Lun 19.04.2010
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LITERATURA › GUSTAVO NIELSEN Y SU NUEVA NOVELA, EL CORAZóN DE DOLI

“Diferenciarse es una de las prioridades del ser humano”

El escritor coquetea con un futuro próximo, indagando sobre el tema de la identidad. Así como en su libro abundan las manipulaciones genéticas y los seres clonados, Nielsen se reconoce en el fenómeno de la fragmentación. “Hacer una novela es como cortarse en pedazos”, dice.

› Por Silvina Friera

Víctor era una copia exacta de Sergio. Y viceversa. Hasta el padre, el “extravagante” narrador y médico biogenetista de la nueva novela de Gustavo Nielsen, El corazón de Doli (El Ateneo), confiesa que ni desnudos hubiera sabido diferenciar a sus hijos. En La Magdalena, escenario-zoológico de la especie humana inventado por el escritor, a 500 kilómetros de la capital, abundan las manipulaciones genéticas, los seres clonados, la absurda Mc Pollen Fritten, comandada por el tío de los chicos, una copia berreta de la hamburguesería de “la cajita feliz”; la caricaturizada cadena nac & pop de Octavio Coto y hasta un concurso literario trucho con un ganador que dice “mejorar” un poema de Borges. Ese lugar en el mundo está atravesado por una certeza pavorosa: el pasaje de la sexualidad sin procreación a la procreación sin sexualidad. Y no es un jueguito de palabras. Desde distintos tiempos astillados –se salta del pasado al presente o se rebobina la película narrativa–, se coquetea con un futuro muy próximo. Víctor es un clon R, cuya misión en la vida es apoyar en todo a su hermano Sergio, el original, y ser un repuesto vivo de órganos. Esa copia, suerte de Frankenstein de la pampa sufriente, tocará fondo y no aceptará su condición de esclavo. “Ser padre es como ser un narrador en primera persona que lo sabe todo –dice el médico–. Algo absurdo, que está mal, condenado a seguir existiendo con su errata a cuestas como un caracol en su coraza.”

El escritor y arquitecto camina por el largo pasillo que conduce a su estudio, un amplio departamento en planta baja en el barrio de Chacarita, el último al fondo, y cuenta que le pareció interesante jugar con lo que podría pasar con la clonación. “Ian Wilmut, el clonador de la famosa oveja, advertía hace diez años que no sabía qué podría pasar con esos seres que sufrirían las consecuencias de ser el doble de otro. Esa oveja, que era de lo más agreste y agresiva, comía de las manos de los periodistas y se dejaba sacar fotos. La oveja clonada parecía una estrella de rock. Si en una oveja se producía ese cambio de ‘personalidad’, qué podía pasar con un ser humano. En la novela, los clones son los más importantes; como normalmente sucede, los seres más berretas somos los que más resistimos a todo. Me declaro berreta”, bromea Nielsen ante Página/12 ahora en la pequeña cocina de su estudio. “Me interesaba pensar por qué uno tiene que ser el esclavo y el otro el que da las órdenes. El caso es muy sencillo –explica–: uno nació después y es el repuesto. Si tuviera que crear una sociedad, lo primero que inventaría sería una religión, cosa de tener gente convencida de que no tiene que atacar al otro, que no tiene que hacer mal. En la novela, los personajes creen que tienen que obedecer, que tienen que ser sumisos. Aunque al final, se rebelan todos. Los que más sufren son los que más resisten.”

–En sociedades donde el éxito es el paradigma, ¿finalmente los supuestos “perdedores” son los que terminan ganando?

–Podría ser... lo que busqué fue exacerbar el tema de la diferencia; es una novela sobre las diferencias de cosas que aparentemente son iguales. Cuando Víctor está escondido en la comisaría, esperando que la madre se vaya, observa que los uniformes tienen que ser todos iguales, pero cada tipo lo lleva distinto. Lo mismo sucede con el uniforme escolar y religioso. La idea de uniformar a alguien debería tener puntos de flexibilidad porque la idea de diferenciarse es una de las prioridades del ser humano. Me podrías decir que en la novela igualo a todos los personajes. Bueno, sí, pero todos los personajes explotan y se diferencian. El mismo Víctor es un campeón de la diferencia; quiere ser otra cosa. Quiere ser un príncipe, aunque a través de caminos tontos. Mis personajes nunca son muy inteligentes, se parecen a mí (risas).

