LITERATURA › EL áRBOL DE LA MURALLA, DE JACK FUCHS Y EVA PUENTE
“La muerte no se puede contar”, explica la psicoanalista, que en cada encuentro con Fuchs, sobreviviente de Auschwitz, fue descorriendo velos para darle forma a algo que es mucho más que otro libro sobre el ghetto y los campos de concentración.
› Por Silvina Friera
El lenguaje no alcanza a decir lo humano. A duras penas lo araña con un puñado de palabras agazapadas de urgencias en ese constante litigio con la realidad. “Si la guerra hubiera durado dos días más, él no estaría vivo...” Puntos suspensivos y suspendidos en el tiempo, “un concepto banal, casi un vocablo abstracto y obsceno que introduce sus trampas para repartir las cartas”. Una mujer escucha, todos los miércoles, el testimonio de un dolor tan desnudo, una verdad “sin falsos ropajes”, que la atraviesa como una puerta que se abre a un misterio indescifrable. Los ojos del hombre que habla provocan en los ojos de ella algo de horror y seducción. “La muerte no se puede contar”, escribirá luego. “Belleza especular y sobrecogedora ver su cara exponiendo el error. Error no de errar sino de desencajar en el lugar equivocado, dulce belleza empalmando la locura con la magnitud de su resplandor, momento indiscutido de fascinación... ver el rostro de sus otros, esos que han huido y estos que están allí aplacando el temporal sentido de la vida, cobarde sentido del verdadero dolor.” La voz de Jack Fuchs, sobreviviente de ese insondable exterminio de los campos de concentración nazis –“una muerte ideada para no dejar huellas de lo muerto”–, conmovió a Eva Puente, psicoanalista y poeta, autora de El árbol de la muralla, coeditado por la Fundación CEP (Centro de Estudios Psicoanalíticos), la productora Duermevela de Tomás Ligpot y las editoriales Milena Caserola y )elasunto(.
No es un libro más sobre el ghetto y los campos de concentración; testimonios de hechos que por repetirse “sólo han logrado poner velos y acicalar el horror con infame maquillaje”, subraya Puente. La intensidad de El árbol de la muralla no responde sólo a la experiencia radical de Fuchs, que nació en Lodz (Polonia) en 1924, aunque quiso modificar su nacimiento por el 8 de mayo de 1945, fecha de la victoria de los Aliados sobre Alemania, el fin de la Segunda Guerra Mundial. Víctima del nazismo cuando tenía 15 años, fue encerrado en el ghetto de su pueblo natal, donde estuvo hasta agosto de 1944, momento en que lo deportaron junto a su familia a Auschwitz. Todos murieron –su padre, su madre, sus dos hermanas y un hermano–, excepto él. En ese itinerario de “atrocidades que ocurrieron ante la indiferencia del mundo civilizado” –definición certera de Fuchs– le tocó otro “traslado” –eufemismo de la muerte administrada– al campo de concentración de Dachau, donde permaneció hasta el final de la guerra. “He tenido el privilegio de estar presente en varias oportunidades en el fragor de un relato que, como él dice, duele más al que escucha que al que lo relata, relato que de tan relatado ya es como un no relato para el que relata”, plantea la psicoanalista y poeta. “Siempre compartir tiempos de palabra con Jack es como una paradoja descalza, una fiesta sin ruido y sin artificios, escuchar esa voz inmersa en infinitas voces. Puro coraje, su verdad me recorre, no logro descifrar esos códigos, aun así, mi cuerpo sabe, mi letra sabe, se trata de una verdad que está... estalla en mis huesos hasta hacer de mí alguien más humana.”
