Lun 21.01.2013
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LITERATURA › ENTREVISTA A HEBE UHART, A PROPóSITO DE SU LIBRO VISTO Y OíDO

“Me gusta la mezcla de lo antiguo y lo moderno”

La escritora nacida en Moreno publicó un libro imperdible. Son crónicas de sus viajes por Roque Pérez, Mendoza, Santiago, de Chile, Neuquén, Junín de los Andes, Uritorco, Tandil y Asunción del Paraguay, entre otros lugares. Todas ellas combinan sutileza y sencillez.

› Por Silvina Friera

La curiosidad de Hebe Uhart funciona –parafraseando uno de sus textos– como si el movimiento fuera la regla y el reposo la excepción. Camina, mira, lee carteles y anuncios varios en calles y edificios de las ciudades y pueblos que visita. Anda con la oreja y la mirada siempre disponibles, atenta a los refranes, preguntando sin cesar. En el arte de tirar de la lengua y capturar la temperatura exacta de un relato no hay otra igual. Zapiola, a diez kilómetros de Lobos y noventa de la capital, recién tuvo luz eléctrica alrededor de 1985 y el único teléfono que había por esa fecha estaba en el almacén de ramos generales y era a manivela. La viajera crónica llega y, luego de escuchar un puñado de historias, registra que el mayor elogio que se le puede hacer a una persona en esa zona es que es trabajadora. “¡Cómo se daba maña para todo!”, dicen. En ese poblado no abundan plomeros ni electricistas para una urgencia. Hay que arreglarse; saber de todo un poco. “Y ahí la vida es así: una bronca es como una lluvia, como una niebla; como viene se pasa”, escribe en uno de los textos de Visto y oído (Adriana Hidalgo), crónicas de sus viajes por Roque Pérez, Mendoza, Chile (Santiago y La Serena), Neuquén, Junín de los Andes, Córdoba (Uritorco, San Marcos Sierra y Capilla del Monte), Santa Fe, Luján, Tandil, Azul y Asunción del Paraguay, entre otros.

Nada más ajeno al espíritu de esta narradora extraordinaria que la bajada de línea. El peor pecado en un cuento, en una crónica, es juzgar lo que dicen los personajes. En “Un viaje desusado”, la primera crónica del libro, está el humus de su trabajo como escritora. “Yo cuando aparecen puntos de vista diferentes ante algo, me pregunto como cuando era chica y mi papá y mi mamá opinaban distinto. Pensaba: ¿quién tendrá razón? Nunca pude ni puedo llegar a ninguna conclusión”. Los textos los fue escribiendo en cada ciudad o pueblo que visitó, durante los primeros meses del año pasado. “Un lugar que me gustó fue La Serena; la mantienen colonial. Está a seis horas de micro de Santiago, de Chile; fue creada en 1580 para ser un punto entre Santiago y Lima. Desde la terminal de La Serena escuchás que gritan: ‘¡micro para Arequipa!’. Está muy bien mantenida La Serena. Los chilenos son más cuidadosos; nosotros somos más rompedores”, compara Uhart en la entrevista con Página/12.

–En cada crónica siempre aparece una palabra que asombra. En “Un viaje desusado” es “pastorear”, que contrasta con las buenas intenciones de integrar a chicos de distintas clases sociales y regiones del país.

–Eso es un modismo particular; lo debo de haber sacado de alguien que me lo dijo y me gustó. Y lo incorporé inconscientemente. Es linda la idea de “pastorear” por ahí. Esa crónica es un recuerdo de los años ’70, cuando se daban los proyectos de integración a nivel nacional. Un señor de la cooperadora de la escuela nos consiguió un viaje a Embalse Río Tercero, un complejo adonde iba todo el mundo. Y es una crónica de lo que realmente pasó, donde uno puede ver lo disímiles que son las regiones del país. Los jujeños que venían de un pueblo nunca habían visto un colectivo. Los mendocinos no le daban bolilla a nadie. Nuestros alumnos charlaban con unos de Entre Ríos. Los maestros chaqueños empezaban las clases cuando llegaban; por el camino se detenían, comían algo y después llegaban a la escuela. Y las maestras de Buenos Aires, entre las que estábamos nosotras, tienen la idea de cargar con los alumnos, esa cosa de pelearse por quién se hace cargo.

–Es muy interesante en esa crónica que todos llevaban algo para mostrar, menos el grupo de Buenos Aires.

