LITERATURA › ENTREVISTA A LA POETA DIANA BELLESSI, QUE ACABA DE PUBLICAR UN LIBRO DE ENSAYOS
La autora de Tener lo que se tiene reflexiona sobre la poesía, a la que define como “la hija subversiva y díscola de la lengua”. Los ensayos de La pequeña voz del mundo, escritos entre 1998 y 2010, son leves variaciones sobre la misma nota: la voz que escribe los poemas, la voz del poema que el poeta cree su voz.
› Por Silvina Friera
La poesía es “la hija subversiva y díscola de la lengua”. A los pies de Diana Bellessi está Talita, su perra foxterrier, desmayada dulcemente por el sol del mediodía. Su entonación, serena y convincente, confirma que la aparición del poema es uno de los pocos sitios de certidumbre que reconoce en su vida. Aunque el francés fue la primera lengua extranjera que estudió esta hija de trabajadores rurales nacida en Zavalla (Santa Fe), en 1946, la adolescente argentina que fue en la década del ’60 pronto sintió fascinación por el inglés de las letras de rocanrol. La primera vez que llegó a Estados Unidos, mochila al hombro, sabía tararear apenas una canción de Bob Dylan. Aún recuerda la emoción descomunal que le generaban las voces de los afroamericanos por las calles. Cuando entró a trabajar en una fábrica metalúrgica al sur del Bronx, en Nueva York, las obreras negras sureñas y las latinas sin documentación avivaron el inglés de Bellessi. Cuando exhala el humo del primer cigarrillo, sus manos delimitan una parcela, como si apresaran un prejuicio que el viento trae más de lo que lleva. “La poesía no la leen sólo los poetas; es de la mayoría de la gente que la vive a través de los versos de las canciones”, dice la poeta, que inaugurará el Primer Festival Nacional de Literatura en Bahía Blanca (ver aparte). Los ensayos de La pequeña voz del mundo (Taurus), escritos entre 1998 y 2010, son leves variaciones sobre la misma nota: la voz que escribe los poemas, la voz del poema que el poeta cree su voz. El habla –que la poeta define como “la prima chiflada y rebelde de la lengua”– y la poesía se hermanan en el asalto al tiempo.
¿Qué tiene de particular un poema?, se pregunta Bellessi, autora de El jardín (1993), Mate cocido (2002), La rebelión del instante (2005) y Tener lo que se tiene (2009), entre otros títulos. “Es tan breve que podría ser leído a caballo, en el tranvía o a bordo del colectivo suburbano que va cada día del desierto a la ciudad. Es tan pequeño y cabe un mundo, donde puede entrar un héroe a la intemperie, es decir el lector anónimo, y encontrarse con los otros, los que le dan su humanidad –responde la poeta–. Además nuestro idioma respira en versos. Es por eso que tantas coplas y canciones populares están escritas en versos de ocho sílabas, porque el ritmo del idioma castellano tiende a hacer su pausa allí cuando lo hablamos, por eso es fácil retener el octosílabo, aprenderlo de memoria, y va de boca en boca, de oreja a oreja.”
–Un tema que siempre la acompaña es el desplazamiento de clase, de la familia campesina a la adquisición de la cultura letrada. ¿Qué importancia tiene la tensión que produce este desplazamiento en su formación poética?
–El peronismo desplazó una enorme cantidad de jóvenes de la clase obrera hacia la universidad y el mundo de los libros. Yo pertenezco a esa generación; por años me pareció casi natural esta migración, hasta que mirándola fijo en los ‘90 o incluso antes, me di cuenta de que fue producto de ese momento histórico. O sea que no sólo los poetas, cualquier escritor si viene de la clase obrera es expulsado de su clase hacia la adquisición de la cultura letrada. Un escritor tiene muchos años de formación a través de la lectura de libros, pero llega a ser un gran autor cuando en ese piso de la apropiación de la cultura letrada hace eclosión la lengua que habló en la infancia. Me da la impresión de que la poesía existe cuando se produce esa eclosión; antes hay una poesía correcta, pero no existe el poema que una va a amar. Sólo en el momento en que las voces más arcaicas que provienen de tu infancia se hacen presentes en la escritura, en el verso, es cuando esa poesía va a ser leída muchos años después que el poeta se haya muerto.
–¿La tensión de clase desaparece o se olvida?
–No, te acompaña hasta la muerte. Hay una voluntad de estilo en los poemas que componen un libro y esa voluntad la rige siempre esa voz arcaica; es el accidente sintáctico, es la belleza no formal de lo escrito, es eso extraño que aparece dentro de la escritura y viene del habla.
–En el ensayo sobre la frase interpela a los lectores cuando les pregunta: ¿Han visto ustedes cómo frasea la música, llevándonos por el hocico, o llevando nuestro espíritu adonde quiere? Ese fraseo muchas veces intuido o percibido parece olvidarse, ¿no?
