LITERATURA › ENTREVISTA A JUAN DIEGO INCARDONA, AUTOR DE EL CAMPITO
El escritor explica el sentido de su nueva novela, marcada por la épica peronista en una trama de aventuras que se suceden en el conurbano bonaerense. Incardona cuenta cómo se filtran en su narrativa los ecos de Marechal, Oesterheld, Rulfo y Arlt.
› Por Silvina Friera
Late el corazón peronista de Juan Diego Incardona, al compás de unos versos de Homero Expósito que abren las puertas a la épica fantástica de El campito (Mondadori), una novela de aventuras en cinco episodios; un viaje donde al final, en los paisajes aledaños al río Matanza, en potreros, basurales y barrios próximos al Mercado Central, se librará una feroz batalla entre los ejércitos peronistas y antiperonistas. Corre mayo de 1989, “época de tizas locas, de la demarcación”. Un joven de diecisiete, dieciocho años, el propio Incardona en el último año del secundario, se junta con dos amigos de los grupos juveniles del Sagrado Corazón, Leticia y el Moncho, en una vereda de Villa Celina. De pronto escuchan la voz de un cantante de tangos, un hombre flaco y barbudo, de unos cincuenta años, despeinado y mal vestido, con los zapatos embarrados atados con cordones de zapatillas, una petaca en la mano y acompañado por un Gato Montés, que dicen que es un hombre gato. Carlos Moreno, Carlitos el ciruja, versión “peroncha” de Sherezade en el conurbano bonaerense, fue criado en un lugar medio inaccesible, La Sudoeste, construido por encargo de Evita, que mandó a levantar un montón de barrios secretos con formas de bustos de próceres peronistas para refugiados políticos. Carlitos les cuenta a los pibes cómo conoció al Gato Montés, un 17 de octubre allá lejos y hace tiempo. El único testigo del segundo relato del ciruja es Juan Diego, en la terraza de su casa de la calle Martín Ugarte. Carlitos quiere comprarse una brújula para orientarse. Ya no le sirve el método de ubicarse por las estrellas; las constelaciones se están desfigurando por cuestiones políticas. Los oligarcas le alquilaron satélites a la NASA para espiar los barrios secretos que mandó a construir Evita.
El ciruja y cuentero entrañable sumerge al lector en ese mundo fantástico, paralelo a la realidad. Riachuelito es un bagre común y corriente que creció más de lo normal por la contaminación. Gorja Mercante es un enano peronista que comparte el mismo apellido de quien fuera gobernador de la provincia, como el resto de los que habitan el barrio, un guiño claramente rulfiano. Las Delegadas Censistas son mujeres peronistas, siempre vestidas con uniformes y delantales, armadas y “muy bravas”. Ellas tendrían el cuerpo de Evita; lo habrían robado una noche del cementerio de La Recoleta “para que nadie lo ultraje de nuevo”. Los loros barbudos son unos pajarracos extraños que llegaron de la mano de los vascos en tiempos de la Colonia y hablan en euskera. Los oligarcas confeccionaron un gigante al que llaman Esperpento, un Frankenstein hecho con pedazos de cadáveres al que le incrustaron las manos de Perón, y del que huyen Gorja y los enanos por un túnel que se asemeja a la entrada del Infierno, mientras tararean la melodía de la marcha peronista.
El barrio Mercante está siendo atacado por la oligarquía; en el túnel donde se refugian los enanos se convoca a una asamblea para organizar la defensa. Habla el caudillo del barrio, Cardenal Mercante. “¡Paredón, paredón, a todos los gorilas que no quieren a Perón!”, cantan los fervorosos enanos. Carlitos el ciruja, Gorja, Aldo, el enano gigante y El Gato Montés deben cumplir con la peligrosa misión de salir a la superficie para espiar al Esperpento. Antes de que se libre una feroz batalla en el Mercado Central entre los peronistas de ley y los contreras, con ejércitos de diversos tiempos, el Cantor, suerte de alter ego de Hugo del Carril, ayudará a la comitiva a cruzar el Purgatorio. Aunque en otra época estuvo con un grupo de anarquistas, El Jardinero de los Campos Galvanoplásticos, el equivalente arltiano de Erdosain, les prestará su lancha La Elsa, a pesar de que no está con ningún partido y se dedica a sus invenciones. Avanzar con más detalles sobre la trama podría diluir las peripecias vertiginosas de El campito, novela que contiene un glosario de personajes y lugares al final del libro y un mapa que dibujó el escritor, que es como “La tierra Media Celinense”.