–Sí. A nosotros nos llevan y con nuestra presencia basta (risas). Para mí lo más interesante fue entender que la integración es un trabajo. ¿Cómo bajás un discurso teórico y aleccionás a un chico en uno o dos días sobre cómo debe ser la vida, cuando está acostumbrado a vivir de otra manera?

–¿Por qué cuando va a un pueblo chico pregunta por el hombre o la mujer más viejos para encontrarse con ellos?

–El asunto es así: cuando el pueblo es chico, siempre hay un referente, la persona que se acuerda y cuenta. En otro libro de viajes, en un pueblito chico, en Conchillas (Uruguay), me dijeron: “Ay, qué lástima, fulano no está. Y al otro señor no se lo puedo presentar porque hizo un papelón por la televisión” (risas). En los pueblos chicos te cuentan de todo. Y todos saben todo.

–¿Qué encuentra en esos pueblos chicos, especialmente en la gente de campo?

–La gente de campo es una fuente de aprendizaje para mí. Me gusta la mezcla de lo antiguo y lo moderno. En el kilómetro ochenta y nueve un paisano me contaba de los animales, que corría carreras cuadreras, con su boinita, su pañuelito rojo. “A mí me gusta vestirme así”, me decía. “Yo tenía un zorro encadenado y los otros me decían que bolaceaba. Y para que no digan que bolaceo, le saqué una foto con el celular”. Me interesa la mezcla, cómo se dan los elementos tecnológicos nuevos con cosas más tradicionales, como es charlar, contar y todo eso. Después le pregunté a un gerente de recursos humanos de un banco si los paisanos no bolacean un poco. “¡Y qué quiere, con esta llanura medio triste!” (risas). No es cierto lo que decía Borges que todos los pueblos de la Provincia de Buenos Aires son iguales. Yo creo que son bastante distintos.

–¿En qué se diferencian?

–Por ejemplo en Tandil están ricos todos porque tiene turismo, industria y campo. Si tenés las tres patas, a toda la población se la ve bien. En Azul, que son un poco más conservadores y no quieren turismo para que no les arruinen los cerros, hay ricos pero no se ve en toda la población. En general, si querés una teoría, hay pueblos más abiertos y pueblos más a la defensiva. Azul está un poco a la defensiva. Entre Gualeguaychú y Concepción del Uruguay, Gualeguaychú tuvo una crisis muy grande, pero salió adelante gracias al turismo. En cambio Concepción del Uruguay no quiere el turismo. Dicen que los turistas dañan. Tienen un buen archivo, un buen museo, pero si querés fotocopiar algo te dicen que no se puede. Nada se puede; están a la defensiva.

–¿Cuál fue el pueblo que le resultó más cerrado o que más le costó encontrarle la vuelta?

–Muy interesante, pero que habría que indagar más, es Esperanza (Santa Fe) porque son muy cerrados en sí mismos y da trabajo buscar qué es lo que pasa. Y ha habido una “guerra” de religiones importantísima entre católicos y protestantes. Yo le preguntaba a la gente si no había acusaciones entre las parejas. “No, en mi casa ni un sí ni un no”. Debe haber habido agresiones y cosas que no se cuentan. Es un pueblo raro; estuve poco tiempo y es para indagar más.

¿Otro cafecito?, pregunta Hebe, que tiene ciertos hábitos arraigados como viajera. “En Santiago fui a un hotel en el que ya había estado, conozco el barrio, sé dónde comer si quiero hacerlo afuera o dónde comprar si como en la habitación, dónde fumar, manejo la tarjeta para abrir la puerta y comprendo la ducha, porque las tarjetas y las duchas de los hoteles son las mismas y no son las mismas, como decía Heráclito”, confiesa en la crónica de sus peripecias por Chile. “Lo del Uritorco no se puede creer. Jamás imaginé que en la tranquila Córdoba había semejante movimiento, que me intriga muchísimo; son corrientes turísticas que van por toda América latina –explica mientras prepara él cafecito–. En todos lados hay centros de maestros, de luz, de armonía, de equilibrio, de profecías, de tradiciones de todo tipo. Mucha de esa población es nómade; se quedan dos o tres años y después se vuelven a Buenos Aires. Los del Uritorco no se bañan no hace un año, no se bañan hace treinta años. La ropa está pegada al cuerpo, como integrada”.

–Lo más extraño es averiguar por qué eligen el Uritorco, Capilla... San Marcos Sierra, ¿no?

