LITERATURA › EL SILBADOR, LIBRO DEL ESCRITOR ANGOLEÑO ONDJAKI
La noción del tiempo se pierde en la narración de este autor que es publicado por primera vez en Argentina. Estructurado en cinco actos, el libro se escapa de cualquier encuadre genérico para convertirse en una suerte de “relato lírico” que entusiasma y sorprende.
› Por Silvina Friera
Una voz de otro mundo silba melodías en la iglesia de una minúscula aldea africana. Bendito ese mes de octubre que trae, simultáneamente con las lluvias largas y silenciosas, al responsable de aquel sonido paradisíaco. El año y el día se escurren de la cronología minuciosa. Todo es presente, la distancia más corta entre dos asombros. El ayer sólo terminará mañana, con la partida, cuando esa voz acerque “sus pies ensandaliados hasta el agua”. El futuro comenzó hace más de mil años. Ese silbido simple conmueve y escapa de los límites del poder humano. El Padre de la parroquia, las palomas, las golondrinas, los burros –íntima e inseparablemente conectados– y hasta el tronco nudoso del baobab se revisten de una nueva coloración carnavalesca. ¿Música sagrada? ¿El más puro latín de los ángeles? ¿Un murmullo de Dios? Quién sabe. El rumor se propaga por la aldea. De la vida de ese forastero que llega solo con un bolso –y se encargará de la limpieza de la iglesia– poco y nada se sabe. El silbador (Letranómada), el primer libro del escritor angoleño Ondjaki traducido en el país por Florencia Garramuño, tiene una perfección formal que conmina a prescindir del afán apresurado de plegarse a los caprichos de los géneros. Está escrito desde el principio: un mito o una leyenda –¿será eso lo que se tiene en manos, en apenas 111 páginas?– se construye con el cuerpo de la prosa, el canto de la poesía, el espíritu de la representación teatral y la vivencia hereditaria de la oralidad, como una suerte de Aleph que los contiene en un instante.
No saber qué nomenclatura asignarle a El silbador –al texto– pertenece al terreno de lo anecdótico. Hay una intensidad bélica en la manera de existir de esos “relatos líricos” –o capítulos mestizos– que deslumbra. La materia narrada está estructurada en cinco actos, que abarcan desde la llegada del silbador y el efecto transformador que genera en los habitantes de la pequeña aldea, hasta la partida. El objeto de interés se desplaza hacia los personajes que pueblan ese espacio, como si se erigiera un edén de encuentros memorables. KaLua, “hombre de desequilibrada memoria”, siempre anda con rollos de papel higiénico en las manos. “Me gusta mucho cagar en los yuyos”, explica –si la ocasión amerita– esta criatura que propicia un sentido del humor ligeramente escatológico. Dissoxi es una joven de cabellos largos despeinados, “extremadamente ahorrativa en palabras”, un misterio en forma de mujer, tal como la define el narrador omnisciente. Dos solitarios y viudos terminarán unidos por los hechizos del silbido: Doña Mamán y KoTimbalo, el sepulturero, cuya existencia consiste en estar sentado debajo del baobab, esperando que alguien muera. KeMunuMunu es un viajante de tono manso que siempre visita la aldea, “un hombre entrenado en los campos empíricos de la vida”. El elenco se completa con el Padre de la iglesia, que en voz baja le dice al silbador, después de escuchar el silbido mágico: “¡Bendito seas, hijo mío!”.