Late el corazón de Incardona, que ha hecho del peronismo un combustible literario inagotable. Ya no vende más anillos en los bares de Palermo Hollywood. Ahora el escritor da un taller de escritura en el Espacio Cultural Nuestros Hijos (ECuNHI), en el predio que antes ocupaba la ESMA, y coordina el área de Letras (ver aparte). Los ojos de Incardona flamean como banderas que se escapan del mástil de sus cejas cuando dice a Página/12 que “la historia argentina pasó por Villa Celina”. Dosificando la intriga que genera una afirmación que sabe que puede sonar disparatada, se guarda para el final la gran anécdota que fundamenta la centralidad que tiene el barrio donde vivió hasta los 28 años (ver aparte).
–Una marca temporal de la novela es mayo de 1989, cuando Carlitos el ciruja comienza a contar la historia y aclara que no tiene “nada que ver con el que ganó las elecciones”. ¿El personaje es un peronista histórico que está tomando distancia por anticipado del menemismo?
–Sí, es cierto. A veces las constelaciones de sentido son involuntarias, lo exceden a uno. Carlitos fue un tipo que existió; en realidad en el barrio le decíamos “Carlitos el borracho”, pero a mí no me servía que fuera borracho porque no podía sostener esa voz, en cuanto a la lógica que tiene como personaje y relator de la historia. Aunque toma de su petaca, prefería no estigmatizarlo con lo de borracho. Evidentemente lo puse en el ’89 para plantearlo como una especie de contratara de Menem. Empieza el menemismo y hay otro Carlitos que nos va a contar una historia de la vieja guardia peronista, en la que el imaginario del primer peronismo se mezcla con el imaginario del peronismo del ’70.
La mirada de Incardona pulsea con el pasado y recorre a golpes de parpadeos el túnel del tiempo de su adolescencia celinense. El escritor revela que 1989 fue un momento clave en su vida. Tal vez la confirmación llegó de la mano de la novela que está escribiendo, Las estrellas federales, cuyo primer capítulo arranca también en ese año. “Es sobre fenómenos paranormales e historias de mutantes en el conurbano. El segundo capítulo transcurre en el ’90; ya me recibí en el Industrial, y no encuentro trabajo en ningún lado. Todas las fábricas comienzan a cerrar y voy a buscar trabajo en un circo que llega a Villa Celina, el circo De las Mutaciones, donde aparecen nuevos personajes producto de la contaminación del Reconquista, el Riachuelo, el Matanza. Me gusta jugar con ese tiempo, esa frontera entre el ’89 y el ’90. Me doy cuenta de que ya van tres libros que se paran más o menos por esos años”, admite el escritor.
–¿Por qué le interesa tanto esa frontera temporal? ¿Es un momento bisagra para el país?
–Lo pensé más desde mi vida personal, no desde el punto de vista político. Pero esa fecha cierra: termina el alfonsinismo, empieza el menemismo. Las vidas particulares dan cuenta de una historia mayor. Villa Celina me sirve para contar la historia del país; al revés no podría, el país no me sirve para contar la historia de Villa Celina. Yo exploro materiales que tienen que ver con mi propia vida, los contamino con la imaginación y los ficcionalizo. Escribir es una experiencia muy fuerte, como un viaje. Vamos a ver cómo sale Las estrellas federales, que se mete más con la década del ’90. De todos modos continúa un poco lo fantástico. Pero no me gusta que lo fantástico nazca de un repollo, de la nada, sino que salga de elementos claros de la realidad.
–En El campito trabajo con algo que se podría denominar “realismo fantástico”. ¿Qué buscaba al combinar lo real y lo fantástico?
