LITERATURA › “LITERATURA ES SACAR TODO ESO QUE ESTá ENTERRADO”
El escritor eligió como protagonista a un profesor de filosofía desempleado, asediado por los fantasmas de sus alumnos. “Si la organización vence al tiempo, la narración también vence al tiempo. Eso es lo que anda por debajo, sosteniendo esta novela”, dice.
› Por Silvina Friera
El sol ilumina el living del departamento de Noé Jitrik, un noveno piso con una pequeña terraza donde la mirada es asaltada por la intensidad que irradian los ficus y por la calidez matizada por los helechos y otras plantas, árboles y flores que conforman una especie de paraíso que suspende el tiempo. El sol clarea la risa del escritor que acaba de publicar una nueva novela, Destrucción del edificio de la lógica (Emecé), una narración breve protagonizada por Escalante, un profesor de filosofía desempleado que frecuenta el café El Rápido Argentino y hojea un diario en el que hay pocas ofertas laborales en época de recesión. El motor de la historia comienza a funcionar por la evocación de una frase: “La organización vence al tiempo”, dicha por alguien de cuyo prestigio no se puede dudar. En el fluir azaroso de sus pensamientos, el profesor tiene una revelación: “Me pasé la vida detestándolo, en la vereda de enfrente, ajeno al ruido que producían sus fanáticos, y resulta que ahora vengo a pensar que tal vez tenía razón”. Como sucede con Evita en el cuento de Rodolfo Walsh, “Esa mujer”, Perón está en la novela de Jitrik como un “fantasma” que no es mencionado, pero que no deja de orbitar en la memoria del profesor. Este personaje, que pesca al lector de las narices, es un amasijo de excentricidades. No lleva libros al café, ni papel para escribir, como suelen hacer muchas personas dedicadas a menesteres literarios o filosóficos. Toma ginebra y nunca se saca el sombrero. De pronto será interpelado por los fantasmas de sus ex alumnos, como Escalera, que le recuerda que una vez les propuso pensar sobre una frase célebre: “La única verdad es la realidad”. El profesor está acorralado por esas “presencias” cuando en verdad se siente un “solicitante descolocado”, guiño y homenaje a esa “figuración tan exquisita” del poeta Leónidas Lamborghini.
Como escenas que se suceden dentro de un mismo cuadro, el profesor comenzará a seguir a una pareja y se desplazará del café a la calle, asediado por los fantasmas de sus alumnos, “los aparecidos”, que lo increpan a cada paso. Y continuará su periplo por el frente de una casa ruinosa y de un hotel, siempre arrastrado por la pericia con que maneja los hilos el narrador de la novela. Plagiando a ese “ojo de Dios” que conduce la narración, se puede afirmar que, al modo de Flaubert, Jitrik es capaz de escribir maravillosamente sobre nada. “Yo escribo muchas cosas al mismo tiempo. No soy el novelista que se encierra a terminar su novela y que celebra cuando llega al final con una copa de champán”, dice Jitrik a Páginað12, alzando la mano en cámara lenta, como si tuviera la copa.
–¿Por qué la novela empieza con una frase que remite a Perón?
–No empecé con esa frase porque remitiera al imaginario del peronismo sino porque se me cruzó, y me pareció que desencadenaba un razonamiento que tendía más bien a situar mis problemas actuales con el tiempo. La tomo como una frase desencadenante, no me importa mucho ni quién la dijo ni cómo, pero hago algunos chistes sobre qué pasó con la organización y con el tiempo, que todo lo vence, incluso a aquel que dijo la frase.
–Este profesor desocupado también tiene problemas con el tiempo. ¿Coinciden los problemas que usted tiene con los del personaje?
–No. Mi problema personal con el tiempo es la edad. He cumplido 81 años, lo cual no es ningún chiste; es una cantidad de tiempo bastante considerable y eso se hace presente cada día. Cada vez que aparece la noticia de alguien que se muere más o menos de la misma edad, o incluso de gente más joven, siento que el tiempo me está acorralando. De tal manera que mis pensamientos sobre el tiempo no son heideggerianos, pero son proyectados hacia el exterior, como categoría, y se revisten narrativamente. La novela no es una confesión, ni la expresión de una debilidad o de un temor. Si uno va al fondo de la cuestión personal, sé que no me falta tanto para morirme. La idea no me gusta mucho y la estoy piloteando como puedo (risas). Si la organización vence al tiempo, la narración también vence al tiempo. Y eso es lo que anda por debajo, sosteniendo la idea de esta novela.
–Daría la impresión de que el profesor Escalante fue formado por la generación Contorno...
