LITERATURA › GUILLERMO SACCOMANNO Y LA REEDICION DE SITUACION DE PELIGRO
Para la novela que publicó originalmente en 1986, el autor de Cámara Gesell decidió “enfrentar la literatura desde otro lugar, desde la imposibilidad de contar y no obstante tratar de vencer esa imposibilidad”.
› Por Silvina Friera
Los pensamientos que no olvidó –no olvida ni olvidará– lo muerden al Viejo en su calvario doméstico. Los vomita, sin anestesia, como una herencia que el hijo, por más que lo intente, no podrá sortear sin acusar recibo de lo dicho. La rabia ocupa demasiado espacio; es macroscópica, amenazante. Reproduce las escaramuzas, el inventario móvil de reproches en ese tenso andarivel familiar. ¿Qué duele más? ¿El filo o el miedo? ¿O será que el hijo tiene que terminar con la culpa, antes que la culpa termine con él? El hilo del conocimiento se desenrolla sólo una vez que se empieza a tirar de ciertos menudos interrogantes, más allá del estupor de comprobar que las posibles respuestas son, a duras penas, andamios vacilantes. En 1986, al borde de los 37 años, Guillermo Saccomanno publicó Situación de peligro, centrada en la compleja relación padre-hijo, que acaba de reeditar Astier Libros. En el prólogo de esa novela hay un autor que advierte que podría haber seleccionado “cuadros más reconfortantes”. Afortunadamente, gracias a una sentencia de la abuela, no lo hizo. “La memoria es la lengua que siempre va a dar a la muela que más duele”, le dijo al nieto, que tomó febrilmente nota de ese legado. “¡Qué peligro reeditarla ahora!”, bromea Saccomanno, como si le insuflara un aliento complementario a esas páginas del pasado, confrontadas desde el presente con Cámara Gesell (Planeta), su nueva novela.
“Me intimida un poco que vuelva aparecer; uno es y no es el que escribió ese libro. Cuesta reconocerse en esa escritura, pero creo que hay claves de lo que vendría después”, admite Saccomanno en la entrevista con Página/12. “Al finalizar los primeros borradores, me pregunté el objetivo de estos textos. ¿Me exhibo o me oculto? Elegir una forma estética, cualquiera sea, reparo, ¿no es vestirse? ¿Qué pretendo? ¿Ajustar cuentas? ¿Con quién? ¿Con los otros? ¿Conmigo? –se pregunta en el prólogo de Situación de peligro–. De todos modos, estoy convencido, después de estos textos habrá quienes me condenen y me absuelvan. No seré ya el mismo. Dice Masotta: ‘Para defenderme de la gratuidad del acto de escribir habría que escribir sobre temas que lo pusieran a uno en situación de peligro, que lo descolocaran ante los demás’.”
–Lo que llama la atención es el trabajo con el tiempo en Situación de peligro; el pasado, el presente y el futuro parecen fundirse en un solo tiempo: el presente. ¿Qué buscaba a través de esta experimentación?
–En aquel momento había una novela que me interesó, me sigue interesando y que me parece excepcional, El sonido y la furia, por el manejo de la temporalidad en Faulkner. El pasado es presente, transcurre en presente. Es esa especie de relato paralelo donde una voz dice algo en presente y otra le responde desde el pasado. Y viceversa. Esa alternancia viene de ahí: la cuestión de experimentar con los tiempos y jugar con cómo opera la memoria, que hace que el pasado siempre sea presente.
–¿Es la novela que el padre no pudo escribir?
–Hay bastante de eso. Si bien mi padre intentó ser escritor y era una de sus obsesiones, creo que heredé esa obsesión y la asumí. Aunque antes publiqué Prohibido escupir sangre, con esta novela decidí enfrentar la literatura desde otro lugar, desde la imposibilidad de contar y no obstante tratar de vencer esa imposibilidad. En algún sentido, esta novela está marcada por una cita de Eduardo Grüner, con quien en esa época éramos muy compinches y trabajábamos juntos.
–El epígrafe de Grüner alude al film Las hermanas alemanas.
