Jue 24.12.2009
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LITERATURA › UN BALANCE DE LA PRODUCCIóN LITERARIA 2009

Herederos de todas las tradiciones

Ni el lector contemporáneo más trajinado en maratones puede haber seguido la agenda de ediciones nacionales. La excesiva cantidad, esta vez, dejó filtrar una buena dosis de calidad literaria, sin esquemas dominantes. Un dato alentador: hubo muy buenas primeras novelas.

› Por Silvina Friera

Felizmente, no nos debemos a una sola tradición. Podemos aspirar a todas. La frase, que pertenece a Borges, podría ser atribuida a cualquier escritora o escritor argentino que publica del 2001 a esta parte. Hiperactiva y multifacética, la literatura argentina hace tiempo que resiste las generalizaciones –aunque se intuye que no faltará quien incurra en este pecado venial–, como si buscara subrayar una inquietante heterogeneidad que la caracterizaría. El bicho curioso, que salta de libro en libro con la destreza de un atleta entrenadísimo, confiesa que a veces lo agobia la sensación de estrellarse contra un muro amasado, en mitades casi iguales, por lo real y lo imaginario. Es el muro de la imposibilidad de seguirle el rastro a una frondosa literatura cuya excesiva producción –¿importa la cifra exacta, si son 19.500 o 21.000 los libros publicados durante el año?– atenta contra la más férrea de las voluntades. Ni el lector contemporáneo más trajinado (y transpirado) en maratones puede correr tras la “novedad”. Es una aspiración válida, simpática, pero una empresa inútil que nunca llega a la meta. Un ojo –supongamos que el izquierdo– le permitirá quizás aprehender su época en las entrelíneas de los textos; el otro, en cambio, desconfiado de su tiempo, se apartará del presente para intentar alcanzar una saludable distancia. Entonces el izquierdo enfocará el objeto en cuestión, hará un recorte y dirá que la literatura argentina vive un momento brillante, excepcional; todas las estéticas y propuestas conviven más o menos civilizadamente, más allá de algún que otro altercado menor. El derecho, no obstante, más anacrónico y aguafiestas, escribirá, como acostumbra, una nota al pie de ese enfoque tan optimista, y recordará la inestabilidad de los valores estéticos, la mutabilidad de las concepciones acerca de lo literario y sus relaciones con lo extraliterario.

La evidencia del misterio

A pesar del sistemático rechazo de las editoriales, los cuentos logran “imponerse” bajo el paraguas de las antologías temáticas o generacionales. El futuro no es nuestro (Eterna Cadencia), con selección y prólogo de Diego Trelles Paz, despliega los cuentos de veinte escritores latinoamericanos nacidos entre 1970 y 1980, y encuadra con precisión la foto panorámica de la producción literaria contemporánea en la región, al incluir a Daniel Alarcón y Santiago Roncagliolo (Perú), a Oliverio Coelho y Samanta Schweblin (Argentina), a Ena Lucía Portela (Cuba), a Giovanna Rivero (Bolivia), a Santiago Nazarian (Brasil) y a Juan Gabriel Vásquez y Antonio Ungar (Colombia), entre otros. Ana María Shua eligió sus mejores cuentos en Que tengas una vida interesante (Emecé). “En un cuento algo queda expuesto, revelado (pero nunca develado), algo que no es posible expresar de otro modo, porque si lo fuera escribiríamos un ensayo y no una ficción. Es el absurdo del universo, la inconsistencia de la vida, el dolor de la muerte que nos define como humanos. O cualquier otro misterio que el cuento jamás nos va a aclarar, porque la revelación que contiene es la puesta en evidencia del misterio, y no su resolución”, escribe en el prólogo. El mejor de esos relatos, “Los días de pesca”, es la estilización de un recuerdo de infancia en el que resuena un estribillo memorable: “Y sin embargo mi papá se murió”. No es común que un escritor ingrese al “Olimpo” de la publicación con un libro de cuentos. Porno (Eterna Cadencia), del escritor y psicoanalista Marcos Bertorello, sería la excepción a la regla del mercado editorial, que recomienda lanzar primero una novela. Son ocho cuentos que revelan una notable pericia en el manejo del punto de vista.

