LITERATURA › EDUARDO BERTI Y EL PAíS IMAGINADO, NOVELA GANADORA DEL PREMIO EMECé
El escritor argentino radicado en Madrid situó su historia en China, en la década del ’30 del siglo pasado. Y le dio voz protagónica a una adolescente de 14 años, en un contexto social marcado por rígidas tradiciones patriarcales.
› Por Silvina Friera
El apego a las tradiciones, a ciertos ritos y creencias, no es monopolio de China. Eduardo Berti escribía El país imaginado, novela ganadora del Premio Emecé, cuando la voz de una joven china de 14 años parecía que le dictaba una historia en la que el futuro de ella y su hermano, apenas tres años mayor, estaba concertado de antemano por la familia. El matrimonio arreglado, bodas con vivos o con difuntos, era el único destino posible para esos adolescentes de la década del ’30 del siglo pasado, que no podían elegir ni opinar sobre los candidatos.
El asombro ante el experimento narrativo –otra época, otro país, otra edad, otro sexo– fue menguando a la sombra de un recuerdo. Una emoción confinada en las páginas amarillentas de la experiencia pasada regresó. El también desafío de los códigos de lo esperado. “Cuando decidí que quería escribir, tanto ficción como periodismo, y se lo anuncié a mis viejos, hubo una gran resistencia y pelea –cuenta el escritor–. El discurso de ellos era más o menos así: ‘Si a vos te da la cabeza para un título universitario, ¿por qué te vas a dedicar a otra cosa?’. Yo agradecí que tuvieran tanta confianza en mi cabeza, pero estábamos hablando de lo que yo quería hacer. No fue tan dramático; pero en su momento lo viví como si se me acabara el mundo.” El hijo, convencido de que debía ganar esa pulseada, le retrucó a su padre: “Si en cinco años no estoy haciendo periodismo, si no estoy escribiendo y ganándome la vida, dame una patada”. Cuando se cumplió el plazo, estaba trabajando desde hacía tres años en Página/12. La ficción llegaría después. “Sabía que tenía mucho por aprender y vivir, algo que aún siento”, dice Berti.
La adolescente narradora de la última novela de Berti, que a raíz de un malentendido se llamará Ling, tiene una familia muy supersticiosa. La muerte de la abuela –con quien la protagonista dialogará en sueños– recrudece las férreas costumbres, especialmente en el padre, que desea casar al hermano de la narradora con la mayor de las hijas de Gu Xiaogang, un funcionario con reputación de poeta con mayor prestigio social. Aunque esa boda no se concretará, casar al hermano de Ling se convertirá en la obsesión familiar. Ella, que no tendrá escapatoria a la sujeción filial, cree que la chica de los sueños para su hermano es Xiaomei, la hija del ciego que vende toda clase de pájaros en el mercado, “la criatura más deliciosa que yo hubiese visto en mi vida”, pondera la hermosura de esa muchacha que se parece a la actriz Ruan Lingyu. Sin importarle la diferencia de clase, aunque consciente de ese abismo, la protagonista cultivará un vínculo con Xiaomei, apuntalado por la fascinación que ejerce ese modelo de belleza a imitar y un sentimiento que se desliza por el umbral del amor. Xiaomei será quien rebautizará a la narradora como Ling por error. Y recibirá un legado de su amiga. Continuando y alterando la cadena que empezó con la abuela de su abuela, Ling le enseñará a Xiaomei el nu-shu, el idioma secreto de las mujeres, unos signos que bordaban en sus pañuelos para poder comunicarse y que conformaban un sutil sistema de escritura. En esta extraordinaria novela de Berti, el nu-shu es también el idioma de la amistad.
El escritor admite que El país imaginado es “muy diferente” a novelas como Todos los Funes y La sombra del púgil. “Esta es la primera vez que escribo en primera persona, las demás eran en tercera o en una primera colectiva, plural, rara. Pero aun siendo distinta, la siento más próxima tal vez a La mujer de Wakefield. Cuando encontré la voz de ella, me pasó como pocas veces que sentí que el personaje se me instalaba y me dictaba. No quiero que suene místico, pero simplemente tenía que saber escuchar. No es que había un ‘dictado divino’; pero esa voz tan fuerte se iba apoderando de lo que escribía.”