–Puede ser, pero la gente de Contorno no tenía el tipo de pensamientos que tiene Escalante, ni se cuestionaba demasiado. La presencia fantasmal de los estudiantes tiende a mostrar un tipo de problemas que la gente de Contorno no tenía. Los contornistas, que están casi todos, uno es político, el otro pontifica, el otro está desgarrado... pero no se proponen el tipo de cuestiones que los fantasmas le suscitan como carencias a este profesor.
–¿Por dónde empezó la novela?
–Por la frase; yo empiezo las novelas así. Si tengo una frase, aparece como un coagulado. Entonces me pregunto qué ocurre con eso, la desarrollo y afluyen ciertos temas que son de las tradiciones literarias. No creo que invente nada con la situación en el café, la prostituta y el que la mantiene, la muerte presumida, la venganza de la prostituta con la reivindicación de la libertad... Todo eso está en la literatura; no pretendo crear situaciones insólitas y desconocidas. Sólo que la cuestión está en el trabajo verbal que se hace sobre eso, y que manejo con un juego entre aproximación y alejamiento. La aproximación es dar cuenta de algo que está pasando y que tiene un carácter socialmente reconocible. Y el distanciamiento es la ironía, el chiste, la reducción a lo previsible.
–¿El profesor Escalante se llama así a modo de homenaje al personaje homónimo de la novela de Saer, Cicatrices, que también aparece en La grande?
–No, Escalante es el apellido del plomero que viene a casa (risas). No recordaba al personaje de Saer. Escalante es un sujeto idealizado porque es indispensable en mi casa. Viene y arregla todo; y tiene un lenguaje y una pinta muy particular. Pero el haberme fijado en el apellido Escalante me suscitó después la repetición de las sílabas, como Escalona, Escalera, que crea una atmósfera de inverosimilitud. Hay una red muy compleja que a lo mejor no se advierte en la mera lectura, pero que hablando aparece. Y la mera lectura también intenta ser un objeto de placer. Una amiga mía la leyó y me llamó por teléfono para contarme que se divirtió muchísimo, que no la pudo largar.
–Quizá lo que resulta más divertido es cómo Escalante, para hacer un chiste peronista, parece querer estar siempre en una “tercera posición”, como un “marginado” que interviene con sus pensamientos.
–Interviene porque hay un narrador que lo hace intervenir. El narrador es el titiritero de todo. Y cuando los otros vienen y lo interpelan también son títeres, porque aparecen y desaparecen. Hay una cosa ahí que se le puede achacar al Deus ex machina, que es un recurso. En la literatura todos los recursos son como ortopedias que vienen ayudar para que la narración siga caminando.
–De hecho, el narrador insinúa en la novela que Flaubert con poco hizo mucho, que escribió “maravillosamente sobre nada”. ¿Esa es su idea de lo que se puede hacer con la escritura?
–Sí. Cada cosa que se te presenta es la punta de algo que está muy enterrado. La cuestión de la literatura es sacar todo eso que está enterrado. No es tener predeterminada una situación prestigiosa, importante, social. Ahora voy a hablar del incesto en las familias de la oligarquía porque es un gran tema. A mí eso no me interesa. Prefiero hacer un poema sobre el ombligo o las manos, o escribir sobre una frase que está en el aire y que mucha gente la conoce. Me pregunto qué puedo sacar de la punta de ese ovillo. No tengo ninguna acumulación de elementos de comunicación prestigiosa: vamos hablar de amor, de engaños, de traición, nada de eso me incita a hacer nada. Sí me incita una cuestión mínima, para mí ése es el punto.
–En la novela hay muchos de estos detalles mínimos; por ejemplo, el profesor nunca se saca el sombrero en el café. ¿Lo pensó como un personaje un tanto excéntrico?
–Lo pensé como un amasijo de figuras que podrían ser de Roberto Arlt; la mujer que está sentada a la mesa del cuadro del expresionista alemán Klimt, o el tipo sentado en el café como si hubiera salido de una fotografía de Coppola. No son experiencias sino residuos literarios que van y vienen, que ocupan mi cabeza y me ponen al margen de la vida.
–¿Hay un homenaje al café como un espacio de pensamiento y formación de muchas generaciones en contraposición a la Academia?
–Sí, pero tiene una pequeña historia. Cuando volví de México estaba buscando casas. Y salvo ésta, que apareció al final, que fue la última que se me ofreció, eran todas ominosas. Puede haber una historia de las habitaciones en Buenos Aires que revele la dificultad del vivir, empezando por los conventillos hasta los departamentos en los monoblocks. Históricamente la gente salía de esas casas donde no podía vivir y eso dio lugar a dos cosas muy importantes en la mitología argentina: el café y la amistad. La amistad porteña de la que nos jactamos sale de la imposibilidad de vivir adentro. Yo los tengo acá a los cafés (se lleva el dedo índice a la frente), pero los tengo mitologizados porque ahora no voy más a escribir. Son figuras que permanecen en la cabeza y de pronto afloran en imágenes. Y en cada cosa que escribo no puedo prescindir de esa situación del café.