–Gabriela Esquivada dice que hago “peronismo mágico” (risas). Quizá lo fantástico esté puesto en las criaturas o en los paisajes, pero esas criaturas son condensaciones de sentido que nacen de algo que existe. Ese paisaje de ciencia ficción es de una contaminación que existe, de basurales que son reales, de una marginalidad que no está inventada, aunque sea llevada al extremo. Tal vez las criaturas como el Esperpento o El Gato Montés se componen de figuras que también pertenecen a la realidad o al imaginario. Esta novela es más evitista que peronista. La figura de Evita despierta una devoción religiosa mucho mayor que Perón. Recuerdo haber visto muchas casas de Villa Celina con fotos de Evita, pero no de Perón.
–¿Por qué la novela le salió más evitista?
–Será que estoy más evitista (risas). A Perón podés discutirlo, leerlo, pero Evita es emoción, es sentimiento. Y me parece que el sentimiento tiene que ver con distintas etapas del peronismo. Esta novela trabaja mucho con el sentimiento y quizá me venía mejor Evita para armar la mitología de El campito. Retomé la anécdota de que Evita le compró al príncipe de Holanda las armas que le dio a la CGT de José Gregorio Espejo, que es algo real; y a partir de esa idea se me ocurrió que el arsenal mayor se escondió en Celina, y que Evita, a espaldas de Perón, había mandado a construir los barrios Bustos que aparecen en la novela, otra cosa que surgió de algo real, de Ciudad Evita, que es un barrio Busto. Toda la mitología peronista del libro es claramente santoriana, por el trabajo pictórico de (Daniel) Santoro. Por otra parte, tomé algunos libros que me sirvieron para leer esa mitología, como el Adán Buenosayres, de Marechal; Los siete locos y Los lanzallamas, de Arlt; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y El Eternauta, de Oesterheld. Esos libros estuvieron sonándome mientras escribía la novela. Igual traté de no meter intertextos eruditos; estoy armando mi propia tradición desde mis intereses, pero articulando los personajes para que sean funcionales a la historia, incluso para un lector que no sabe quiénes son.
–¿Cómo se le ocurrió cruzar el peronismo del ’45 con la Juventud Peronista del ’70?
–Me acordé mucho de Rulfo; busqué hacer pasar la historia argentina por Villa Celina sin que me importaran los tiempos; como es literatura, podés inventar cualquier cosa. En Pedro Páramo de pronto se cruzan ejércitos de épocas distintas; en mi novela está la resistencia peronista de Valle, Cogorno, y de pronto aparecen los Montoneros huyendo de la Triple A. Es un gran quilombo (risas). Me gustaba jugar con la idea de que en ese campito hay un tiempo que se vuelve blando, que es mitológico y se mezcla.
–¿El género de aventuras le permite al mismo tiempo releer la cultura popular a partir de una historia fantástica que coquetea con el verosímil?
–La verosimilitud se logra por el género. La aventura es un género que me encanta. Faulkner decía que el escritor necesitaba de la experiencia, la observación y la imaginación, pero no se refería a la erudición. Lo que trato de hacer es incorporar mis formas de observar la realidad y las experiencias que tengo; después apelo mucho a la imaginación, algo que no me falta. Me dejo llevar y me divierto inventando. Además, la historia del peronismo se ajusta más al género fantástico que al realismo.
–¿Por qué?
–La historia del peronismo está llena de mitos y leyendas, de suposiciones, de conjeturas. Y hay mucha épica, que también está presente en mi novela. La épica se arma con la visión de un enemigo. En algún punto ese enemigo cambió, no tiene el mismo nombre, la misma forma, se complejizó, como también se transformó el peronismo. Alguien podría decir que esta novela explora cuestiones que son del pasado, pero siento que La Matanza es anacrónica, que Villa Celina es anacrónica. Tomar un bondi y meterte allá es también un viaje en el tiempo. Aunque muchas cosas cambiaron, en Celina los pibes siguen jugando a las bolitas y a las figuritas como hace 80 años. Todavía perduran cuestiones que tienen que ver con el folclore porteño más ligado al tango. Viví una infancia muy fuerte en Villa Celina, y para colmo fue en la calle, nunca estaba dentro de mi casa. En la calle escuché tempranamente el nombre de Perón y comencé a incorporar cosas que exceden al barrio, sentidos mayores que se mezclan como en un gran conventillo. Villa Celina es eso: un gran conventillo, un crisol de razas.
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