Dom 15.11.2009
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LITERATURA

“Es imposible cancelar el pasado”

El novelista, cuentista y cineasta abordó la historia de una empleada administrativa de un campo de concentración que huye hacia la Argentina con un pasaporte falso, y de cómo su hijo tiene que escapar de la represión ilegal.

› Por Silvina Friera

Detrás de las ventanas del café de Peña y Azcuénaga, un hombre con la mirada perdida en una lejanía indefinida, como si buscara una rajadura en el paisaje, un borde descarado o algo más allá del alcance de la visión, sonríe y saluda. Podría ser un individuo más de los que matan las horas críticas de la tarde tomando un café en una de las principales arterias de Barrio Norte. Pero no. El hombre en cuestión, Edgardo Cozarinsky, está en su segundo hogar, en su bunker blindado por la calidez y complicidad de los mozos que saben de sus gustos y de sus mañas. Está en su “oficina”, lugar de desayuno, citas y entrevistas. Pide champán, el mismo de siempre para esas ocasiones especiales, como la publicación de su nueva y extraordinaria novela, Lejos de dónde (Tusquets). Como acostumbra en su narrativa, el escritor explora la existencia de criaturas un tanto nómadas que se deslizan pasivamente por los márgenes, que cargan con la mochila de un destino incierto; náufragos que huyen de peligros reales, amenazas latentes o imaginarias, con identidades y pasaportes falsos, hacia alguna orilla lejana donde encontrar refugio y trabajo. Esos seres apaleados por la historia con mayúscula se proponen reconstruir sus vidas, llegar a un puerto seguro donde intentarán, infructuosamente, liberarse del vidrio empañado del pasado.

En enero de 1945, una mujer que trabajó como empleada administrativa en un campo de concentración –antes entregó a su hija a unos campesinos polacos para que la cuidaran– huye despavorida de las ruinas del mundo que conoció con un pasaporte judío robado a nombre de Taube Fishbein. Esta fugitiva, cuyo nombre real el lector nunca sabrá, atraviesa los escombros del territorio polaco y checo hasta una primera meta, Ostrava, de donde tal vez algún tren la arrime hasta Viena. En esa huida de-senfrenada recuerda lo que le había susurrado un cabo: “Antes de matarte, van a violarte docenas de comunistas y judíos”. En Viena, ciudad a la que llega con su pesado abrigo, donde tiene veinte kilos de dientes de oro con los que anhelaba comprar un pasaje al sitio más remoto, descubrirá que su madre no sólo se había acostado con un judío sino que había sido su sirvienta. Pero tiene que salvarse, sobrevivir. Quizás exagera, pero no se equivoca. “Son los indiferentes, lo meros espectadores, no sólo los amanuenses, quienes corren peligro de ser sacrificados primero, anónimamente, brutalmente; los vencedores podrán en escena, ante un público de periodistas, diplomáticos y cinematográfico, juicios que se querrán ejemplares para condenar a algunos protagonistas.” Las escalas de esa huida se completan con Trieste y Génova, donde en la iglesia de Santo Stefano un sacerdote, perteneciente a la red Pasillo Vaticano, le conseguirá un salvoconducto de la Cruz Roja para viajar a la Argentina, pero bajo el nombre de Therese Feldkirch.

Ya en Buenos Aires, la fugitiva se interna en los misterios de un idioma donde los géneros contradicen las imágenes con que había aprendido a nombrar el mundo (por ejemplo, la luna, der Mond, es masculino en alemán y femenina en español) mientras trabaja en la cocina de un restaurante alemán de la calle Maipú, en Retiro. Un día feriado de octubre verá en la Plaza de Mayo a una mujer rubia y esbelta, Evita, aunque no aparezca mencionada en la novela, que alza los brazos y habla ante una multitud. Cerca de la pensión donde en vive será violada y quedará embarazada de ese hombre al que ni siquiera le vio la cara. Más adelante, Federico, su hijo, se refugia en el cine Cecil, lee y empieza a hacer preguntas incómodas para la madre: sobre los campos de concentración y los judíos deportados y eliminados. Ella no contesta o posterga la respuesta. En la escuela se burlan de él por su supuesta condición de judío: “Vos te salvaste porque naciste aquí, pero si tu vieja no rajaba a tiempo de Alemania serías jabón”. Por una compañera de la facultad, Mariana, en los años ’70 Federico militará en política. El también, como su madre, deberá escapar, en sentido inverso, oculto bajo el nombre de otro pasaporte falso para poder sobrevivir.