–Tiene algo de hechizante esa voz, un embrujo muy especial.
–Sí, hay algo de embrujo, de hechizo; de hecho es una voz que voy a extrañar. Me pasa también leyendo libros de otros que descubro que hay voces que al autor le cuesta abandonar. Al principio, cuando terminé la novela y me puse a escribir otras cosas, extrañaba mucho esa voz.
–¿Cómo fue el trabajo con la estructura de la novela, que en una parte combina la voz de Ling que no se llama Ling más la del fantasma de la abuela?
–Me gustó narrarlo del otro lado y romper. Al principio había escrito dos sueños contados por ella, pero no reconocía esa voz. Así como esa voz que había encontrado, Ling, que no se llama Ling, me dictaba su historia, sentía que los sueños los estaba escribiendo yo. Hasta que de pronto tuve la idea de hacerlo al revés y me pareció que se llevaba bien con el momento en que la abuela le dice que el soñado tiene otro registro más fuerte que el que soñó. Si se invierte esta lógica, este lugar común de los sueños, por qué no puedo invertir algo en cuanto a cómo se narra. Con eso intuí que estaba bueno hacerlo al revés.
–¿Se preserva esa insólita tradición, que parece ficción, de casarse con un muerto?
–Algunos me dijeron que no existe más; otros, que sólo se mantiene en lugares perdidos. Existió, fue muy fuerte, pero en la época de Mao se convirtieron muchas supersticiones, tradiciones y religiones. Cuando me enteré, leyendo un libro de tradiciones chinas, no lo podía creer. Esta tradición parece inventada, pero es real. Tenía mucho que ver con lo económico, con alianzas de familia.
–En la novela, lo increíble es que se genera un dilema porque no saben si el hermano de Ling se puede volver a casar o no, después del matrimonio con una difunta...
–Eso también lo pregunté, pero no conseguí que se pusieran de acuerdo (risas). Mis conocidos chinos me decían que no había tanto material. China es enorme, es difícil hablar de China como una sola cosa. Cuando le preguntás a alguien de Pekín si es cierto que en China ocurre tal cosa, te contesta: “En Pekín no, pero seguramente en otra región sí”. O te dice que en Pekín ocurre de tal modo, a doscientos kilómetros de otro y más al norte de otra manera. Cuando pregunté por lo del casamiento, me decían que era muy distinto según la región; pero había una tradición general que era parecida.
–La cuestión de los matrimonios arreglados culturalmente nos resulta ajena.
–Nos parece ajena, pero más por época que por cultura. Tampoco es tan raro; hay historias de las generaciones pasadas en las que había compromisos y dotes. Uno trata de imaginarse cómo sería, eso es lo fascinante de escribir: poder imaginarse cómo se siente, cómo se vive, cómo se puede especular, qué estrategias se pueden desarrollar para intentar salir de esa tradición. Creo que era (Adolfo) Bioy Casares quien decía que lo mejor para escribir una novela es pensar en el libro y no pensar tanto en uno. Trataba todo el tiempo de ponerme en esa perspectiva. Uno siempre vuelca otras experiencias para poder contar. Cuando Ling se enamora de Xiaomei, finalmente me traté de acordar de mis primeros amores, de mis primeras fascinaciones. Cuando era chico estaba enamorado de Jacqueline Bisset (risas). ¿A quién no le pasa? Pero no buscaba a una chica parecida, o tal vez sí... Si me pongo a pensar, quizá la chica que me gustaba a los once años tenía el pelo parecido a Jacqueline Bisset. No lo sé...