–Que fue una película que me marcó. Hay un momento en que una de las hermanas está detenida porque integró las brigadas de Baader-Meinhof. Y la hermana que está afuera, que tiene una posición contraria a la lucha armada, se pregunta cómo puede ayudar a su hermana presa. Y se da cuenta de que tiene que escribir. “¿Sobre qué escribo?”, le pregunta a una compañera. Y la compañera le dice: “Escribí sobre vos misma”. Hay una especie de matiz sartreano en esto: cómo se puede construir un relato personal sabiendo que, por más que uno intente un testimonio o una crónica, hay un componente ficcional muy fuerte. Uno escribe por necesidad y urgencia. No se trata de catarsis. Se trata de que uno escribe para saber qué siente y piensa, al menos ése es mi caso. Y en este sentido, en este libro, fue así. El libro me pidió ser escrito. El libro, en más de un sentido, me escribió. En esto reside el hecho transformador de la escritura. Primero te tiene que transformar a vos. Y si lo consigue, tal vez pueda transformar a otro.
–¿Se puede pensar la incomodidad de Situación de peligro desde el comienzo de lo que se podría llamar “la literatura de los hijos”?
–Si se compara con lo que se publicaba en el ’86 es anacrónica y rara dentro de la producción literaria. En cierta forma antecede a eso que después se denominaría “la literatura del yo”. Es una novela que me llevó mucho tiempo, muchos años. Pero más allá de la novela del hijo, también es la novela del padre en esa relación de admiración y rechazo; ese miedo que tiene uno de convertirse en aquello que es la frustración del padre. Entonces, ¿cómo se resuelve? No hay salida. Esto es una marca que afecta tanto a la literatura rusa –Los hermanos Karamazov de Dostoievski– como la literatura norteamericana. Toda la literatura norteamericana puede ser considerada como una telemaquia: la búsqueda del padre. Hay algo que dice John Cheever y que me parece una lección de vida: que no se puede solucionar en la literatura lo que no está solucionado en la vida. Me llevó diez años escribir El buen dolor, tuvo que morir mi padre para que yo pudiera escribir esa novela y encontrar un punto de reconciliación. Y de reconocer en mí comportamientos de mi padre, reacciones de mi padre, vehemencias de mi padre, arranques de ira de mi padre.
–En un momento de Situación de peligro se condensa esta tensión de la relación en una frase: “Me sacrifico por diferenciarme de mi padre. Y no consigo más que reproducir sus gestos”.
–Sí, es cierto. Las relaciones padres-hijos –lo digo como padre y como hijo– son siempre un malentendido. No está en juego el amor sino cómo se manifiesta ese amor. Un hijo –y lo digo como padre y abuelo– te pone continuamente en tela de juicio con respecto a vos mismo. Y te replantea el ser padre porque todavía uno no termina de olvidar cómo fue la infancia y la relación con su padre. Uno preferiría no repetir aquellas situaciones que fueron de tensión, de rivalidad, de enfrentamiento. Pero es la ley de la vida... ¿Quién escribe esta novela? ¿La escribe el hijo? ¿O la escribe el padre? Esta pregunta me la hago muchas veces: ¿esta novela la escribí yo o me fue dictada o impuesta por mi padre? ¿Respondí a un mandato al que finalmente me oponía? Es curioso, pero me siento medio balbuceante...
–Quizá ese balbuceo se pueda explicar porque siente que es una novela que el padre escribió a través del hijo.
–O que el padre le pidió, sin pedírselo, que escribiera. Fue una novela que en la familia causó conmoción. Sin embargo, cuando mi viejo la leyó vino a buscarme y me dijo que era “un acto de amor”. A pesar de toda la rabia, de toda la furia, de toda la crispación que la novela tiene. Esto, dicho así, parece psicoanálisis barato. Intenté que la novela fuera lo menos “psi” posible, que estuviera contada desde las tripas.
–¿En qué cuestiones no se reconoce el escritor de hoy en esa novela?
–No me reconozco en la búsqueda experimental del tiempo; ahí había una cierta pretensión en contar de esa manera, como jugando con la temporalidad, con esa sensación de que el pasado es todo el tiempo “ahora”. Lo que me preocupa es no repetirme. Muchos escritores encuentran una fórmula y le dan a la manija hasta que pierde todo filo. Cuando me refiero a la literatura rusa y norteamericana es porque ahí hay algo del orden de la experiencia y de cómo se combustiona esa experiencia en otra cuestión. Cómo podés darle lenguaje a algo que no sabés cómo se dice...
