Vie 19.04.2013
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LITERATURA › FERNANDA GARCIA LAO Y LOS CUENTOS DE COMO USAR UN CUCHILLO

“Me gusta tener esa libertad del demiurgo de inventar todo”

La escritora ofrece veintisiete mundos-relatos comprimidos que se escapan de todo convencionalismo. En buena parte de ellos prevalece la oscuridad, lo que lleva a la autora a definir: “En mis cuentos hay más nubarrones que luz”.

› Por Silvina Friera

El bisturí de Fernanda García Lao es una victoria de la ficción breve a gran escala. No hay libretos previamente establecidos. Las sorpresas no se esperan ni se sueñan ni se anticipan: suceden, estallan. El aguijón se clava veintisiete veces, en veintisiete mundos-relatos comprimidos y deformados por ese salto repentino que se produce cuando cambia el sentido. Deformar es revolver las aguas, desarticular las convenciones y exprimir el lenguaje hasta desconcertar como máxima. “La primera vez que mordí tu lóbulo, no pude prever lo que encontraría. Una mujer que contiene el universo”, dice el narrador de uno de los cuentos de Cómo usar un cuchillo (Entropía). A la escritora no le tiembla el pulso: hunde la cuchilla con la certeza de que “no hay nada más real que la muerte”. Algunos relatos surgieron de noticias exóticas que se cruzaron con las pupilas de la autora, como “Abejas atacan a Delia”. “Leí que un montón de abejas atacaron un pueblo y que fueron concretamente a tres puntos. Imaginé cómo el sistema del pueblo sacrificaba a una persona para librarse de las abejas”, cuenta García Lao en la entrevista con Página/12. Otros relatos, en cambio, tienen un antecedente remoto en una anécdota real intervenida, transformada. “Las anécdotas me aburren; trasladar una anécdota con verosimilitud me parece una pérdida de tiempo. Las anécdotas de mi vida que me interesan fueron tan perfectas que las quiero guardar como verdad; están en otro sector de mi cabeza. Cuando construyo, me gusta tener esa libertad del demiurgo de inventar todo.”

–En los relatos de Cómo usar un cuchillo hay más oscuridad. ¿Las formas breves le permiten ser más oscura?

–Sí, totalmente. Tiene que ver con el espacio: entra menos luz. Cuando laburo en extensión, aflojo algunas cuerdas, pero naturalmente me sale cierta oscuridad, siempre con un humor muy negro. El humor también está oscuro. Y en este caso, al tener todo más condensado, tal vez ese humor que en una novela ocupa un capítulo o que va tiñendo determinadas frases, acá queda reducido a un par de pequeños momentos. Y hay más nubarrones que sol. Igual no me psicoanalizo los textos, los dejo ser (risas). Son así; es gente así la que aparece: gente nublada. No hay una explicación. No me pongo como premisa ser densa. Hay algo que se construye más allá de uno. Ahora que estoy dando talleres me doy cuenta de que muchas cosas que yo destilo en los textos tengo que pasarlas a conciencia para poder explicar a otro lo que podría llamarse técnica, que en mi caso está muy cerca de lo inconsciente. Entonces tengo que intentar encontrar cuáles fueron esos detalles para poder reproducirlos. Por otro lado, también tuve mucho interés en laburar el lenguaje. Que el conflicto no estuviera puesto sólo en el asunto o en el marco, sino que las frases estuvieran cargadas. Que fueran potentes y extrañadas.

–En el primer relato, “No hay mantra”, se lee: “Hagan un esfuerzo lingüístico para introducir el concepto de tensión”. ¿Se podría pensar esta consigna en un sentido más amplio? ¿Que a la literatura, a ciertos textos, les falta conflicto?

