Mar 27.12.2011
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LITERATURA › NINí BERNARDELLO HABLA DE SU LIBRO NATAL, PUBLICADO POR BAJO LA LUNA

“La poesía es un lugar de tranquilidad”

Poeta y artista plástica, hace el tránsito permanente entre una actividad y la otra. “Ahora mi escritura se volvió más consciente, entonces me es difícil escribir, me trabo, no fluyo”, confiesa esta cordobesa que vive desde hace treinta años en Tierra del Fuego.

› Por Silvina Friera

El paisaje vital arrastra hasta la mesa de un bar de Palermo, en un oleaje espasmódico, las aguas del mar Atlántico y la sombra de aquella vida adolescente en el aire serrano de Cosquín. Una pequeña certeza asoma en la voz de la poeta y artista visual Niní Bernardello, mientras repasa los infinitos corredores subterráneos de su último libro, Natal (Bajo la Luna). No es un recuerdo desvaído por la sensual ingravidez de ese emblema coscoíno que es el cerro Pan de Azúcar. Esta obstinada recolectora de instancias de inmensa dicha para regocijo de sus lectores alumbró un poema de una nitidez asombrosa, luego de observar ese cerro en uno de los tantos regresos a su pago natal: “Y soy / ladera, abismo, cumbre / y de mí lo que disuelto / ya no tiene nombre”. Bernardello menea suavemente la cabeza como si intentara gambetear el silencio que precede a la evocación. “El impacto que sentí al contemplar el Pan de Azúcar fue tan grande que me pasó lo que escribí en ese poema: me disolví en la montaña. Yo era esa montaña. Los poemas nacen de impresiones muy fuertes que una quiere decir, aunque tal vez no las escriba en el momento; es peligroso escribirlas inmediatamente porque podés decir cualquier cosa. Mejor que decanten”, sugiere la poeta en la entrevista con Página/12.

El acento cordobés, dice Bernardello, está intacto. Aunque la timidez astilla a veces el habla y el envión desordenado de una escena fugaz parezca eclipsarlo. “El cordobés no se va y no quiero que se vaya”, proclama esta poeta que nació en Cosquín, en 1940, y que hace treinta años, desde 1981, reside en Río Grande (Tierra del Fuego), donde trabajó como docente. Una conexión íntima y complementaria se urdió durante la adolescencia de Bernardello. No puede dejar de mencionar el deslumbramiento que le produjo la lectura inicial de Rimbaud. Muchos franceses como Baudelaire y Mallarmé ingresaron a ese recinto misterioso de las lecturas indelebles. Luego, ya en la década del ’60, llegarían varios argentinos, como Ricardo Molinari, Jorge Luis Borges, Juan L. Ortiz y Francisco Madariaga. Más cerca en el tiempo incorporaría a Juan José Saer, especialmente con El arte de narrar, un libro que la poeta define como “soberbio”. A los 15 años comenzó a repetir un ritual: entraba a un negocio que tenía pinturas al óleo. “Yo estaba fascinada, me quedaba mirando esos paisajes y los colores de un pintor que vivía en Cosquín, Angel Kancheff”, cuenta. Su maestro en las artes plásticas fue Jorge Mattalía, pintor y grabador con una mirada inclinada hacia América latina, quien encendió la incipiente vocación de Niní. Espejos de papel, el primer poemario que publicó en 1980, se lo dedicó a Mattalía. La nueva figuración ejerció también su hechizo y estímulo, con Ernesto Deira, Luis Felipe Noé, Rómulo Macció y Jorge de la Vega a la cabeza.

Como afirma en uno de los poemas de Natal, “la vida es una partícula de polvo que destila asombro”. Aunque después del bautismo de la publicación siguieron varios libros como Malfario (1985), Copia y transformaciones (1990), Puente aéreo (2001) y Salmos y azahares (2005), Bernardello no se reconocía poeta. “Me costó muchos años llamarme poeta, como también hice un esfuerzo para decir que soy artista plástica –revela–. Aunque parezca mentira, hará unos dos años que me llamo poeta. Les debo a mis amigos, que fueron mis primeros lectores y son poetas, que me trataran como poeta. Tampoco pensé nunca en editar, no estaba en mi cabeza. Había puesto más las preocupaciones en la plástica y no en la poesía. Lo que les daba a leer a mis amigos era una selección de mis poemas; armaba libritos caseros, juntaba poemas y los pasaba a máquina. Pero los cuadernos en los que escribía no los ha leído nadie. Algunos los conservo; otros, en algún arrebato, los quemé. También destruí algunos cuadros con un cuchillo. La verdad es que me arrepentí de haber quemado dos cuadernos enteros. Después no lo hice nunca más y guardo cualquier cantidad de papeles.”

