LITERATURA › OPINION
› Por Leopoldo Brizuela *
En el comienzo de la dictadura militar, a los doce o trece años, descubrí a Adolfo Bioy Casares. Borges era un autor tan poco leído como hoy pero una figura inconcebiblemente popular. En más de un sentido era el “escritor oficial”. Yo vivía en la provincia y, sin escritores en mi familia ni en mi medio, esos escritores “de la televisión” fueron mis primeros “referentes”. Supongo que llegué a Bioy porque tenía devoción por Borges –aún la tengo– y todo lo que lo rodeaba me interesaba. Sé que primero leí a Silvina Ocampo en una antología de Eudeba, El pecado mortal (¿de dónde sale el mito de que S. O. era una escritora secreta, sólo descubierta en los ’90?) Lo primero que leí de él fue el prólogo de Antología de la literatura fantástica, que me formó mucho. Me da pudor criticar una obra tan sólida, una vida dedicada a pensar, humilde y profundamente, el arte narrativo; prefiero hablar en términos de gusto personal. La verdad es que su obra narrativa, a la que he vuelto varias veces en treinta años –salvo en el caso de Dormir al sol, que recuerdo con simpatía– nunca me gustó. La invención de morel parte, quién lo duda, de una gran idea llevada a cabo con perfección pero también con una rigidez y una frialdad que me abrumó antes de terminarla, a pesar de que es muy breve. Si mal no recuerdo, Bioy mismo decía eso de su primera novela, que le faltaba digresión, y que por las digresiones entra la vida en las novelas. De hecho, no creo que las novelas sean su fuerte, afectadas todas por la misma dificultad del autor. El sueño de los héroes y el Diario de la guerra del cerdo, además, crean una imagen tan artificiosa de la gente del pueblo que me rechazó siempre, no porque no se corresponda con la realidad, sino porque, más allá del escarnio, ese artificio no consigue ser verosímil ni la complejidad que uno pretende de un personaje de relato largo. El colmo de esta tendencia son esos detestables narradores como el de El gran serafín –que no pueden decir una frase sin un lugar común o un modismo, como si no ser paquete fuera ser débil mental, lo que deviene además en un barroquismo intragable, contrario a la propia poética que A.B.C. declaró siempre—. Entre los cuentos, rescataría “El lado de la sombra”, por una prosa “admirable”, según su ideal: tersa, conversada, inteligente.
La verdad es que siento que A.B.C. siempre se queda afuera de los temas que elige. Muy pocas veces la vida, como él lo diría, se cuela en las novelas; la vida del lenguaje, menos. Y sobre todo, me deja frío su incapacidad, patológica me atrevería a decir, para tratar los sentimientos. Ha escrito muchísimas “historias de amor” en las que el amor no aparece sino nombrado de la manera más pacata que recuerde. En realidad, no tratan del amor sino de levantes, donjuanes narcisísticamente preocupados por su guinness privado. De esta serie, sí, un solo cuento me gusta mucho, “Casanova secreto”, supongo que refleja al autor. Pero creo que lo que me deja afuera es esa visión de la literatura que A.B.C. desea concretar. La narrativa para él debe ser “grata”, un adjetivo que repite millones de veces en sus diarios. La literatura de A.B.C. no quiere más que agradar, dando demasiado por sentado que sería lo agradable. Es una literatura escrita bajo vigilancia, como la que escribiría un chico para la maestra. ¿Qué le pide la maestra a Bioy, la burguesía? Sólo que provea un momento grato para la pausa del domingo o del día. El mundo es bueno, y está en buenas manos; el lenguaje llano y el relato común lo representa sin problemas: sólo falta un poco de terror para matar el aburrimiento. La literatura que me interesa es mucho más que agradable.
Convencido por algunos amigos comunes, y “gratamente” impresionado por sus declaraciones sobre el oficio de narrar, mucho tiempo estuve convencido de que hubiera podido ser amigo de Bioy, de habernos limitado solamente a hablar de ese tema. Sin embargo, el A.B.C. que me dejó entrever el “Borges”, hace poco, tras esa máscara amable, es sin duda una figura repelente. Casi con seguridad el proyecto del “Borges” es el de Boswell en su “Life of Jonson”: de modo que Bioy sabía que eso iba a ser leído por la posteridad, y la posteridad cercana. Ciertas infidencias sobre gente cercana aun viva hoy –amores, parientes, amigos– son de una bajeza que me da vergüenza repetirlas. Es más: me parecería inmoral repetirlas, digamos, porque repetir esas bajezas es contribuir a que se propaguen. Creo que el “Borges” define a Bioy mucho más que a Borges, y termina de demolerlo. En cualquier entrevista de las millones que le hicieron, Borges habla de manera infinitamente más variada, inteligente y digna de sí que en las esas conversaciones con su mejor amigo, que nunca le da de comer sin dejar de pasar la factura a la posteridad. La mediocridad de las observaciones de Borges en ese libro, no puede deberse sino –aunque Bioy no lo sepa– a la mezquindad y la chatura su anfitrión, convertidos en señoras de Recoleta como ésas a las que ambos se complacen en criticar, quizá porque es fácil y no plantea diferencias internas.
* Escritor, docente y traductor.
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