–Sí. Si no hay tensión en el arranque, me cuesta mucho confiar en un texto ajeno y personal también. Es pensar los objetos de un relato como fuerzas en oposición y tensar ahí esas líneas. No porque abogue por el relato tradicional. Pero estoy muy pendiente de que en el desenlace quede en evidencia qué es lo que estuvo enlazado que uno debe soltar. Y pareciera que hay muchos textos donde el desenlace es simplemente el abandono de un objeto por el aburrimiento del autor o por un intento de desentenderse del asunto. Y en general tiene que ver con que no hubo nada enlazado, nada realmente que hubiera que de-sentrañar. Y si no hay nada que de-sentrañar, el material es muy unilateral, no había claroscuros. En literatura se puede mentir más la falta de pincelada, de perspectiva, de punto de fuga, la falta de tensión entre los cuerpos. El foco puesto en un ojo es muy de Giotto. Me gusta ese tipo de imagen pictórica fuerte, con una iluminación muy expresiva. Pero eso no significa que haya que escribir de un modo. Me parece que es muy saludable que haya distintas maneras de entender lo literario. Que no haya nadie que nos quiera vender “la” fórmula para escribir un relato. El cuento no tiene fórmula. Y si la tuvo, está obsoleta. Cada cuento requiere de una lógica. No quiero ponerme en un lugar normativo porque yo misma lo pervertiría, si encontrara que hay una manera única. La literatura feliz no existe. Nace de la muerte, no en un sentido literal, sino en un sentido de modificación. Hay muchas formas de abordar los textos y de hecho acá quise jugar a distintas maneras. “Navidad impúdica” es para mí un cuento más clásico: el segundo hilo surge al final y queda en evidencia todo eso que estaba oculto. En otros, no laburo así. La opción era jugar con el formato, no crear un solo modo de construir: “García Lao escribe relatos así”. No. Uno lo escribo “así” y el otro lo niego.

–A propósito de la cuestión de la muerte, en “Bisturí” hay una frase en que se plantea que “no hay nada más real que la muerte”. ¿Los cuentos del libro están unidos por la muerte?

–Sí, aunque hay muchos cuentos en que no es tan claro dónde está el cuchillo. Pero está. Hay que buscarlo. A veces son cuchillos sin filo; pero está la inquietud de algo que se puede cortar. En ese relato en particular, también fue la profesión del personaje la que me llevó a pensar cómo es alguien que trabaja en una morgue, cómo se enamora, cómo se comporta, en qué cree. Son excusas para ponerse en los zapatos de los demás.

–Las personas que suelen trabajar en las morgues o en cementerios suelen generar cierto enigma. Quizá porque tenemos una relación con la muerte negadora, temerosa, ¿no?

–Sí, sobre todo en nuestra cultura. Me hace mucha gracia la frase: “pobre, se murió...”, como si uno se salvara de la muerte. Es una cuestión de tiempo. Uno puede decir: “¡Puta, se fue muy rápido!”. Mi viejo se murió en un accidente, en el mar. En ese momento yo estaba escribiendo una obra de teatro con una amiga, en vacaciones, matando a un personaje con mucha liviandad. Y sonó el teléfono y era mi vieja... y de pronto la realidad sepultó a la ficción. Y me quedó esa sensación de incertidumbre absoluta, de que los minutos no existen, de que lo único real es la muerte. Hay una necesidad de burlarse un poco de la muerte como sistema de gobierno que nos domina. Me da ganas de no ser temerosa, de sacarle la lengua y de reírme con todos los personajes que pueda concebir en el fondo de mi cabeza. Prefiero cierta anarquía frente a la gravedad de la muerte.

–También aparece la idea de asco en varios relatos. “Tengo una desagradable tendencia, casi nerviosa, al asco”, se lee en “Sentencia”. También está en el cuento “Buenos Aires”: “Yo mismo me recuerdo con asco, aunque esté un poco ausente”. ¿Encuentra una conexión entre muerte y asco?