¿Qué tipo de libro es El árbol de la muralla? ¿Con qué materiales está construido este artefacto? Obra extraña, inquietante en su oscilación entre el documento íntimo –con fotos incluidas–, “testimonio de lo inverosímil sin velo”, la crónica de un viaje a Polonia junto a Fuchs y la cámara de Tomás Lipgot –director del documental que lleva el mismo título del libro–, el diario de una amistad y la deriva de una psicoanalista que, con más de treinta años de oficio, asume que su ardid es “hacer texto con las palabras circulares de lo no dicho, cifrar... cifrado de vivencias para el desenlace ya escrito”. Se podría especular que quizá W. G. Sebald sobrevuela la maquinaria narrativa ideada por Puentes. Sin embargo, no son irrelevantes los límites entre la ficción y el “agujero de lo real”, como sería en el caso del escritor alemán. “La verdad es la ficción, porque de lo real nada se puede decir salvo a través del rodeo del imaginario y del simbólico. De este entretejido de real simbólico e imaginario estamos constituidos..., pero esto excede todo rodeo y lo real me sale al paso impiadoso y recurrente”, advierte la autora sobre una dificultad medular. Pero como Sebald, la narradora en tránsito explora in situ en la casa de este “visitante de la vida” –como alguna vez se pensó Fuchs– y en esa travesía compartida por Varsovia, Lodz, Majdanek y Auschwitz, donde camina por los campos de la muerte, “horror del horror sin definición”. Tal vez en esta instancia el lector deba rebobinar las páginas para volver sobre una declaración, antes del viaje. “Estoy pensando en estos días que los que dan la orden de matar, Mussolini, Franco, Hitler, nunca mataron a nadie. Me explicaron que cuando Hitler pasó por las ciudades y tuvo que atravesar Hamburgo, que estaba todo destruido, no pudo mirar. El nunca visitó a un herido de su propia gente”, recuerda Fuchs.
Las preguntas se incuban, las conjeturas se multiplican. “¿Quién puede comprender lo que escapa por los suburbios de la vida, para entrar en los cementerios que cantan con altivez?”, se pregunta Puente. “Jack dice que lo único vivo en Lodz es el cementerio. Lo más vivo es el cementerio judío más importante de Europa.” En este punto la psicoanalista confiesa que “casi” no puede comprender, “como si el idioma me hubiera abandonado, como si fuera extranjera de la lengua materna, de toda lengua imposible de comprender”. En el Museo de Auschwitz se enfrenta con el umbral de dos miradas: la belleza extraordinaria de una joven de catorce años –que murió el 12 de marzo de 1943, informa el epígrafe de la foto– y el rostro de una nena de dos años, rescatada de los experimentos de Menguele. “La mirada de la más pequeña da cuenta de lo que mi mirada de adulta no lograr dar cuenta”, escribe. “No hay ficción posible para reproducirla, no hay efectos especiales para reducirla, nadie podría con ella... sólo verla.”
Un tejido de citas intercede como relámpagos en la retina de Puente. De Edmond Jabès a Primo Levi, de Theodor Adorno a Jacques Derrida –trayecto que incluye también a Jürgen Habermas y a Jean-François Lyotard, entre otros–, no podía faltar Martin Heidegger, “una mente brillante, un pensamiento que recorre aún cada espacio del ser y su frondosa peculiaridad”, pondera la psicoanalista al filósofo alemán. “Pero su apoyo al régimen y su silencio posterior no deja de provocar, sacude los cimientos de toda razón hasta nuestros días. El nunca ofreció razones para dar cuenta de su ortografía callada y terca”, agrega en un capítulo del libro, acaso el más “ensayístico”, en el que rastrea cómo la filosofía gestó dimensiones teóricas para sostener el genocidio. Puente dista del minimalismo estilístico de oraciones breves y escritura al hueso. Desde una especie de “barroco en carne viva”, acorrala restos inefables. Sentada a la orilla del sufrimiento de Fuchs, devuelve a la palabra su decir de insospechable potencia, como si arrojara un sortilegio poético sobre la espalda del tiempo.
* El árbol de la muralla se presenta hoy a las 18.30 en el Museo del Holocausto (Montevideo 919), con Eva Puente y Jack Fuchs. Se proyectará también un fragmento del documental de Tomás Ligpot.
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