LITERATURA › SANTIAGO RONCAGLIOLO, GANADOR DEL PREMIO ALFAGUARA
Santiago Roncagliolo ganó, con Abril rojo, el Premio Alfaguara. La trama transcurre en Ayacucho, durante la Semana Santa del 2000, cuando los peruanos estaban por celebrar elecciones y Fujimori abusaba del poder. “Buena parte del país no está satisfecha con la democracia”, dice.
› Por Silvina Friera
Aunque el escritor peruano Santiago Roncagliolo vino a la Argentina para presentar Abril rojo, ganadora del Premio Alfaguara, habla de la segunda vuelta electoral y del destino de su país, en el que ya no vive, pero sobre el que ha anclado su escritura, quizá como nunca antes lo había hecho. La novela comienza durante la Semana Santa del año 2000 en Ayacucho. Los peruanos están por celebrar elecciones presidenciales y Alberto Fujimori no duda en usar todos los resortes del poder, sin preocuparse por la legalidad. El grupo terrorista Sendero Luminoso ha sido derrotado oficialmente, pero sigue siendo una amenaza. El protagonista, el fiscal adjunto Félix Chacaltana Saldívar, es un hombre gris, solitario y aficionado a la poesía de José Santos Chocano. Un burócrata, respetuoso de la ley hasta la náusea, que sólo aspira a escribir correctamente sus informes; un investigador que se aproxima a los métodos irregulares de la policía y del ejército peruanos y que termina siendo cómplice y responsable de una espiral de violencia de la que no podrá escapar. “Humala, nos guste o no, es un candidato democrático: el 30 por ciento del país vota por él”, dice Roncagliolo en la entrevista con Página/12. “El les demuestra a los conservadores que siempre es necesario que haya una izquierda, porque cuando no hay una izquier-
da sólida viene cualquiera y ocupa ese espacio, aunque no tenga ninguna trayectoria política.”
–¿Pero Humala es un demócrata?
–No es nada democrático, pero tampoco vivimos en un país en el que se pueda hacer un golpe de Estado y cargarse las instituciones de la noche a la mañana. Ni siquiera Chávez parece tan escandaloso, ideologizado o castrista, si se tiene en cuenta que el 80 por ciento del comercio de Venezuela es con Estados Unidos. Vivimos en un mundo en donde se habla de negocios, y en todo caso la ideología sirve para darle un sentido presentable a esos negocios. Pero en el fondo todo el mundo tiene bastante en claro cómo funcionan las cosas y hay poco margen para escaparte. Las elecciones podrían ser la oportunidad para tener un espectro político normal en el Perú: que se consolide un espacio de izquierda y de derecha. Habrá que ver cómo se comportan las mayorías en el Congreso y si las alianzas electorales durarán hasta las próximas elecciones. El problema es Fujimori, que tiene 12 congresistas que serán la llave del Congreso. Y si legalmente, con las instituciones del Estado democrático, se vuelve a encumbrar a Fujimori, no nos podemos quejar. Esta es la oportunidad para que los políticos peruanos demuestren que los cambios sociales pueden hacerse en democracia. Si no, simplemente la gente votará democráticamente a un dictador.
–¿Por qué Fujimori sigue teniendo tanta gravitación en la vida política peruana?
–Buena parte del país no está satisfecha con la democracia, ha visto el espectáculo de los políticos gritándose en el Congreso y subiéndose los sueldos. A mí me interesa la democracia porque el pago de la luz, del agua, de la comida, no es un problema, pero si no tienes cubiertas estas necesidades básicas, ¿por qué vas a tener un particular interés por la democracia? Fujimori tiene mucho predicamento en las zonas más pobres porque es el único que se acercó, como suele ocurrir con los dictadores, que son los que más cerca se muestran de las personas. Además, también juega a su favor el control de la violencia, cómo pacificó el país y controló la inflación, y eso es un capital político. Podemos insultar a Fujimori porque no nos gusta, pero para ganarle necesitamos que la democracia haga las cosas que la gente siente que Fujimori hizo por ellos.
–¿Fujimori fue la causa de su exilio del Perú?
–Sí, aunque creo que me fui por varias razones. A finales de los noventa trabajé en el área de derechos humanos en la Defensoría del Pueblo y eso me mantenía obligatoriamente sobreinformado cuando todo se caía a pedazos y se desmoronaba. Pero también tenía una edad en la que me estaba planteando ser escritor seriamente, y como no tenía compromisos, ni hijos ni hipotecas, si tenía que tomar una decisión insensata había que tomarla en ese momento (risas). En realidad, sentía que no tenía ninguna razón para estar en Lima. Pero a mí no me gusta hablar de exilio; los escritores solemos dramatizar esta cuestión. No estoy en Perú porque se me da la gana, nadie me mantiene fuera de mi país ni me impide regresar.
–¿Abril rojo es su novela más peruana, el modo que eligió para regresar a su país?
–Sí, sin duda. Escribir es una forma de volver también. Las novelas son un intento de darle sentido a la vida, te crea la ilusión de que vas hacia algún lugar, de que hay una historia. Y una novela como ésta trata de darle un sentido a un país tan complicado como el mío. A Perú lo llevo dentro esté donde esté. Darle sentido a ese pasado es darme sentido a mí mismo.
–Además de apelar a la estructura del thriller para contar tanta violencia, intercala las notas del psicópata como si fueran un coro griego.
