Mié 17.06.2009
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LITERATURA › LUIS SEPúLVEDA Y LA SOMBRA DE LO QUE FUIMOS, HISTORIA DE UNA MILITANCIA

“Realidad y verdad no van juntas”

En su reciente trabajo, editado por Espasa, el escritor y cineasta chileno traza un friso generacional al que define como “un ajuste de cuentas con el lastre ceremonioso de la izquierda” y que combina el género de aventuras con el policial.

› Por Silvina Friera

Santiago no podía ser más triste bajo la lluvia. Las nubes descargan su rencor. Llueve como si nunca hubiera llovido, tal vez como si esa lluvia no fuera a cesar jamás. En un viejo almacén de un barrio popular, tres viejos militantes comunistas –Cacho Salinas, Lolo Garmendia y Lucho Arancibia– se reúnen treinta cinco años después de que “esa joven guardia” chilena de la década del 70 fuera arrancada a jirones por los golpes de la picana eléctrica, sepultada en fosas secretas, confinada en cárceles, desperdigada en esa desgarradora cadencia del exilio. Mientras esperan la llegada de un antiguo camarada, Pedro Nolasco, para ejecutar una temeraria acción revolucionaria, barajan los recuerdos en el mazo de sus cartas, tal vez para evitar que el olvido arrase con el último filo de sus memorias. Los pensamientos no pueden ni deben detenerse; son como la última luz que se apaga en una casa. Comprobar que ya no son los mismos espanta y lastima. Siguiendo sin saberlo la “máxima” de Discépolo, “tanto dolor que hace reír”, el humor, la ironía, la carcajada, los redime. Uno de estos veteranos confiesa que habla solo por la calle gracias al plomo fundido que le estamparon para siempre los milicos. Son perdedores que han sobrevivido a la dictadura de Pinochet. Están maltrechos, dolidos, pero de pie. Aunque el líder no llegue a la cita –muere de forma grotesca, golpeado por un tocadisco que fue lanzado desde una ventana–, este trío quijotesco se la juega. Y entra en acción. La sombra de lo que fuimos (Espasa), de Luis Sepúlveda, es un friso generacional de la militancia chilena que combina el género de aventuras con el policial.

Desde Gijón (España), donde reside el escritor, periodista y cineasta chileno, Sepúlveda admite que le encantaría que Susana Rinaldi cantara algún día un tango titulado La sombra de lo que fuimos. “Soy tanguero, hasta bailo bien el tango –avisa a sus lectoras argentinas–. A la hora de titular una novela basta con abrir cualquier página de la antología del tango para encontrar versos inequívocos.” Esta novela, ganadora del Premio Primavera 2009, nació de una anécdota real. “Hace tres años nos juntamos un grupo de amigos a comer un asado, en una casa de Santiago. Todos éramos de la misma camada, nacidos entre 1947 el mayor y 1953 el menor. Y ahí estábamos, felices hablando de hijos, de nietos, de planes. De pronto, y sin querer aguarme yo mismo la fiesta, empecé a pensar en hechos reales. Por ejemplo, estábamos en la casa de uno de los hombres más odiados y buscados por la dictadura, uno de los que participaron en el por desgracia fallido atentado a Pinochet que, por un pelo, se salvó de recibir un tiro de rpg (bazooka). Yo miraba cómo ese tipo se concentraba en dorar bien los chinchulines. Todas y todos los que estábamos ahí, y que ahora éramos profesores de universidades, escritores, empresarios, abogados, teníamos el mismo pasado –revela el escritor–. Habíamos empezado a ser nosotros mismos al calor del ’68, habíamos participado en diferentes medidas del gobierno de (Salvador) Allende, habíamos conocido la cárcel, con todo lo que significó, el exilio, y el retorno a Chile.” Entonces se propuso escribir una historia “sin mayores ambiciones”, que contara un día en la vida de un grupo de sesentones “parecidos a los que estábamos ahí”. Página/12 quiere saber si la escritura de esta novela fue un ajuste de cuentas con el Chile que guarda en su memoria. “Sí –aclara–, pero un ajuste de cuentas con el lastre ceremonioso de la izquierda. Durante ese asado, y en otros, nos reímos de lo ingenuos, hasta pelotudos que fuimos en muchas ocasiones.”

–Uno de los personajes recuerda que lo expulsaron del partido comunista junto a cientos de militantes acusados de “ultraizquierdismo”. La imagen de entregar los carnés, lanzarlos al aire, pero no sacarse los pañuelos rojos y conservarlos, es muy potente poéticamente. ¿Por qué la pertenencia comunista se plasma más en el pañuelo rojo que en el carné?