Esta “sacerdotisa de aguas astrales” que es Bernardello armó un delicioso rompecabezas identitario en Natal. En la primera parte, titulada “Casa”, ensambla paisajes, une el mar a una montaña, como en estado de gracia: “Incautada en la operación / de cloro verbal bullendo / a la deriva, el horizonte / me mira y escucho callando”. En la segunda parte, “Oficio”, los poemas más condensados despliegan el repertorio creativo de un quehacer que hilvana una poética. “Camino dentro de un poema / Es como caminar descalza / sobre un cielo de brasas”, se podría citar a modo de ejemplo de una voz que no disimula ciertos reproches: “Si no quieres venir, palabra / olvida quién soy”. En la tercera parte, “Sueños”, Bernardello acopia un extraordinario material onírico, donde irrumpen personajes de carne y hueso como Juan José Saer, acodado en un mesa; un amor en Arequipa, la misiva de la poeta Diana Bellessi o la felicidad en la casa de Griselda Gambaro, con los perros ladrando, entre otros. En la última parte, “Mitos”, la poeta se eleva, sobrepasa los límites espacio–temporales y, al terminar el poemario, el lector o lectora podría soltar de golpe y sin previo aviso: “Niní es y será eterna”.

–Natal arranca con un epígrafe de Enrique Molina: “Un poema es, en cierto modo, un eterno retorno”. ¿En qué retornos pensó cuando escribió estos poemas?

–El retorno es toda mi obra; Natal cierra un ciclo. Todos mis libros están divididos en mitos, la casa, los amores, los sueños... Estuve cinco años veraneando en un lugar distinto al paisaje desde el que escribía en Río Grande. Era en un pueblito de la provincia de Buenos Aires, Urdapilleta, en el partido de Bolívar. Y me recordaba, por cierta tranquilidad, al pueblo de mi infancia, Cosquín, que se llena sólo en verano, pero después es tranquilo. Me tomó el paisaje de Urdapilleta y me tomaron personajes míticos, y cuando volví de un verano empecé a escribir sobre Juan Moreira. Todo ese libro, que ya está terminado y se llama Agua florida, plantea un corte. Para mí, Natal cierra una manera de escribir. Mi escritura se volvió más consciente, entonces me es difícil escribir, me trabo, no fluyo. No escribo mucho, me desencanto, tacho. Aunque he rescatado mucho escrito detrás de las tachaduras.

–En Natal también aparecen esas tachaduras. ¿Cómo funcionan al interior de los poemas?

–No sabría explicarlo muy bien, pero es una tachadura que señala el hecho de querer “decir” y “no decir” al mismo tiempo. Es un rescate del fracaso; siento que fracaso con el verso y lo abandono tachándolo. A veces intenté abandonar también la pintura porque me torturaba esa sensación de fracaso, de intentar decir una cosa y ver que no podía. La poesía, en cambio, fue un lugar de tranquilidad; desde el principio sentí una devolución, venían cosas sin esperarlas. Tal vez de la poesía no esperé nada y fue el lugar que más me devolvió.

–¿Qué es lo que define que un poema tachado sea rescatado para integrar un libro?

–Los rescato por una cuestión de armonía musical al oído. Los paso en limpio y los guardo en una carpeta, pero están rescatados de una serie de poemas que puede ser más o menos extensa. Es todo un trabajo armar un libro porque tenés que darle un sentido. Cuando organizo un libro, pienso en una coherencia interna musical.

–¿Cómo compone un poema y cómo es ese proceso creativo en el caso de un cuadro?

–Hasta Natal, la poesía fluía de una manera natural. Sentía la necesidad de escribir y muchas veces el poema aparecía íntegro y prácticamente no lo tocaba. Cuando se cortó ese ciclo, llegó el esfuerzo. Ahí tengo que buscar yo al poema. Pero creo que la poesía tiene que aparecer sola, desde otro lugar, y una la transcribe. Cuando la buscás mucho, se va (risas). Tengo diversos materiales empezados en pintura porque me da angustia tener un cuadro sin terminar. Si tengo dos o tres cuadros empezados, trabajo esos que comencé y no entendía cómo seguían. Los tengo guardados, los saco, los miro y si no sé cómo continuar, los vuelvo a guardar. Es una forma de trabajar que no sé cómo llamarla, pero es cortada, interrumpida. Quizá la idea de un único proyecto me angustia, me aburre, me sobresatura. Entonces me voy a la poesía. Hago ese tránsito permanente entre la poesía y la pintura. Y en el camino, me entretengo (risas).

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