Las carcajadas de Nielsen son muy contagiosas; llegan hasta el primer piso, donde varios arquitectos sonríen, aunque no sepan por qué, ante la pantalla de sus computadoras. “El otro día me di cuenta de que tengo una forma para escribir los cuentos y otra para las novelas. En los cuentos soy super ortodoxo; un cuentista muy clásico que no se sale del esquema. Creo que ahora estoy cuestionando formalmente lo que es una novela en El corazón de Doli, o intentando cuestionarlo –compara–. Es una novela incorrectamente armada desde el punto de vista de la visión del personaje. Porque es en primera persona, pero narrada como si fuese un narrador omnisciente.” El autor de El amor enfermo y Auschwitz se define como “una máquina de leer”, que no viene de la literatura, ni de la facultad de Letras, ni del mundo académico. “No soy un lector al que le hayan dicho qué leer. Nadie me enseñó nada. Todo lo aprendí a los arañazos.”

–¿El efecto paródico de la novela está subrayado porque se coquetea con el futuro?

–Sí, es cierto, se coquetea con el futuro; hay un futuro cercano. Como novelista busco exagerar ciertos rasgos para poner a los personajes en caja, sobre todo en esta novela, que tiene muchos personajes. La sociedad de la novela no es ésta en la que estamos viviendo, porque no hay todavía clonación de repuesto, pero tampoco es un futuro muy lejano. El futuro te puede llevar al dibujito animado. En mis novelas normalmente hay mucho dibujo animado, mucho cómic, mucho cine clase B, que les da un plus que me divierte.

–¿La parodia estaría también utilizada para poner el énfasis en la decadencia?

–La decadencia no me interesa; el arte kitsch no es algo que me guste, pero no quiere decir que no lo haga o que no haya algo kitsch en esta novela. Trato de que mis novelas no sean decadentes, que tengan finales felices. Inclusive en Auschwitz, que es terrible, y es imposible que tenga un final feliz. El mensaje choto está porque el tipo va en el tren a la mañana y la gente que lo mira le está leyendo los subtítulos, lo que el tipo hizo. Pero al mismo tiempo, la gente que está alrededor le está diciendo: “Pará, todos tenemos una mancha de sangre en la bañadera”. Víctor tiene una mancha de sangre en la bañadera, la sangre del hermano. Nosotros sabemos que lo mató, que lo despedazó; para ocupar el lugar, tuvo que destruir el original. Eso se puede leer como algo decadente o como un triunfo. En la novela lo traté de llenar de amor para que fuera un triunfo. Hacer una novela es como cortarse en pedazos. Es horrible decirlo: yo soy Víctor acá, pero también soy Sergio, y también soy el bebito último que la madre está quemando con el cigarrillo. En cada libro soy un poco yo. Mis novelas son una destrucción y reconstrucción de mí mismo.

–¿Qué pasa con la identidad en un mundo donde abundan las copias de originales?

–¿Viste lo que pasa ahora con la identidad, sobre todo en lo literario? Alguien puede plagiar otra novela y la gente de la Academia que sabe, que pone las reglas, dice: “¡Lo está haciendo muy bien!”. Para mí eso es un plagio. El corazón de Doli la inventé yo, y los libros que leí y de los que saqué un pedacito para distintos momentos de mi novela están mencionados al final. La identidad está un poco perdida en lo que es la cultura. No hay nada nuevo; se están reciclando cosas viejas. Es como si la maquinaria que mueve la cultura se hubiera quedado quieta, se hubiera roto. Esto pasó de diez años para acá. Y hay un montón de argumentos filosóficos extremistas para justificar el acto de robar, de que la identidad no importa. La identidad me sigue importando, pero ya no soy “un escritor joven”. La novela habla mucho de esto también, cuando se hace un concurso literario y lo gana uno con un poema que es una copia de un poema de Borges. Y encima dice que lo mejora, que hace un ejercicio de “intertextualidad”. Pero es copia, la tijerita moderna. En la novela el tema de la identidad está como una pregunta porque no tengo la respuesta. Cuando era chico, eso era un plagio, eso era robar un concurso.