–Así fue, en efecto. Luego del asesinato del Che en Bolivia el Partido Comunista no tuvo respuestas para las preguntas que nos hacíamos los jóvenes. La muerte del Che hizo nacer en nosotros algo desconocido y la primera consecuencia de ese nacimiento fue desconocer la rígida disciplina de las juventudes comunistas. Nos hicimos guevaristas, por fin teníamos un icono propio y en castellano. La respuesta fue declararnos traidores a la causa, expulsarnos. Desde los tiempos de Stalin no se había visto una ceremonia de depuración comunista tan grande y absurda como la que se realizó en el cine Nacional de Santiago. Más de tres mil chicos expulsados en cuestión de horas. No era necesario ser muy inteligente para entender que, a los 16 o 18 años, uno no podía ser un traidor a la Unión Soviética. Además, ¡qué les importaba a los soviéticos lo que pensábamos en un barrio proletario de Santiago! (risas). Claro que fue poético hacer volar los carnés y salir de ahí con los pañuelos rojos al cuello, atados para siempre, o para muchos años. Y lo más poético fue que, a la salida, los viejos del partido lloraban, nos abrazaban y nos rogaban: “Muchachos, háganse la autocrítica”.

–¿Cómo se vivía el hecho de ser expulsado de un partido, de un mundo, de una identidad? ¿Se podría decir que esas expulsiones fueron el primer gran desarraigo, previo al golpe de Pinochet y los exilios?

–La historia está llena de sorpresas. La mayor fue que, en lugar de aislarnos con esas expulsiones, de condenarnos a un ostracismo social, lo que el Partido Comunista logró fue que dejáramos de ser monjes shaolín rojos, y nos incorporásemos en masa o bien al MIR, o a las juventudes socialistas. Antes de la expulsión nuestras aspiraciones se encaminaban a servir a la causa, ya fuera como cosmonautas o como guardias rojos; luego de las expulsiones queríamos conocer la realidad latinoamericana, ser guerrilleros, comprender por qué los chilenos éramos un caso especial, una singularidad capaz de dar líderes tan seductores como Allende. La expulsión nos hizo más fuertes. Cuando se formó la Unidad Popular en el ’69, los expulsados convertidos en militantes socialistas fuimos muy importantes para romper la casi hegemonía comunista, lograr que retirasen la candidatura de Neruda y aceptaran el liderazgo de Allende. Se puede decir que con las expulsiones ganamos todos.

–El capítulo tres de la novela, en el que una mujer lanza los ejemplares de Galeano, Fucik, Fromm y Harnecker, ¿podría relacionarse con el capítulo VI del Quijote? Aunque no se quemen libros y sólo se los arroje por la ventana, ¿esos libros serían el equivalente de los libros de caballería, algo así como los “responsables del daño”?

–La novela está construida con una clave cervantina y es el humor de Cervantes. Lo que más admiro de él es que ninguno de sus personajes, en toda su obra, es ridículo o gratuitamente risible. No, Cervantes hizo que sus personajes sean divertidos, ingenuos o sabios, e incluso en los pasajes más serios siempre hay un toque de ironía, que es la base del humor inteligente. Cervantes trata a sus personajes con sana piedad. La observación cervantina es rigurosamente exacta. En eso pensé al escribir esa parte de la historia.

–Ese capítulo es notablemente tragicómico, se narra la fatalidad de una muerte accidental, pero con mucho humor. ¿Fue el capítulo que le permitió trazar esa oscilación constante de la novela entre la tragedia y la comicidad?

–Yo tengo un santo protector, San Osvaldo Soriano. El Gordo es mi hermano, en mis retinas tengo pegada la imagen de la última vez que lo vi alejándose por Santa Fe hacia Callao, y cada vez que quiero conseguir un equilibrio entre la comedia y la tragedia, lo invoco: “Echame una mano, Gordo”, le digo, y nunca me falla (risas). Mis perdedores son hermanos de los hermosos perdedores de Soriano. ¿Para qué inventar otra fórmula si el Gordo sentó cátedra al respecto? Soriano es el gran inventor de esa mezcla entre amor y humor, o Hamor, así, con hache, para referirse a temas duros, dolorosos, pero que precisan del distanciamiento irónico para que no se conviertan en traumas.

Desde algún lugar de la memoria, el Gordo Soriano le sopla al oído el inventario de las anécdotas que compartieron. “Nos gustaba mucho hablar del futuro y, una tarde ociosa en que hicimos una lista de los mejores hoteles en los que valía la pena robar una toalla (coincidimos en el Alvear Palace de Buenos Aires), le pregunté: ‘Osvaldo, ¿cómo nos recordarán los japoneses en año 2100?’. El Gordo contestó: ‘Como a dos tipos capaces de robar toallas en los mejores hoteles’”, recuerda Sepúlveda. “Yo entiendo que mis muertos no quieren ser mártires, quieren vivir, y que mis viudas no quieren ser vestales de la revolución, quieren seguir siendo mujeres. Entonces los acerco a la literatura contando lo mejor, eso que nos hizo reír, y abrazarnos, y salir a la calle.”

