los comics norteamericanos como Buck Rogers, Flash Gordon, Superman y Terry y los piratas (su favorito); la invasión japonesa a China en 1937, espectáculo callejero que cautivaba al niño inglés porque se hallaba bañado de “una luz mucho más espeluznante”; el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, que coincidió con los primeros escritos infantiles de Ballard; el ataque a Pearl Harbor y los casi dos años y medio de reclusión en el campo de Lunghua (de 1943 a 1945), su último hogar real de la infancia, que albergaba a 2000 prisioneros de los cuales trescientos eran niños (y del que ofreció una peculiar radiografía en El imperio del sol), se despliegan en la primera parte de Milagros de vida. Después de la guerra, el adolescente llegaría a Inglaterra, donde iniciaría un duro período de búsquedas y esfuerzos por encajar en ese nuevo escenario.
El descubrimiento de Freud y los surrealistas, a los 16 años, fue “una andanada de bombas que cayó delante de mí y destruyó todos los puentes que dudaba en cruzar”. Optó por estudiar medicina en Cambridge, pero abandonó la carrera porque quería convertirse en escritor. Su padre, consternado por la decisión, lo obligó a estudiar literatura inglesa, “la peor preparación posible para la carrera de escritor”, en la Universidad de Londres. Ya había escrito varios relatos, muy influido por Joyce, y había enviado unos cuantos a Horizon y otras revistas literarias sin ningún éxito. Duró apenas un año como estudiante de literatura inglesa. Necesitaba escapar de las instituciones académicas y ser libre de toda dependencia económica respecto de sus padres. Mientras intentaba que su escritura avanzara, fue redactor en una agencia de publicidad, mozo, vendedor de enciclopedias a domicilio y hasta se alistó en las Fuerza Aérea Británica para realizar un curso de vuelo en Canadá, donde entró en contacto con los relatos que se publicaban en varias revistas de ciencia ficción norteamericanas como Galaxy y Fantasy & Science Fiction.
“El género de ciencia ficción tenía una enorme vitalidad –recuerda el escritor–. Sin idear un plan de acción, decidí que era un campo en el que tenía que entrar. Advertía que había allí un tipo de literatura que valoraba mucho la originalidad y concedía una gran libertad a sus autores. (...) El género estaba listo para el cambio, por no decir para la conquista absoluta del mercado. A mí me interesaba abordar el “¿Qué pasa ahora?”. Dejó la Fuerza Aérea y regresó a Inglaterra con la convicción de que su carrera de escritor estaba aflorando. Se casó con Mary Matthews, empezó a vender sus relatos a New Worlds y Science Fantasy, dos revistas de ciencia ficción, tuvo tres hijos a los que considera “milagros de vida” y a quienes les dedica su autobiografía y se compró una casita en Shepperton, donde reside actualmente. La exposición de arte contemporáneo “Esto es mañana”, realizada en 1956, lo convenció de que la ciencia ficción “estaba mucho más cerca de la realidad que la novela realista convencional del momento”. En 1963 publicó su primera novela El mundo sumergido –reseñada favorablemente por Kingsley Amis en el Observer– con la certeza de que “el espacio interior” era el rumbo que tenía que tomar la ciencia ficción.
En 1964 su mujer murió repentinamente por una neumonía en San Juan, cerca de Alicante (España). Entonces emerge el Ballard más preocupado por hacer de padre y madre de sus hijos, pero también consciente de que en muchos sentidos sus hijos lo educarían a él. Después de largos meses de celibato transitó por el polo opuesto: “una especie de promiscuidad desesperada, una forma de tratamiento de choque con el que intentaba volver a la vida a fuerza de voluntad”. En 1970 publicó La exhibición de atrocidades, un intento por entender los sesenta, “una década en que muchas cosas parecieron cambiar para bien”. De Crash, su siguiente novela, llevada al cine por David Cronenberg en 1996, dice que se proponía ser una “embestida frontal” contra todas las suposiciones convencionales acerca de la aversión a la violencia. “Crash se desarrolla en un punto en el que el sexo y la muerte confluyen, aunque el gráfico resulte difícil de interpretar y se reajuste constantemente”, opina el escritor.
La fama internacional llegaría de la mano de El imperio del sol, en la que adoptó la perspectiva de un niño que se convierte en adolescente durante la Segunda Guerra Mundial, su novela más autobiográfica, adaptada al cine por Steven Spielberg. En 1991, después de la publicación de La bondad de las mujeres, la BBC decidió hacer un programa sobre la vida y la obra de Ballard, quien pasó una semana en Shanghai con el equipo de filmación y su director, James Runcie. El escritor inglés regresó al hogar del que su mente nunca logró escapar, pero el territorio y la atmósfera no se correspondían con las imágenes acopiadas en la galería de su memoria. Se sintió mentalmente herido, pero renovado después de esa incursión por aquellos santuarios de su infancia. “Me había acercado a un espejo, había aceptado que era real a su manera, y luego lo había cruzado hasta el otro lado.” A pesar del raudo vuelo sobre sus vínculos con las drogas y el alcohol, más allá de cierto pudor que se intuye en cuanto a su relación con las mujeres–, Milagros de vida es la semblanza de un hombre dichoso que nos sugiere que las obras son las únicas criaturas inmunizadas contra la muerte. Las peripecias del tiempo y las arbitrariedades de las modas son harina de otro costal.
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