Leer los quince relatos de Pájaros en la boca (Emecé), de Samanta Schweblin, es deslizarse por una escalera mecánica que no se sabe hacia dónde llevará. El lector acepta sin escandalizarse que una adolescente decida alimentarse únicamente con pájaros vivos, que trague algo caliente y en movimiento, algo lleno de plumas y patas; que un hombrecito tan petiso como desorientado, que intenta seguir atendiendo su bar, no esté seguro de si su mujer está muerta en la cocina; que un pintor sensible y cotizado conjure los problemas de conducta de la infancia pintando cabezas rotas contra el asfalto; que Papá Noel entre en una casa y se vaya a dormir con la mujer de la familia; o que cientos de mariposas de todos los tamaños y colores se abalancen sobre los padres que esperan en la puerta de una escuela a sus hijos.

Uno de los mejores libros de cuentos del año es El otro lado (Edhasa), de Jorge Consiglio. Si el verdadero infierno son los otros, las palabras de los otros, como dice uno de los personajes, si lo único que puede aliviar es la confesión, la tranquilidad, ese último peldaño que conduciría a la redención, es inviable cuando todos los oídos están completamente sordos. El compasivo ojo del escritor explora las grietas, escarba en esos detalles tan ínfimos que quedan fuera del marco de las fotografías de una vida. Los cuentos de Consiglio cortan el aliento; de pronto esos seres arrojados a un mundo ciego y sordo parecen reflejar el probable lado B de la existencia, ese humus donde la violencia puede germinar con una naturalidad apabullante. Caravana (La Bestia Equilátera), de María Martoccia, relatos que condensan las peripecias vitales de la escritora por Inglaterra, Yemen, Malasia, Tailandia y Marruecos, comparte también la pole position, a pesar de ser una reedición, junto con los flamantes cuentos de Mármara (Alfaguara), de Inés Fernández Moreno. Mariana Enriquez, en tanto, incursionó en el género con Los peligros de fumar en la cama, que incluye relatos de terror. La sorpresa del año fue Papeles inesperados (Alfaguara), un tesoro inédito de Julio Cortázar de 486 páginas, que contiene cuentos, prosas, poemas, artículos y crónicas de viaje, entre otras piezas inclasificables.

Bajo un manto de novelas

Destrucción del edificio de la lógica (Emecé), de Noé Jitrik, es una exquisita narración protagonizada por Escalante, un excéntrico profesor de filosofía desempleado que frecuenta el café El Rápido Argentino. El motor de la historia comienza a funcionar por la evocación de una frase, “La organización vence al tiempo”, dicha por alguien de cuyo prestigio no se puede dudar. En el fluir azaroso de sus pensamientos, el profesor tiene una revelación: “Me pasé la vida detestándolo, en la vereda de enfrente, ajeno al ruido que producían sus fanáticos, y resulta que ahora vengo a pensar que tal vez tenía razón”. Carlos Ríos entrega en la increíble Manigua (Entropía) una historia de una belleza hipnótica sobre un mundo que se desintegra. Otra singular novela, El colectivo (Edhasa), de la cordobesa Eugenia Almeida, transcurre en un chato y minúsculo pueblo de provincia. La alteración de una rutina, el colectivo que pasa sin detenerse en la parada prevista, precipita la circulación de añejos rencores nada menos que en plena dictadura militar. Una pareja joven, extraña a ese cuerpo social que se desquicia, de paso por el hotel del pueblo, quedará en el medio de una “emboscada”, aislados, como los lugareños, pero sin escapatoria.

