LITERATURA › ARAVIND ADIGA Y EL RETORNO DE LA NOVELA REALISTA
El año pasado ganó el prestigioso Booker Prize por El tigre blanco. Ahora, el escritor indio lanzó Between The Assassinations, retrato de una ciudad india en un momento especial para el Este: otro ejemplo de ficciones vibrantes basadas en lo real.
› Por Johann Hari *
El síndrome Slumdog Millionaire sigue presente, recordándonos cuán regocijante puede ser la ficción cuando los novelistas abandonan sus cuartos de seminario y se zambullen en el mundo real. El escritor indio Aravind Adiga ganó el Booker Prize el año pasado por The White Tiger (El tigre blanco), la historia de un pibe indio de la calle que asciende a la riqueza... bueno, mejor no contar cómo lo hace. Ahora lo siguió con Between The Assassinations (Entre los asesinatos), una armada de historias cortas sobre una típica ciudad india que, mediante gran esfuerzo, se alza de la pobreza al poder... al menos para algunos. Adiga se ha vuelto grande ignorando el cliché del consejo dado a todos los escritores jóvenes, que se ha convertido en dogma: escribí de lo que conocés. El proviene de una típica familia rica de India, rodeada de sirvientes a quienes se trata como si fueran invisibles. Es tan talentoso que podría haber hecho interesante a ese mundo, por un momento y en su pequeño modo. Podría haber hecho lo que demasiados novelistas ingleses y estadounidenses están haciendo, y con un estilo aún más exquisito.
En lugar de eso, Adiga eligió escribir sobre lo que no conocía, saliendo a descubrirlo como un periodista. Between The Assassinations entra en las cabezas del panorama de los indios del siglo XXI, desde los pibes ricos tirando bombas al sistema de castas, pasando por mujeres quedándose ciegas en casas de vapor y conductores de rickshaws destrozándose los tendones mientras pedalean lentamente. Aprendió de sus vidas saliendo a la calle y escribiendo sobre lo que encontraba. Es un regreso a los grandes escritores realistas del siglo XIX, cuando la ficción capturaba los momentos tectónicos que alteraban el mundo mostrando cómo cambiaban los caracteres de cada hombre y mujer, uno por uno. Es Charles Dickens en un call center; George Eliot agregando crédito a su teléfono celular.
A través de personajes bien observados, quedan claras algunas transformaciones de este tiempo. Para nombrar sólo una, el cambio del poder del Oeste al Este toma forma humana, de modo que puede ser perfectamente entendido. El narrador de The White Tiger le escribe al premier chino Wen Jiabao: “No gaste su dinero en esos libros norteamericanos. Son tan del pasado. Yo soy el mañana. Este es el siglo del hombre amarillo y el hombre marrón. Usted y yo”. Aun así, mientras esperan por este nuevo mundo, Adiga muestra cómo la mayoría de los indios sigue trajinando, a sólo un traspié más de la indigencia. Como dice otro de sus personajes: “El rico puede cometer errores una y otra vez. Nosotros sólo cometemos uno y estamos listos”.
Hubo un tiempo en el que parecía natural –incluso obvio– que los novelistas se metieran en sus sociedades y las describieran. Como dice el megavendedor Tom Wolfe: “Dickens, Dostoievski, Balzac, Zola y Sinclair Lewis asumieron que el novelista debe ir más allá de su experiencia personal y meterse en la sociedad como un reportero”. Dickens se metía constantemente en el “gran horno” de la noche londinense para dar testimonio de su eterna agitación. Emile Zola fue a las minas de carbón de Anzin para capturar ese oscuro, polvoriento mundo en Germinal. John Steinbeck compró un viejo camión y lo condujo para vivir en los campos de squatters, y le dio nacimiento a Las uvas de la ira. Graham Greene rastreó las dictaduras del Caribe y Latinoamérica antes de escribir novelas sobre ellas. George Orwell y Ernest Hemingway fueron a la Guerra Civil Española antes de cristalizar sus obras maestras sobre el tema. Hacer de reporteros no sofocó sus imaginaciones, más bien las fertilizó.
A pesar de ello, hay muchos jóvenes y talentosos novelistas que parecen pensar que lo real, el abrumador mundo externo a sus estudios, es un tema vulgar, que debe ser dejado a los periodistas o a series de TV como The Wire. Prefieren escribir libros que rumian sobre lo epistemológicamente difícil que es para “La Novela” describir el mundo, o retraerse a narraciones del pasado lejano, o concentrarse en interminables historias de adulterio en la clase media. Ocasionalmente hacen un gran trabajo, pero dan ganas de sumergirlos en una protesta por el remate de casas, una visita al campamento de protesta por el cambio climático, la escena de clubes o cualquier otra cosa real y viva, para darles combustible a sus talentos.
Gracias a críticos como Lionel Trilling y George Steiner, en los años ’50 se volvió popular decir que la novela realista era una forma muerta, que formaba parte de la aburrida pared de ladrillos del siglo XIX. El mundo es ahora demasiado rápido, demasiado caótico para ser capturado de esa manera. Pero ¿qué puede haber más rápido y caótico que una ciudad india en el nacimiento de la Era del Este, donde un esqueleto conduce un rickshaw en el que viaja un gordo que manda felices mensajes de texto a Nueva York? Adiga hace parecer que la novela realista fue diseñada precisamente para describir esta yuxtaposición, en sólo un día. Cuando está escrita con habilidad, la novela realista es siempre... real.
Wolfe, uno de los grandes campeones de la novela periodística, advirtió una década atrás: “La novela estadounidense está muriendo no de obsolescencia, sino de anorexia. Necesita comida. Necesita novelistas con gran apetito y ardiente sed por Estados Unidos, como está el país justo ahora”. Decía que debería ser “una revolución no en el contenido, sino en la forma”. Lo mismo puede decirse de la ficción de un mundo más amplio. No es que no existan otros grandes tipos de ficción: hay autores enormes como Jorge Luis Borges y Philip K. Dick, a los que uno no se imagina metiéndose en una mina con una libreta de notas. Pero Adiga viene a recordar que la gran novela realista tiene suficiente adrenalina para insuflar a millones de lectores. Fue el Premio Booker más vendedor de los últimos años, porque no es un abstruso experimento literario: está vivo.
Hay muchos escritores de peso en el Oeste que aún actúan bajo este impulso reportero, de Dave Eggers a Monica Ali e Irving Welsh, pero no los suficientes. ¿No hubiera ido Greene a la Zona Verde de Bagdad? ¿No iría Hemingway a Helmand, en Afganistán, y Orwell a Burma, o al menos a los pueblos abandonados del norte de Inglaterra? ¿Cuántas grandes novelas no se están escribiendo, porque los novelistas no se sienten urgidos a hacer estos viajes dentro de la realidad?
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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