–Cómo se dice la relación padre-hijo.
–Claro, cómo se cuentan esos silencios, esas imposibilidades, esa relación con la muerte que te plantea un padre. Cuando sos hijo, el miedo es que se muera tu padre. Y cuando muere tu padre, te quedás con lo que le querías decir. Y con los hijos te das cuenta de que nunca vas a llegar a decirles todo lo que querés transmitirles. Ahí es donde está el malentendido; un malentendido que proviene además de la educación católica, cristiana: en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, amén... Y vaffanculo con todo esto. ¿Qué hacés con la culpa? Si hay algo que rige esta novela, además de la virulencia de la relación padre-hijo, es la culpa.
–En El buen dolor, ¿la culpa ya no tiene tanta potencia, como si en parte se disipara?
–La culpa siempre está, por más que uno intente liberarse con psicoanálisis y marxismo. Siempre queda algo, como una huella de remordimiento. Aquel que me diga que ya no siente más culpa, que le dieron de alta, yo le dijo: “No te dieron de alta un pomo, la vas a llevar hasta el resto de tus días”. Es tu historia y no podés zafar de tu historia. El asunto es ver, en términos de Sartre, qué hacés con lo que la historia te hizo. Con lo que la historia me hizo, yo escribí. Pero El buen dolor es otra cosa porque hay una mayor preocupación de estilo, más contenida, más de construcción de trama, de punto de vista, de perspectivas diferentes, de tratar de abordar la temática desde otros ángulos, menos desde el yo puro, descarnado. Ya no necesitaba tanto probarme como escritor, aunque creo que uno necesita probarse todo el tiempo. Uno nunca se puede quedar tranquilo; tiene que pegar siempre un salto hacia otro lado.
–¿Qué tipo de salto hizo en Cámara Gesell?
–¿Me fui lejos de mi padre? No sé... Mi padre soñaba con escribir una novela social. Cámara Gesell es una novela social que transcurre en un balneario de la costa atlántica, donde se producen determinados hechos: abusos en un jardín de infantes de un colegio religioso, negociados y delito. Me interesaba narrar un pueblo fuera de la temporada, con las pasiones, los adulterios, los asesinatos, los pibes chorros, los dealers, las violaciones, el maltrato doméstico; las situaciones de violencia que no son pocas en la medida en que éste es un paisaje que se ve glamorizado durante el verano, aunque le chorrea grasa por todos lados. Gesell es una cruza de pueblo del middle west con San Justo. Y no lo digo peyorativamente. Esto es el conurbano. Los de Pinamar, que la van de chetos, dicen que Gesell es “Lanús con mar”. En esta novela no hay un protagonista. Los protagonistas son las voces del pueblo. En ningún lugar se habla tanto de los otros como en un pueblo.
–En cierto sentido, ¿cumplió el sueño de su padre?
–Sí, mi sueño era escribir una novela que le hubiera gustado escribir a mi padre. ¿Qué me daba a leer mi padre de pibe? Me daba Balzac, Emile Zola y rusos. Me formé en una literatura que es social, un modelo decimonónico. Y creo que en los tiempos de crisis es este tipo de novela la que puede formular preguntas, abrir interrogantes, hacer señalamientos, intentar comprender. La función de la literatura no es otra que intentar comprender que esto es un infierno. Y en este infierno que se llama complicidad civil estamos todos encharcados. Hay un momento en que nadie se siente culpable de lo que pasa. O todos son culpables. Pero cuando todos son culpables, nadie es culpable. Es una novela durísima, creo que es lo más duro que escribí por el nivel de violencia que tiene. Es la violencia del maltrato doméstico, del abuso, de la corrupción, del doble discurso, de la xenofobia; todo lo que en un pueblo se pone en tensión fuera de temporada. Pero también está en juego la cosa Faulkner: el sueño del pibe escritor que quiere construir un pueblo. ¡Qué más que fundar un pueblo en la literatura! Es un despropósito, no sé si estoy a la altura de lo que hice. Pero quería darme el gusto.
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