El prolífico José Pablo Feinmann publicó su décima novela, Timote (Planeta) –sobre el secuestro y la muerte del general Aramburu, ejecutado por Montoneros en junio de 1970–, destinada a ser una de los grandes ficciones sobre el peronismo. Lo que se cuenta, lisa y llanamente, es una tragedia; tanto Abal Medina como Aramburu, en la estancia La Celma, tienen buenas razones para defender sus actos y sus vidas. A través de un diálogo probable, que parece concebido bajo el método de la mayéutica, los contendientes se miden. Y se sacan chispas. “Se equivocan conmigo –dice Aramburu–. No soy un agente del imperialismo. Onganía, sí. Yo soy un demócrata.” De la factoría de J. P. F, también resulta notable la saga de los Carter, especialmente Carter en Vietnam (Planeta). En Requena (Entropía), primera novela de Alejandro García Schnetzer, un puñado de jóvenes con aspiraciones poéticas adoptan como maestro a un filósofo y poeta sorprendente, el excéntrico Requena, que supo vivir en un caserón de Palermo y tuvo la biblioteca más grande del barrio.

Bajo este sol tremendo (Anagrama), de Carlos Busqued, quizá sea la ficción más “tóxica” de los últimos años. Los personajes están todo el tiempo fumando marihuana. Sobre todo Cetarti, el protagonista que está sin trabajo –lo echaron por “falta de iniciativa, conducta desmotivante”– y le queda poco de la indemnización que cobró. Dami, el protagonista de Autobiografía médica (Mondadori), de Damián Tabarovsky, es un sociólogo experto en marketing que goza de una excelente salud hasta que saca el registro de conducir y en el examen con el oftalmólogo se desayuna de la primera enfermedad que le diagnostican, dicromatismo, un tipo liviano de daltonismo. De pronto, todo se presta para la hipérbole y para el absurdo. En un año caracterizado por la publicación de muy buenas primeras novelas, hay que destacar La virgen Cabeza (Eterna Cadencia), de Gabriela Cabezón Cámara, con esa inolvidable hermana travesti Cleo, que dice comunicarse con la Virgen y predica rodeada de una singular corte de chongos, putas, nenes y otras travestis de la villa El Poso. Y No es amor (Suma de Letras), de Patricia Kolesnicov, notable historia de una pasión amorosa protagonizada por dos mujeres.

En El viajero del siglo, Premio Alfaguara de Novela, Andrés Neuman se desplaza hacia la Alemania posnapoleónica del siglo XIX y aproxima el zoom sobre el ideario del Romanticismo alemán, donde encontró el germen de los debates políticos, sociales, literarios y filosóficos que se proyectan sobre la médula espinal de la actualidad. Hans, el enigmático viajero sin rumbo definido que llega a Wandernburgo, integrará la galería de esos personajes que resultan inolvidables para el lector. En Todos los hombres son mentirosos (RBA), Alberto Manguel dinamita la convicción de que la verdad absoluta sea posible, a través de cinco personajes-narradores que orbitan en torno de la enigmática figura de Alejandro Bevilacqua, un escritor argentino exiliado en la España posfranquista. La pregunta implícita es cómo contar una vida, cómo explicar la muerte de Bevilacqua, cuántos relatos se tejen sobre el mismo personaje y la misma historia.

Tres novelas comparten el podio de lo mejor del año. Lejos de dónde (Tusquets), de Edgardo Cozarinsky, en la que bucea en la existencia de un puñado de criaturas que cargan con la mochila de un destino incierto; náufragos que huyen de peligros reales, amenazas latentes o imaginarias, con identidades y pasaportes falsos, hacia alguna orilla lejana donde encontrar refugio y trabajo. Esos seres apaleados por la historia con mayúscula se proponen reconstruir sus vidas, llegar a un puerto seguro donde intentarán, infructuosamente, liberarse del pasado. En Glaxo (Eterna Cadencia), segunda novela de Hernán Ronsino, el escritor se desplaza hacia la periferia de Chivilcoy para enfocar mejor las luces y sombras de un mundo que se desmorona sin remedio, y del que no quedarán ni siquiera los escombros de las vías del ferrocarril, levantadas en octubre de 1973. Marcelo Cohen siempre sorprende al lector. Lo hace, nuevamente, con La casa de Ottro (Alfaguara), que transcurre en la isla Ushoda, un lugar donde los políticos son una especie menguante y los pocos que alguna vez han tenido un poder mínimamente aceptable estuvieron al borde de caer aplastados por los consorcios económicos. Una narradora extremadamente nerviosa, Fronda Pátegher, asesora de campaña y de gobierno de Collados Ottro, debe lidiar con un incómodo legado: la casa de este señor que fue su suegro.