–Sí, esas notas de alguna manera son el coro de los muertos. Quería empezar con un retrato humorístico y que luego ese mundo absurdo y gracioso fuese mostrando su verdadero rostro hasta agotarte de cadáveres, porque yo también estaba harto de tantos muertos. Cuando trabajaba en derechos humanos, cada día descubría una nueva manera de producir dolor y veía cómo gente que no tenía creatividad para escribir un poema de tres líneas era muy inventiva a la hora de lastimar a otras personas. Los monólogos del psicópata y los informes del fiscal son los dos mundos que están en discusión: el de la ley rígida, tan formal que termina por no decir nada, el lenguaje burocrático de una ley que no gobierna y que no entiende qué pasa, en contraste con el lenguaje de la barbarie, que ni siquiera respeta las reglas de la sintaxis ni de la ortografía.
–¿El fiscal es responsable ante esa violencia?
–Sí, es responsable por no querer ver. Desde el punto de vista del género policial, es un investigador raro que trata de no investigar, él sólo quiere llenar sus papeles, mandar sus informes por triplicado y el horror le va estallando en la cara y lo va cercando hasta que no puede huir de él. Pero eso no le quita la responsabilidad; de hecho él descubre que no es tan distinto, que es cómplice de la misma violencia de la que se pretendía refugiar en las leyes. Es algo similar a lo que sucedió con los peruanos, porque por lo menos aquí, en la Argentina, los asesinos estaban claros, eran vulgarmente malos, no habían sido elegidos por el pueblo, eran militares, tenían esa maquinaria siniestra de la tortura y hasta estaban vestidos de nazi. Pero en Perú no está tan clara la responsabilidad porque la mayor parte de los muertos y desaparecidos fue víctima de la democracia, de gobiernos electos democráticamente. Todos escogimos a nuestros asesinos y esto hace que sea muy difícil asumir lo que pasó.
–¿La sociedad peruana debate este tema, está revisando su pasado reciente?
–Sí, después de la Comisión de la Verdad se inauguró una etapa en la que se puede hablar más desapasionadamente y reflexionar sobre lo que ocurrió. Pensaba que esta novela iba a disparar el debate, pero no suscitó grandes polémicas.
–¿Qué tipo de polémica esperaba?
–Creía que a los terroristas y a los militares podían molestarles que sean tratados en un mismo nivel, en un plano de igualdad. Ambos creen que son buenos, y cuando hablás con cualquiera de ellos y les preguntás por qué mataron a 56 personas, te explican por qué lo hicieron. Y, además, se creen moralmente superiores a ti porque están dispuestos a matar y a morir.
–Aunque en la novela equipara a guerrilleros y represores, ¿cuál es su posición fuera de la ficción? ¿Es similar la violencia del Estado que la de los guerrilleros en el caso peruano?
–El problema es que fue un gobierno elegido democráticamente y no una situación de dictadura. Mi impresión, además, es que fueron cómplices. Sendero Luminoso no era una guerrilla vestida con uniformes y fusiles militares; los guerrilleros de Sendero se confundían con la población para atraer el fuego militar contra la población y así capitalizar la respuesta y lograr que la gente se pasara a Sendero. Los terroristas querían que los matasen a todos, y los militares hicieron lo que los terroristas querían, se convirtieron en sus cómplices en una guerra que tuvo 70 mil muertos. En la Argentina, el grado de memoria histórica es mayor porque mataron o hicieron desaparecer a intelectuales, escritores, periodistas, artistas, estudiantes y el terror formaba parte de la vida de las clases medias urbanas. Pero en Perú, las víctimas fueron campesinos sin nombre, que no tenían documentos y que para el Estado estaban muertos desde mucho antes.
Quizá para despejarse de tantos muertos que hay en Abril rojo, un thriller que hacia el final deja sin aliento al lector, en España está publicando un libro para niños, Matías y los imposibles (Siruela), “un niño solo, feo y triste que se hace amigo de los personajes de sus cuentos, una especie de patito feo del siglo XXI”, cuenta el escritor, que además está preparando un musical, en Barcelona, con el grupo de teatro Dagoll Dagom. Roncagliolo escribe diariamente en el blog www.elboomeran.com y dice que quiere hacer una selección de los comentarios que le manda la gente. “Hay uno que siempre me insulta, pero debo reconocer que tiene ingenio, y a veces razón. Una vez se metió un desconocido a fastidiar y el que siempre me insulta le dijo: ‘En este blog el único que insulta a Roncagliolo soy yo’. Ese me cae muy bien.”
–¿Cómo incide esta nueva manera de comunicarse en los modos de hacer literatura?
–Es un género más, no va a acabar con la novela. No comparto ese miedo pavoroso que le tienen los escritores a la horrible competencia de la televisión y del cine, cuando nunca se han producido tantos libros como ahora. Umberto Eco cuenta que los sabios de Egipto se opusieron a la escritura porque decían que si la gente escribía, no iba a querer recordar nada, que ya no iban a utilizar su memoria. En el fondo lo que estaban protegiendo era su posición dentro de ese mundo, ellos eran los depositarios de todo el conocimiento y con la escritura lo perderían. Creo que eso les pasa también a los escritores cuando se oponen a la televisión, al cine, a las nuevas tecnologías; lo que hacen es defender su sitio en un mundo que va desapareciendo.
–¿En cierto sentido se oponen a la democratización de la escritura en los blogs?
–Sí, los escritores hispanoamericanos tienen miedo de que la cultura se democratice, de que todo el mundo lea y pueda participar. ¡La cultura no es propiedad privada de nadie! No entiendo a los intelectuales y escritores que se sienten orgullosos de ser ilegibles y que se jactan de que es buenísimo de que no te lea nadie.
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