–Hay un personaje que pide “el santo y seña” como si siguiera viviendo en la clandestinidad. ¿Qué aspectos de lo que vivió en la cárcel o en su paso por Buenos Aires, Uruguay, Brasil aparecen diseminados en los personajes de esta novela?

–Hace algunos años, en una isla del archipiélago filipino encontraron a un soldado japonés que no sabía que la guerra había terminado hacía cincuenta años. Seguía luchando, a su manera, es decir esperando instrucciones y, cuando medio lo convencieron de que dejara de apuntar con su arma a los cientos de soldados filipinos que lo rodeaban, dijo que no podía rendirse si no se lo ordenaba el emperador. En muchos de nosotros las experiencias duras crearon una suerte de delirio militante que puede explicarse así: la vida se detuvo cuando el compañero que debía venir no llegó, y la vida continuará cuando llegue alguno que me diga el santo y seña para que la vida siga. Es triste, pero conozco varios casos de gente así.

–Cuando estuvo por Buenos Aires, ¿le pasó como a uno de los personajes, Garmendia, que quedó entre los tiroteos de Montoneros y el ERP, la Triple A y los comandos de represión de la Argentina?

–Hay mucho de eso. Yo bajé de un avión en Buenos Aires el 17 de julio de 1977, salía de la cárcel, tenía que continuar vuelo a Suecia, pero decidí quedarme. No tenía idea de la real envergadura del horror que se había desatado sobre Argentina. Busqué amigos en casas en las que no me abrían la puerta. Finalmente di con el incomparable Osvaldo Dragún, que me acogió en su casa. Intentando salvar la normalidad, la vida en definitiva, una tarde fuimos al teatro San Martín. Se estrenaba Cyrano de Bergerac, con un Oscar Bianco que transformaba el discurso de Cyrano a los cadetes gascones en una proclama revolucionaria y el teatro se venía abajo aplaudiendo. Luego fuimos a cenar al Edelweiss, y allí yo preguntaba en voz alta por mi hermano Paco Urondo, hasta que me hicieron callar y Bianco me abrazó susurrando: “Hermanito, estamos viviendo la peor tragedia, no nos jodás estos pocos minutos de comedia”. Más tarde leí en un periódico ecuatoriano que a Oscar Bianco se le había reventado el corazón durante una representación de Cyrano, justo en el discurso a los cadetes gascones.

–¿Por qué recupera en la novela muchos episodios protagonizados por anarquistas? ¿Aún se sigue demonizando al anarquismo, no sólo desde la derecha sino desde la propia izquierda?

–Siempre he sentido que se les debe más de un homenaje a esos anarquistas de viejo cuño, a esos que luchaban, no para ser hombres libres, sino para no olvidar que eran hombres libres. Osvaldo Bayer lo ha hecho de manera magistral, pero yo siento que me falta homenajear a los viejos anarcos de Chile. Es una materia pendiente. La izquierda chilena se nutrió de los anarquistas y luego los olvidó, por temor, y para esquivar una sentencia terrible que dice “todo el poder corrompe”. Actualmente no se demoniza al anarquismo, peor aún: se le desconoce, se le esquiva, se intenta decir que nunca existió.

–“La memoria siempre tiende a la ficción”, se lee hacia el final de la novela. ¿Habría en esta reflexión un intento de “desacralizar” la memoria, de desplazarla del terreno de la realidad-verdad hacia el artificio?

–La literatura es un gran ejercicio de memoria, o parodiando a Mempo Giardinelli, es el Santo Oficio de la Memoria, que finalmente crea las ficciones necesarias para la verosimilitud de lo que narro. La memoria me permite literaturizar la vida, proponer otra opción para los hechos, mejor que la mezquina versión oficial. La realidad y la verdad no van de la mano. ¿Fueron 300 los espartanos que combatieron en el paso de las Termópilas? Si un historiador severo descubre que la pura realidad indica que fueron 305, ¿modifica esto la belleza épica de la historia? Siempre serán 300. La literatura creó esa realidad. Hace algunos años, en un café de Roma se me acercó un chico, de la edad de mi hijo mayor, para decirme que había leído una novela mía, Nombre de Torero, y que esa lectura le había permitido acercarse a su padre, dejar de odiarlo porque le faltó durante toda la infancia y adolescencia. Yo vi morir al padre de ese chico en Nicaragua, y cuando me preguntó cómo había muerto, tomé la verdad que había en mi memoria y le narré la muerte de un hombre bueno, que jugaba fútbol y era malo en la cancha, que contaba los mejores chistes de don Otto, que antes de morir miró el agujero en su vientre por el que se le escapaba la vida y repitió su muletilla “cagamos te mandó saludos”. Entonces el chico rió y lloró al mismo tiempo y concluyó: “Qué lindo tipo era mi viejo”.

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