Una mención especial merece la reedición de Las primas (Mondadori), obra maestra de la escritora platense Aurora Venturini con la que obtuvo, en 2007, el Premio Nueva Novela organizado por Página/12. Además, se debe subrayar un puñado de novelas como Aquarium (Alfaguara), de Marcelo Figueras; La pregunta de sus ojos (Alfaguara), de Eduardo Sacheri; Cine (Eterna Cadencia), de Juan Martini; Redacciones perdidas (Emecé), de Claudio Zeiger; y Vete de mí (Norma), de Alejandra Laurencich.

En la pausa (Mansalva), de Diego Meret, y Los muertos no mienten (Edhasa), de Luis Gusmán, comparten cierta naturaleza híbrida que esquiva fácilmente las etiquetas, aunque ambos merodean por la autobiografía. “El planchador existencial”, como lo llamaban a Meret sus compañeros de la fábrica textil donde trabajó, indaga en apenas 75 páginas, el camino que lo lleva a convertirse en lector y en escritor desde un terreno poco fértil y propicio. La casa natal, lejos de contar con una abigarrada biblioteca propia de las clases medias ilustradas, era literalmente la casa de un monolibro: el Martín Fierro. Aunque no le gustó el extenso poema de Hernández, descubrió dos cuestiones fundacionales: el deseo de leer y el papel que tendría la imaginación. Gusmán, en cambio, se inclina por una mitología espiritista que supo enclavar sus golpes de estilo en la voz del escritor y psicoanalista (que también ha reeditado El frasquito y La rueda de Virgilio); una voz que confía en el lenguaje, que se entrega sin vacilar, que urde un bellísimo artefacto, una “autobiografía familiar”, cuyo eje principal es la madre y su religión espiritista, una ficción sobre cómo se construye un escritor, ejecutada magistralmente con todas las teclas del suspenso, como si fuera una novela policial.

Las formas de la belleza

El libro del año en poesía es Tener lo que se tiene (Adriana Hidalgo), de Diana Bellessi, “poesía reunida” que incluye casi todo lo escrito desde 1974 hasta su último libro, el que da nombre al conjunto. Qué deleite hundirse en las 1202 páginas del “libro gordo de la Bellessi”; sus versos invitan, como lo hace la poeta a cada paso, a “afinar el oído” y a acompañarla en “Camino al almacén”: “Ladra el perro y los senderitos/ se llenan de gringos jóvenes/ que preguntan por San Antonio, el río grande, ahora que todo/ es barato para ellos, nosotros/ esfumándonos en la sombra/ del miedo y el otoño, tan bello/ que sólo llorar queremos/ como las hojitas de fresno/ una tras otra cayendo igual/ a las lágrimas, a los sueños/ hechos pedazos y enterrados/ hondo bajo las capas de ese/ arenero”. Nadie como ella logra hallar en el poema, como advierte Jorge Monteleone en el prólogo, las formas de la belleza y la gracia del mundo natural.

Epílogo con lectores

Ya lo escribió Borges, “el decurso del tiempo cambia los libros”; los contextos de lectura cambian y, con ellos, los lectores. Hasta que la “nueva literatura” no envejezca, curiosa ironía, no se sabrá qué libros sobrevivirán y pasarán a integrar el selecto grupo de los clásicos argentinos del mañana.

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