“Tengo un interés por ciertas épocas de conflicto, de mutación histórica, de catástrofe, donde unas sociedades se destruyen y otras se construyen –admite Cozarinsky ante Página/12–. Lo que siempre me interesó son los destinos individuales agarrados, presos, tironeados, desgarrados, en esos momentos de gran cambio histórico–social. Tal vez la historia del cambio de identidad esté en todos mis libros; está en los cuentos de La novia de Odessa y en la novela El rufián moldavo también hay un personaje que cambia de nombre y de país. En este caso elegí algo muy radical, una mujer que trabajó como administrativa en un campo de concentración. No es una criminal, pero creyó puntualmente lo que le enseñaron que tenía que creer.” El zumbido de la máquina de café impone cierto suspenso a la explicación. Cozarinsky, paciente y atento a los ruidos que interfieren, se calla y espera. “Lo que intento demostrar es que hay una mujer que, como muchas otras, creyó lo que le decían. Ella escapa de un peligro que no la amenazaba directamente. Como le dice un cura en una parte de la novela, todo el mundo se recicló después de la guerra.” Como si adivinara los pensamientos, el escritor alza los hombres y repite la pregunta que intuye: “¿De dónde surgen estos temas? No sé, no me analizo, no tengo idea, pero sé que es un tema que me persigue”.

–Entre los fantasmas del pasado que acechan a esta mujer, en un momento recuerda cuando agitaban las banderas nazis y se pregunta cómo llegó ella hasta ahí, pregunta por cierto pertinente, aunque el personaje no la responda. ¿Cómo llega alguien a ser nazi o alentar esas ideas?

–Todos vivimos dentro de un clima social, cultural, donde flotan ideas, conceptos, lealtades. Hay gente que tiene un cierto espíritu crítico, que puede tomar distancia para examinar lo que vivió. Pero hay gente que no, que se deja llevar por la corriente. Intenté ponerme en el lugar de una conciencia que diría que es inconsciente; la conciencia de alguien que no tiene ni distancia crítica ni perspectiva, que acepta el aire que respira de su tiempo y obedece a él, lo sigue.

–Hay una cita de Novalis con la que se abre una de las cinco partes de Lejos de dónde: “La novela surge de los huecos y las grietas de la historia”. Tanto la madre como el hijo escapan: ella de las posibles consecuencias de la posguerra, él de la dictadura militar argentina. ¿Pensó la novela como un viaje de ida y vuelta por esos huecos de la historia?

–Totalmente, los dos escapan. Lo que quería era que hubiera una suerte de espejo, salvo porque las situaciones históricas son muy distintas. Ella está huyendo del derrumbe de su mundo y hasta cierto punto de un peligro imaginario. El hijo, en cambio, se ha metido de una manera frívola, si se me permite la palabra, dentro de una militancia en la que se deja llevar por la amistad con otra gente, por una suerte de ganas de pertenecer a algo e integrarse. Cuando se da cuenta de que es descartable, traiciona. Aunque uno pueda sentir cierta simpatía por él, es un personaje mucho más conflictivo que la madre porque no es un tonto. Muchas veces uno cree que sale muy distinto de los padres, pero cuando pasa el tiempo, se da cuenta de que se va pareciendo. Yo me invento mi propia vida, no voy a ser como mis padres, pero de pronto pasan treinta años y me doy cuenta de que hay cosas en que me parezco. Me interesaba la narración en espejo, pero que no fuera mecánica. Me conmueve mucho el momento en que están los uniformados de civil en el ómnibus, se la llevan a la chica y el tipo que está con ellos, amenazado, le dice: “Perdoname”. Siempre me involucro personalmente en lo que escribo, pero en esta novela, curiosamente, a pesar de que los personajes no se corresponden a mi psicología ni a mi a experiencia histórica personal, es donde emocionalmente me involucré más.

–La maternidad de esta mujer, en Buenos Aires, es producto de una violación. Así como ha abandonado a una hija en Europa, acá decide querer, a pesar de que piensa que Dios la ha castigado porque le mandó un morocho de pelo oscuro cuando ella había dejado a una bebita rubia y de ojos claros. Una ironía que, además, surge de un equívoco.

–Esas ironías se plantean a lo largo de todo el libro. El sentimiento de esa madre está mezclado con una noción racista. El hijo no es judío, pero se cree judío porque la sociedad lo ha marcado. Al ser hijo de esa mujer de apellido Fishbein, aunque sea falso, se convierte en una especie de judío errante de caricatura.

–En la novela trabaja mucho con el imaginario del judío errante. ¿Qué aspectos le interesó caricaturizar?