–Ese ensayito pensé que iba a pasar sin arte ni parte dentro del libro. Allí la frase está vista como la frase musical, la frase pictórica, la frase cinematográfica, la frase narrativa, la frase del poema; pretende atravesar los distintos géneros de expresión. Me gusta mucho una película de Gustavo Fontán, El árbol; hay un momento en la película donde yo veo el poder de la frase, que son baldes de agua tirados sobre un patio en el verano. El agua que va y viene lentamente es el gran momento del fraseo de esa película. En el caso de Liliana Bodoc en La saga de los confines, la magia radica en la frase corta que utiliza, que se parece tanto a la poesía. Uno se pregunta: ¿estoy leyendo una novela o estoy leyendo un poema? Estoy leyendo una novela; es el imperio de la frase de Bodoc el que genera esto. O la frase maravillosa de ese albañil, que después de la chapa defectuosa con la cual la artista María Juana Heras Velasco armó una obra de arte le preguntó qué significaba para él. Y el albañil le dijo: “Un silbo en el aire...”
En uno de los ensayos de La pequeña voz del mundo, en “La lírica vuelve a casa”, Bellessi polemiza con el objetivismo cuando plantea que al “yo lírico” se lo ha acusado de “artificioso, de mentiroso y hasta confesional”. “El objetivismo fue muy importante en Argentina; llevó a cabo su pelea con el neobarroco, que tenía mucho poder en los ‘80. El objetivismo vuelve a recordarnos el tremendo poder del significado y el sentido de lo que una dice. Pero después, sobre ese primer momento importante, cayeron todos los líricos en la misma bolsa. El objetivismo que acompaña a parte de la generación del ’80 y del ’90 fue crucial y cambió la poesía de los que ya veníamos escribiendo antes”, subraya la poeta, que el año pasado ganó el Premio Nacional de Poesía.
–¿Qué impacto tuvo ese objetivismo en su escritura?
–Yo era una mujer joven en los ’80, me impactó y me atravesó ese mundo de objetos de un mundo que se venía abajo. El objetivismo ingresa a la poesía argentina ruinas, trozos, fragmentos desperdigados en el aire. Como vengo del campo, la naturaleza orgánica siempre se vuelve a rehacer, lo cual te da una mirada diferente sobre la ciudad. En la ciudad también hay un yuyito en el adoquín, una hojita del árbol que cae y una cara humana que todavía está viva. La poesía no sobrevive a preceptivas demasiados rudas. La mejor poesía surge de los poetas que cruzan por aquí o por allá sin decirles “sí” a los programas y a los credos. Muchos de los poetas que menciono en uno de los ensayos, desde Osvaldo Bossi a Beatriz Vignoli, en un momento entraron dentro del credo del objetivismo y después se desprendieron de él. Quizás el mejor momento de sus escrituras es cuando barrieron con ese credo.
–Hay también un trabajo en el que reflexiona sobre la traducción. ¿Por qué su faceta como traductora de poesía está en un segundo plano?
–Yo no me considero una traductora, me considero alguien que tradujo para leer, lo mejor que pudo, poemas escritos en inglés –de Muriel Rukeyser, Denise Levertov, Adrienne Rich o June Jordan– o en portugués, de Sophia de Mello Breyner. Quizá no he vuelto a traducir porque no me he enamorado de un poeta en otra lengua, de esos que descubrís de pronto y decís: “Quiero ver esto, quiero entrar ahí”. En los últimos años me he dedicado a las tratativas de mi propia lengua; leo en castellano mucho más, cuando antes leía tanto en castellano como en inglés, sobre todo en el período en que traduje a las poetas norteamericanas. Ahora sólo leo casi exclusivamente en lengua castellana y he releído todos los grandes maestros en la lengua, empezando por el barroco español hasta el modernismo latinoamericano. En la formación de un poeta, ver la historia de la poesía en su propia lengua es fundamental.
–¿Traducir poesía implica reescribir el poema?
–Sí, es reescribirlo, pero hay que acordarse de que el poema no es de una sino del autor o autora; es un fenómeno de alteridad de ese tenor: es como si fuera mío, pero no es mío. Es muy raro traducir poesía; es una experiencia muy gozosa y muy sufriente. Es gozosa cuando llega un momento en que sentís que en tu propia lengua suena maravillosamente bien; es penosa cuando sentís que hay límites que no podés cruzar. Si bien toda escritura es una cuestión de sonido, en la poesía esto se vuelve radicalmente fuerte por ese cosquilleo que una siente en la mente, en el cuerpo y en el corazón, por los sentidos que te otorgan los sonidos de una frase.
–Un tema que aparece en los ensayos es la necesidad de aprender y desaprender constantemente para ablandar las paredes del lenguaje. ¿Cómo cree que se resuelve esta tensión?
–No sé cómo se resuelve, suelo decir que la cabra vuelve al monte (risas). Lo que sé es que es necesario aprender, que con el oficio solo no se escriben poemas que emocionen a otros. Esto parece como una verdad de Perogrullo; cuando dejás entrar en tu oficio tan arduamente aprendido todos los accidentes, es cuando te aproximás a un poema que va a emocionar a otros. Supongo que tiene que haber algo en la voluntad del que escribe para que eso suceda. ¿Cómo se origina esa voluntad? Tampoco lo sé... pero supongo que se debe originar en el amor por los seres que levantaron las voces que una recuerda de un pasado remoto. Aprender es un gesto de amor por todo lo que el ser humano ha hecho.
–¿Desaprender implicaría tomar distancia?
–No sé... la poesía casi no establece distancia. La poesía hace del instante la eternidad; hace una cosa rara con el tiempo. Y al hacerlo con el tiempo lo hace también con el espacio. El poema intenta apresar la eternidad en un instante. Pero un poema vive cuando un lector lo lee.
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