–El asco podría ser parte de mi tradición literaria. Está presente en muchos autores franceses. También en (Witold) Gombrowicz. Es esa sensación de saciedad y de conflicto físico de alguien que ha tragado mucho y necesita evacuar. El organismo se libera, mediante la náusea, de un montón de inmundicias. El asco es muy urbano, no sé si imagino la palabra en un contexto de naturaleza. Tiene que ver con la cantidad, con el exceso. El asco es medio punk y aparece más allá de mí como elección. A mí algunas cosas también me dan asco y seguramente les contagio ese sentimiento a los personajes. Pero no lo tengo muy pensado, no sé de dónde viene. Además, tampoco me lo pongo como objetivo. Si el personaje siente asco, lo dejo sentir. “Buenos Aires” surgió de ver mucha gente sola en una ciudad tan repleta, tan colmada y tan gótica. La gente tangencial me interesa. Cuando vivía en el centro, miraba bastante por la ventana y siempre me interesó lo que casi no se veía. También ahí está Corana con el vecino en “Eclosión”, que surgió de la lectura de una noticia. Una mujer que había comido pulpo crudo y supuestamente le habían quedado entre los dientes espermatóforos latentes. Imaginé en el cuento cómo hacer para que ella se embarazara. Necesitaba crearle una situación erótica para que aquello llegara a ser fecundado. Tal vez son noticias inventadas por algún periodista infame, pero me sirvió para imaginar cómo. Y también para pensar la herencia más allá de lo humano que sean tus hijos. Cómo se traslada tu propia naturaleza, tus limitaciones. Me daba gracia que fuera un pulpo y no un hijo que se comportara como ella, un pulpo fóbico (risas). En la rutina de la escritura muchas veces suele infiltrarse cierta desidia. O la comodidad de encender el piloto automático. Como escritora, estoy pendiente de seguir experimentando con el material propio y de no reiterar mis estrategias. Hay una ruptura con el libro anterior y eso es premeditado. Más allá de que aparezcan cuestiones en las que me reconozco como Lao, no quiero quedar presa de nada. Menos de mí. En este libro, al tener la libertad de no ahondar en un solo mundo, sino en muchos –casi como esos millones de pulpos que le crecen a Corana en la bañera–, invento brotes de mundos y veo además qué pasa si les regulo la luz.

–Al regular la luz, ¿qué pasa con el verosímil?

–Hay un trabajo de tensión con el verosímil para escapar del dogma realista, que es imposible de cumplir. En un relato muy absurdo, vos adherís a la trama si hay una lógica interna que lo sostiene. Entonces construyo esa lógica para que pueda ser posible, sobre todo en el terreno de la imaginación. La literatura es el lugar de prueba, no es el lugar de dogmas y de traslación de saberes. No es un lugar para que el autor opine. No quiero escuchar al autor. Quiero que hablen sus criaturas, sino que escriba un ensayo. De hecho, hay muy buenos ensayistas que como novelistas me aburren. Y varios en la literatura argentina. Si vas a trabajar con la ficción, está bueno darse el permiso de ser monumental y doméstico. Las dos cosas. A mí me gusta la intimidad. Casi todos los personajes están en situación de intimidad. No hay grandes multitudes ni espacios abiertos.

–Quizás uno de los más abiertos sea “Naufragio”.

–Sí, porque la protagonista es más expresiva, está todo el tiempo queriendo llegar al otro, pero no lo logra. Lo social termina hundido. Todos los sistemas que uno inventa como ser humano terminan deglutiéndote: el sistema familiar, el sistema social. Las convenciones terminan siendo una losa. También es más expresiva la participante de “Tiburones con rodete”; siempre son mujeres más desbordadas. Siento que el desborde es un terreno más femenino. Los hombres tienden al mutismo. Hay más suicidas mujeres que hombres en el libro.

–¿Vas a cantar en la presentación del libro?

–Sí, es un modo de entregar algo lúdico y ligero porque la música tiene algo más acuático. Voy a cantar dos temas que escribí: “Linfa lunática” y “Palabras de no amor”. Va a ser una forma de tomarme un poco el pelo a mí misma; que no sea una presentación seria ni solemne. Que nadie se duerma. Siempre en las presentaciones de libros hay hombres durmiendo (risas). Mi pareja (Tito Fargo) va a tocar una guitarra Gretsch, que era del guitarrista de Tom Waits. Es como un guitarrón que está bajado de afinación y yo tengo la voz medio grave. La idea es charlar un rato con Mariana Enriquez y Cecilia Szperling y luego cantaremos y beberemos hasta que nos echen (risas).

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