–El título de la novela responde a ese relato que cuenta uno de los personajes, un diamantista de Amberes, sobre la réplica del muchacho judío que decide emigrar a América a principios del siglo XX. Su madre llora, no tiene consuelo, y le pregunta al hijo por qué se va tan lejos. Y el hijo le responde: “¿Lejos? ¿Lejos de dónde?”. Curiosamente, después de escribir la novela me señalaron que era el título de un estudio que hizo Claudio Magris sobre Joseph Roth. Investigué la imagen del judío errante porque siempre me inquietó desde la parte bíblica. En museos en Francia, el judío errante aparece cruzando los caminos con una larga barba blanca y con un bastón. Es una imagen muy fuerte del desarraigo y del hombre de ningún lado. En el siglo XVIII, los judíos intentaron arraigarse, decidieron tener apellidos y ser reconocidos a través del código napoleónico en Francia. Que permaneciera en el imaginario esa imagen provisional del hombre no ya sin raíces, porque sin raíces somos todos –raíces tienen los árboles, los hombres tienen piernas–, es muy interesante.

–La mujer tiene la ilusión de cancelar el pasado, pero no puede. ¿Los muertos siempre vuelven?

–Cuando se intenta cancelar el pasado, siempre vuelve. El esfuerzo por cancelar algo siempre es ineficaz y hace que la cosa regrese, tal vez con más fuerza. Como se dice en la novela, los muertos siempre vuelven, y las víctimas son los muertos más tenaces.

–Hay un episodio en este sentido, cuando ella va a comprar comida al almacén judío y siente pánico. Es otra de las ironías que aparecen en la novela, ¿no?

–Sí, siente pánico, además se da cuenta después de que es un almacén judío porque al principio, cuando llega, ve que tienen las mismas cosas que en el restaurante alemán donde ella trabaja. Para mí la ironía no es una cosa cómica; es algo serio, un tejido que está en la experiencia cotidiana. Este tipo de ironía no es la ironía graciosa de hacer reír sino que es como poner un hilo y trenzar el tejido con un material distinto.

–¿Cree que este tipo de ironías también oxidan el lugar común?

–Sí, puede ser, lo pone en otra perspectiva, lo cuestiona. En la ironía siempre hay una base de verdad. Aceptar el lugar común es totalmente falso, es casi como entrar en el pensamiento único totalitario. En cambio poner al lugar común en cuestión es como sacudir el árbol para ver qué cae y qué permanece en las ramas.

–En la novela El lector, de Schlink, Hanna no era una empleada administrativa, pero era analfabeta. Acá su protagonista no es analfabeta, pero usted dice que tiene una “conciencia inconsciente”. ¿Qué tipo de responsabilidad le atribuye a esta mujer?

–Ella no tiene distancia crítica; prefiero no juzgar simplemente porque no sé dónde está la línea divisoria. Viví muchos años en Francia y debo decir que es muy difícil establecer estos casos. Hice una película sobre cómo vivió la población civil el momento de la ocupación. Salvo la gente que estuvo directamente en la deportación, en el envió de gente a los campos, o que denunció activamente por convicción, ¿dónde está la línea divisoria para el resto? Hay grados de pasividad en los que me parece injusto y frívolo tratar de encontrar una colaboración. No creo que la mujer de mi novela sea responsable de nada; creo que es ignorante, pero al mismo tiempo su experiencia ilumina una situación general.

–En esta novela la identidad está siempre puesta en duda. El hijo no sabe quién es su madre, pero tampoco sabe que tiene una hermana. ¿Cree que la identidad con mayúscula es ine-ficiente para dar cuenta de lo que es una persona?

–No sé si es eso... Puede ser. Cuando escribo ficción, avanzo en la oscuridad. Tengo una idea de una escena, una revelación, trabajo mucho, escribo mucho y corto, corto, corto... Siempre tengo unas novelas de como doscientas y pico de páginas que terminan en ciento cincuenta o un poco más. No me planteo de entrada poner en duda la identidad, pero puede ser que responda a un sentimiento mío. Me pregunto muchas veces qué es la identidad. Mi padre murió cuando yo tenía 20 años y tengo una gran cantidad de datos sobre él, pero hay una cantidad enorme de cosas que me hubiera gustado preguntarle y no le pregunté, porque cuando tenía 20 años estaba en una especie de adolescencia retardada y en una actitud de confrontación. Tengo datos sueltos sobre la vida de mi padre, pero los hilos conectivos me quedaron sin nada. No es que sabiendo detalles, informaciones, uno sabe cómo es la gente. ¿Qué es la identidad? Por ahí es una cédula o un DNI...

–Que puede ser falso, como en los documentos de identidad de Lejos de dónde...

–Un título provisorio de la novela fue Falsos pasaportes, pero un lector francés en el que confío mucho me dijo: “¿Por qué no guardás ese título para tus obras completas (risas)?”. De chico debo haber descubierto que la apariencia cubre y encubre. Cuando uno se pone a escribir, trata de ir más allá. Siempre intento romper esa capa de hielo de la apariencia para buscar qué hay debajo. Como diría Oscar Wilde, un gran inventor de frases: “Ojalá se sacaran las caras así les veo las máscaras”.

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