–A uno le pregunté: ¿cómo llegaste acá? Y me dijo: “yo no llegué, el cerro me trajo” (risas). Vos no querés ir, el cerro te lleva. Es algo que te atrapa, te atrae; es una forma distinta de ver las cosas. Un publicista que hace treinta años que está en San Marcos Sierra me dijo que gana diez veces menos, pero gasta diez veces menos que en Buenos Aires porque “tengo menos enganches”. Entonces le pregunté qué son los enganches. El auto, por ejemplo, que no tenía. ¿Pero si tenés hambre y no tenés para comer?, le pregunté. “Mi estómago sabe cuánto tengo en el bolsillo”, me dijo (risas).

–La población estable de estos lugares debe sentir cierto fastidio.

–En San Marcos Sierra había dos caciques. Un cacique era un ejecutivo de edad mediana, bastante buen mozo, con una coleta muy prolija, hermosa casa y hermoso coche. Miró el celular y me dijo: “Voy a ver si la puedo recibir mañana”. Chau, lo dejé... El otro cacique era más genuino, más malo que no sé qué: malo, tuerto, autoritario. Me dijo: “Hippies hay de dos clases: los que se bañan y los que no se bañan” (risas). A él le gustaba más la gente de antes, las colonias de antes que eran más leales. La población vernácula tiene razón: muchos jóvenes llegan hasta ahí huyendo del asfalto, pero la población local quiere asfalto, cloacas y mejoras como cualquiera. Hay otra variante, que no es hippie ni neo hippie: son personas de Buenos Aires que se van a vivir a San Marcos Sierra buscando tranquilidad. Tanto en Capilla del Monte como en San Marcos Sierra hay gente de todo el planeta: holandeses, franceses, ingleses, chilenos, uruguayos, colombianos y de todo lo que quieras de Latinoamérica. Y las mezclas se producen. El hijo del cacique tuerto estaba con unos amigos recontra hippies, fumando marihuana por ahí...

–¿Cómo es su actitud cuando viaja? ¿Qué le interesa en el recorrido?

–Depende del lugar. Si es un pueblo chico, generalmente lo recorro todo. Lo mejor es caminarlo lo más posible y verlo todo. Si es una ciudad grande, hay que mirar bien porque las ciudades siempre son fachadas; alrededor hay otras cosas que no se ven. Me pongo a caminar y me dejo llevar; cuando más tiempo te abandones por la calle, algo va aparecer. Eso es innegable. En el caso de Asunción, como llegué tres días después de la destitución de (Fernando) Lugo, era muy importante ver la televisión, escuchar la radio y mirar lo que pasaba en la calle. Es, según el tamaño, mi actitud. Un pueblo es más fácil que una ciudad grande porque yo vengo de un pueblo. Soy de Moreno, entonces yo un pueblo lo conozco. Lo que te puede perturbar para viajar es que haga mucho calor y no puedas pensar, que te agarre un ánimo escéptico o que te preguntes qué estoy haciendo acá, para qué vine. Una vez superado esto siempre aparecen cosas interesantes. Yo me adapto al tamaño del lugar. De los paraguayos me interesa su vitalidad, que no se quejan. A un paraguayo, aunque lo veas en el segundo subsuelo, le preguntás cómo está y él dice que “bien”. Y sube el pulgar. Son optimistas. Y tuvieron guerras.

–¿De dónde les vendrá ese optimismo?

–La población paraguaya es muy vivaz e inteligente, pero con la desdicha de haber tenido los peores gobiernos de este universo. Fueron muy sufridos, muy corridos. No sé por qué son tan optimistas... Es medio inexplicable porque son los únicos que conozco tan alegres. Los cubanos también son alegres. Los paraguayos son un poco como los cubanos.

–Pero sin el Caribe y el malecón.

–Sí, es cierto. Los paraguayos tienen una inocencia e ingenuidad que me gusta. Esa ingenuidad los puede joder políticamente, pero es un pueblo con el que sintonizo. El lenguaje paraguayo es por composición. En los diarios en vez de escribir la ladrona de coches, escriben la robacoche. En vez de dinero enterrado dicen plataentierro; son dos sustantivos yuxtapuestos. El más lindo que encontré es “la mujer tiniebla”, una mujer que no es clara. Eso les viene del guaraní. Paraguay tiene gente muy talentosa. Y tiene a Roa Bastos, que es el lenguaje más potente de América latina, ¿no?

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