El seudónimo se gestó antes de nacer. Durante el embarazo, su madre dialogaba con el bebé que pronto llegaría al mundo, a un país ya independiente. Le decía Ondjaki, que en umbundu significa guerrero. Ese fue el nombre literario que adoptó Ndalu de Almeida, nacido en Luanda (Angola), en 1977, descendiente de portugueses y angoleños. Militantes de la resistencia en Luanda, sus padres le transmitieron una serie de experiencias que Ondjaki recapituló en su primera novela, Buenos días, Camaradas (2003) –traducida al español por Ana M. García Iglesias, publicada en Uruguay por Ediciones de la Banda Oriental (2005) y en México por la Editorial Almadía (2008)–, especie de ajuste de cuentas con la historia de Angola, donde vivió hasta los 16 años. Después el guerrero rumbeó hacia Lisboa, estudió Sociología y se graduó con una tesis sobre el escritor angoleño Luandino Vieira. Por los relatos de su segundo libro, Os da mihna rua (2007), obtuvo el Gran Premio de Cuento Camilo Castelo Branco 2008 de la Asociación Portuguesa de Escritores. Antes ya había conquistado otro galardón importante, el Premio Sagrada Esperanza (Angola, 2004), con E se amanha o medo (Y si mañana el miedo), traducida al español por Félix Romeo y publicada en España por Xordica Editorial. El escritor que actualmente reside en Brasil es autor de Quantas madrugadas tem a noite (2004) y Avó dezanove e o segredo do soviético (2009), novela por la que obtuvo el prestigioso Premio Jabuti.
“La ventana de su tristeza era tan inmensa que se podía observar su alma”, dice el narrador sobre Dissoxi, la mujer que escribe en la arena pequeños garabatos indescifrables. ¿Será un poema? El enigma de esa tristeza se revelará gracias a la ineludible curiosidad del inquieto KaLua, quien será testigo de lo que alcanza a murmurar la muchacha: “Le escribo a Dios, le pido paz”. La ausencia del mar la lastima; es un alma calcinada y el contenido de ese dolor metafísico es uno de los puntos más bellos y estremecedores de El silbador. Ondjaki es un joven sabio, escribe como si ya fuera un clásico. “Dicen los más viejos –afirmación difícil de comprobar– que las aves también sueñan. Los pájaros son amantes de las alturas, siempre listos en los aterrizajes, pero torpes abajo, entre la gente. También dicen que “ellos descubrieron una mágica ventaja: el sonido del silencio...”, cuenta el narrador después del sueño de Mamán, la viuda que logra reconstruir la noche nupcial con detalles que “imaginaba hacía años”.
El personaje de KeMunuMunu, ese viajante que guarda en el fondo falso de su valija siete frasquitos con la fórmula de la música divina silbada por un santo en la Tierra, se agiganta sigiloso con sus planes de lucro. La noción del tiempo se pierde en la narración. Un domingo de misa cifra los destinos de un día fascinante que convoca al exceso, al encantamiento, a lo tragicómico, a la sorpresa, al sexo, al disgusto, a la iniciación, a la carcajada y a la concurrida danza “rebita”, una rueda ejecutada, en forma lenta, por pares –como consigna en una necesaria nota al pie la traductora–, que se acompaña con golpes de pies y palmas. Ondjaki dispone una sutil hoja de ruta al comienzo de cada texto, una serie de epígrafes encadenados que integran el tejido de vastas lecturas y tradiciones literarias dialógicas. Ahí están poetas y narradores angoleños, como Pepetela, Arlindo Barbeitos, Ruy Duarte de Carvalho y José Mena Abrantes; una voz ineludible de Portugal, como Natalia Correia, y varios brasileños entre los que se destacan Manoel de Barros, Clarice Lispector y Joao Ubaldo Ribeiro. Además hay otros autores en esa hermosa constelación, como el poeta chino Zhang Kejiu, y nombres que han dejado una honda impronta en la “literatura europea”. No es casual que sean poetas: Arthur Rimbaud, Friedrich Hölderlin, Paul Celan y Henri Michaux. Y están Cervantes, Gabriel García Márquez y Borges.
Ondjaki suena muy borgeano. Quizá la levadura de El silbador, lo que fermenta la masa de este maravilloso texto, se parezca a la empresa del autor de El Aleph: fundar míticamente una aldea, con su poesía y su metafísica, para trascender a lo universal.
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