–¿Habrá una cierta forma de nostalgia por esa figura?
–Y sí. En un momento mencionaste la Academia como lo opuesto al café. En el mejor de los casos en la Academia se escucha, pero justamente el problema de la Academia es que no se escucha del todo ni se escucha bien. Entonces ahí hay un problema que hace que sea indefinido el discurso que se está emitiendo. La actitud con la que se escucha es problemática porque corta una conversación que puede ser un objeto deseable, ideal. En el café, en cambio, la conversación es posible y fluida, se va construyendo con silencios, con aquiescencias, con gestos, con reservas. Tiene una riqueza enorme y a mí eso me fascina porque me fascina la conversación.
–La escritura no es la primera prioridad del personaje sino pensar, reflexionar.
–Sí, es cierto, porque además en determinada situación de espera ponerse a escribir sin tener proyecto parece una cosa muy artificiosa, lo cual indica que para escribir o bien hay que tener un deseo o un proyecto. Sin embargo, en la novela hay un rescate de la escritura como narración, no como tematización. La novela está escrita de una manera muy particular, muy retorcida, sinuosa, en la que el valor máximo está puesto en el ritmo que se establece.
–¿Ese ritmo tiene algo saeriano?
–Sí, es cierto. Soy de los primeros que leyó la obra de Juani, y el aspecto del ritmo siempre me pareció esencial en él. El acento está puesto en una actitud y esa actitud deviene ritmo. Hay un parentesco con Saer al que no renuncio. Aunque él haya tenido otro proyecto. Porque en el fondo, tal vez lo que Saer quiso hacer fue una especie de examen de su propia memoria, y no es ése el camino que yo tomo. Saer sería una combinación de simbolista y realista. Pero yo descarto el realismo. La mía es una narrativa casi exclusivamente simbolista, por eso persigo el ritmo, aunque no sé si lo consigo.
De su nueva novela, a Jitrik lo obsesiona algo que define como “la pared de una calle”. “En un lugar, una casa, un café, un hotel... en una especie de continuo muy solitario que remitiría fantásticamente a la idea del muro sartreano, ese continuo triste, pobre, de una calle de Buenos Aires que la tengo en la cabeza por San Cristóbal, que me fascina y me aterra al mismo tiempo”, confiesa el escritor.
–¿Por qué la ciudad aparece como algo aterrador?
–No sé, serán fantasmas que uno tiene. Hoy mismo cruzaba la calle y me preguntaba qué pasaría si alguien me interpelara. Eso está al final de la novela, cuando el profesor se va caminando a la casa y pasa una muchacha que lo interpela con la agresividad propia de una ciudad aterradora. Sobre el final, la sensación es que el mundo ha desaparecido, pero hay una calle a lo lejos donde todavía la vida continúa. Quizá sea herencia de mis lecturas de ciencia ficción. Por eso no creo que haya ninguna invención sino un amasijo de cosas. La cuestión es la articulación: si están fluidas, si son cuentas de un collar o es una acumulación de sabiduría literaria. No quiero que sea eso, no quiero que aparezca que leí a fulano o tengo la influencia de mengano. Todo eso está, pero lo que importa es cómo las cuentas están articuladas.
–¿A usted le pasó como al profesor de la novela, que se pasó toda la vida detestándolo a Perón y ahora piensa que tal vez tenía razón?
–Sí, a mí me pasó. Perón tenía unas cualidades políticas excepcionales, pero él debió de saber, por sus cualidades interpretativas de lo político, en qué podía terminar decirles “juventud maravillosa” a los Montoneros. Terminó en 30 mil desaparecidos. Lo que me interesa de Perón es su compleja figura, que está en la tradición de otras figuras de la política argentina como Hipólito Yrigoyen o Mariano Moreno. Tengo un sentimiento dual que no va a llevarme a ser peronista, pero que me permite mirar lo que puede estar pasando con mucha gente que adhirió al peronismo, como Cristina Fernández. Que lo que Cristina hace esté en el paradigma del peronismo, me parece una ridiculez. Está en otra dimensión, aunque ella hace concesiones verbales y de pronto invoca al peronismo. No veo las cosas en blanco y negro sino que trato de ver lo que está pasando en el orden del discurso, la conciencia y el pensamiento.
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