–¿Está pensando en lo que pasó con Bolivia Construcciones, de Sergio Di Nucci?

–Sí, pero también en el premio Planeta (que en 1997 fue otorgado a Ricardo Piglia por Plata quemada). Eso fue una estafa, un arreglo. Pero en el juicio se fundamentó planteando que es el modo en que se hacen las “promociones editoriales”. La verdad que no entiendo; estoy perdido en el campo de las identidades. Eso se nota en mi novela; se nota que estoy perdido en las preguntas. Pero me gusta estar perdido porque puede ser que encuentre las respuestas.

–En su novela hay intertexualidad con Un mundo feliz, entre otros libros...

–Hay modos correctos de la intertextualidad, como en esta novela. Lo que hay de Un mundo feliz es la espacialidad del lugar donde están los pollos; esa espacialidad está en mi novela como un homenaje a Huxley, pero nunca copié párrafos enteros de su libro. Una vez le oí decir a Abelardo Castillo que un acto de intertexualidad sobre el cuento de Monterroso –”cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”– hubiera sido cambiar dinosaurio por unicornio; entonces lo convertía además en un cuento fantástico. La intertexualidad es cambiar algo, producir un efecto.

–Después del juicio, ¿intentaron juntarse usted y Piglia para charlar?

–No, nunca. Yo soy lector de Piglia, pero no lo conozco. Jamás estuve contra él, pero preferiría hablar de otra cosa... (piensa). Ahora está todo bien; hice el juicio para entender. Ya lo entendí: no participo más de ningún concurso literario. Yo soy un tipo que vengo de Morón, ni mi papá ni mi mamá escriben, no tenía nadie conocido y se me ocurrió escribir y mandar a concursos. Y así gané algunos y empecé a funcionar. Lo mismo me pasó con la arquitectura. Si no fuera porque participo de concursos, no tendría trabajo como arquitecto. Soy arquitecto porque la Universidad de Buenos Aires es gratuita y pude hacerla, y porque existe la promoción continua de concursos. Hay que hacer un edificio para el Estado y se abre un concurso, donde me presento yo y un alumno mío, recién recibido. Y todos somos iguales ante ese concurso. Puedo tener trabajo de arquitecto gracias a esos concursos, y el que fue alumno mío también. En cambio, en la literatura ahora no es así. Y eso es horrible. Cuando gané algunos concursos, como el premio Municipal, en ese momento cualquiera podía ganar un premio literario importante. Ahora no sé si cualquiera puede ganar. Sospecho que no; tuve que hacer un juicio para darme cuenta. Sé que soy bastante ingenuo; necesito hacer cosas gigantes para darme cuenta de una cosa chiquita.

–¿Qué consecuencias tuvo el hecho de patear el tablero entre periodistas, críticos, agentes, editores y escritores en torno de cómo funcionaban o funcionan los concursos literarios?

–Lo viví mal y todavía lo sufro. Lo que hice me costó dejar de ser de Alfaguara. Fui durante muchos años “un autor de la casa”, pero después del juicio dejé de publicar en esa editorial. Hubo una hermandad entre grandes empresas editoriales y me castigaron... Por suerte la literatura no es un negocio que pueda ser manejado por tres personas, pero me da pena que esté todo tan articulado. Nunca fui enemigo de Piglia ni quiero serlo; necesito que eso quede bien claro. Yo quería hacer el juicio contra la editorial, contra el concurso. El que involucró a Piglia fue (Guillermo) Schavelzon; insistió en ponerlo en el juicio creyendo que yo me iba a echar atrás... Escribí esta novela para hacer catarsis. Pero no quiero hablar más del tema. Ya sé qué pasa, ya está. Participo en los concursos de arquitectura, que funcionan de otra manera. A veces puede ganar un arquitecto que no me gusta, pero se evalúan los proyectos que se presentan. Casi siempre me toca perder; yo gano un concurso de cada diez, pero con un concurso vivo todo el año porque son trabajos grandes. Hay más premios, más posibilidades y se lo ve con mucho respeto. Se lo ve como se veían los premios literarios cuando yo era chico. Lo que se perdió en la literatura es el respeto. El mercado pisó el respeto de los premios.

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