El país imaginado no es una novela sobre China. Cuando leyó en un manual de supersticiones chinas de Henri Doré sobre las bodas entre un vivo y un difunto, apareció el primer estímulo para escribir la novela. “La idea del casamiento me pareció muy potente, daba para intentar algo. Se empezó a generar algo más concreto, un ámbito, un atisbo ya de historia, una relación fuerte entre dos hermanos. Había una idea de historia de amor que no sabía si iba a ser en China o no. Pero se me impuso el lugar, como me pasó en Agua con Portugal y en La mujer de Wakefield con Inglaterra. Lo que iba apareciendo me pedía que fuera en China; entonces me dejé llevar”, repasa Berti. “Me gusta crear un personaje en otra época, algo parecido a lo que dice (Fernando) Pessoa cuando habla de los heterónimos: crear un ser para darle voz a la experiencia de uno. Pero creo que nunca hubo tanta distancia entre ese ser y mi experiencia. Hay cuestiones como el amor, la amistad, los vínculos humanos, el vínculo con el padre, el mandato fuerte de ciertas tradiciones, que tienen que ver con mi experiencia. En todo caso, en vez de traducir automáticamente mi voz, mi ser, mi identidad, pega la vuelta de otro modo. Prefiero que no sea una traducción tan automática. Se ve que funciono así; que hay cosas de mi experiencia que resuenan de una manera que me parece interesante y que me permite probar también cosas de la escritura.”
–Se podría pensar que también experimentó con el tiempo en el que transcurre la historia, antes y durante la Segunda Guerra Mundial, contextualizada apenas como un telón de fondo hacia el final de la novela. ¿Eligió un momento bisagra en cuanto a la ruptura de las tradiciones?
–Me parece que es una época bisagra en cuanto a las tradiciones, pero los personajes no saben cómo será el futuro. Tal vez todos los momentos sean bisagras; hay una despedida del pasado, uno imagina el futuro y en el medio se está perdiendo el presente por pensar tanto. Ellas tratan de todos modos de vivir el presente, de encontrar su espacio, su jardín. Pero es difícil. Si se encuentra la ranura para entrar en la historia, creo que todos los momentos intensos, donde hay conflictos interesantes, son bisagras. La historia clásica está llena de heroínas mujeres que están tratando de encontrar un espacio de libertad, de romper reglas muy patriarcales.
–El nu-shu, la escritura secreta, ¿es un modo de romper con esas reglas, aunque se haya transmitido fragmentariamente?
–Sí, como ocurre con muchas tradiciones, van menguando, perdiéndose en el camino. En este caso, la transmisión de las tradiciones nunca es completa; quería mostrar cómo las tradiciones se van disolviendo un poco, pero a la vez les daba espacio a ellas para inventar sus palabras y que no fuera tan simple la oposición entre tradición y modernidad. En algunos casos, Ling y Xiaomei se rebelan contra ciertas tradiciones, pero en otros casos las renuevan y las siguen. Hay un montón de cosas viejas válidas, como en este caso la escritura secreta, aunque el motivo sea otro. El motivo que genera la escritura femenina es el autoritarismo, un dominio masculino, pero ellas toman esa tradición y encuentran resquicios para actualizarla.
–En un momento Ling se pregunta si su hermano es feliz. Esa pregunta por la felicidad se la pueden hacer los lectores en contextos como el que despliega la novela, donde las tradiciones son tan rígidas que ahogan al individuo.
–Es una pregunta, claro que sí. Y las respuestas son muy relativas. Habría que preguntarse, lo estoy pensando ahora, hasta qué punto esta vida paralela, imaginaria, de estas culturas con tantas supersticiones, no tiene que ver también con encontrar un poco de aire en mundos tan normatizados. Los fantasmas y animales mágicos y toda esta cosa tan fabulosa que siempre fascinaron a los chinos, la tradición de la literatura fantástica y el humor, tal vez sean válvulas de escape ante tradiciones tan rígidas. Pero yo no soy especialista de la cultura china y no me quiero poner en ese rol.
–¿Por qué El país imaginado no cae en la tentación de la literatura fantástica, tan afín a los gustos chinos?
–No quise porque me parecía que ciertas cosas, sobre todo lo de la boda fantasma, se podrían tomar como fantástico. Había elementos bastante fabulosos reales como para recargar más la novela. Además, me doy cuenta de que me sale lo fantástico en los cuentos. En cambio en las novelas está el extrañamiento, la distancia espacio-temporal o momentos en que lo onírico y lo real se mezclan, como en Todos los Funes. No sé si es tan así, porque tampoco todos mis cuentos son fantásticos... Pero hay algo de esta división. Ahora me aburre entenderlo tan claramente, me gustaba más cuando no entendía lo que estaba haciendo (risas).
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