LITERATURA › ALMUDENA GRANDES Y EL LECTOR DE JULIO VERNE
La escritora española dice que esa debilidad se debe al hecho de no haber “afrontado el pasado”. Grandes sigue hurgando en ese pasado. Su nueva novela le da voz a un niño que encuentra en los libros una salida a la “repugnante sintaxis burocrática del terror” franquista.
› Por Silvina Friera
Las cosas no siempre son como parecen. El estribillo que Nino, el protagonista de El lector de Julio Verne (Tusquets), repetirá de tanto en tanto, en Fuensanta de Martos, un pueblo de la Sierra Sur de Jaén, irrumpe en el preciso instante en que un mozo escucha, mientras apoya el café y el té sobre la mesa, una confesión a medias que suena tan extraña como esas frases que se disgregan en el aire de una noche de excesos etílicos. Pero es de día y en el cuarto de este hotel de Recoleta hay una mujer sobria que habla en serio. “Yo he dejado la guerrilla”, dice Almudena Grandes, como si abandonar esa obsesión sentimental que la viene acompañando en los últimos años avivara una pátina de melancolía. Las cejas apenas arqueadas del mozo vuelven a la normalidad cuando está por salir de la escena. “No puedo estar toda la vida escribiendo sobre la guerrilla”, aclara la escritora española sobre las seis novelas que integrarán los “Episodios de una guerra interminable”, esa empresa literaria descomunal destinada a explorar la resistencia contra la dictadura franquista. En esta segunda entrega, la voz de Nino, hijo de un guardia civil que tiene nueve años en 1947, comienza a perder la inocencia y el miedo cuando encuentra en la amistad con Pepe el Portugués –un camuflado militante comunista que tenía el don de decir a cada uno lo que quería oír– y en los libros otra salida a la “repugnante sintaxis burocrática del terror”.
“La historia me la regaló un amigo que me contó su infancia. El protagonista de la novela se llama Nino, de Antonino, porque mi amigo se llama Cristino. Siempre que escribo una novela suelo partir de una imagen que me persuade –revela Grandes–. A veces es una imagen que veo de verdad y otras veces es una imagen que me asalta cuando estoy leyendo o cuando me cuentan algo. Cristino me contó que de pequeño vivía en una casa cuartel de Fuensanta de Martos porque la Guardia Civil, que era la policía rural del franquismo, vivía en casas cuarteles para proteger a los guardias. Las paredes eran muy finas, porque las habían cambiado de sitio muchas veces, para hacer los habitáculos más pequeños y poder meter a más guardias. Entonces oía cosas que no tenía que haber oído. Una era, evidentemente, los gritos de los detenidos cuando los torturaban. Y la otra eran las conversaciones entre su padre y su madre. En el libro hay una conversación que es una transcripción literal de la vida de Cristino, cuando su padre le dijo a su madre que estaba muy preocupado porque el niño no crecía. Si no daba la talla, no podría ser guardia civil y tendría que aprender a escribir a máquina.” Las manos de la escritora, como titiritera de una oralidad envolvente, se preparan para la coreografía que vendrá. “Todos los días al salir de clase Cristino iba a escribir a máquina. Lo metían en la oficina de la casa cuartel y como era muy bajito, para que llegara a la máquina, le ponían en la silla un tomo de la enciclopedia Espasa y un cojín. Con eso llegaba a la máquina, pero los pies no tocaban el suelo. La imagen de los pies de Cristino en el aire fue lo que me decidió a escribir. Esa imagen se merecía una novela”, subraya Grandes en la entrevista con Página/12.
–¿Por qué eligió adoptar la voz de un niño?
–Un niño me permitía contar lo que pasaba sin que fuera una novela triste ni truculenta. Los niños son narradores especiales porque todavía no han aprendido a mentirse a sí mismos. Y eso los convierte en narradores sinceros y veraces. Nino es un niño de nueve años muy inocente y tiene mala suerte. Le toca vivir en una época terrible que él no acaba de comprender totalmente. Nino oscila entre lo que sabe y no debería saber y lo que debería saber y no sabe. Un adulto no habría mantenido ese equilibrio entre lo que sabe y lo que no sabe, entre el terror y la inocencia.
–En esta novela la lectura y los libros son el antídoto contra el miedo, ¿no?
–Es cierto. El lector de Julio Verne, además, es un homenaje a la literatura de aventuras. La visión de Nino va a cambiar gracias a los libros que su maestra de mecanografía tiene guardados; en una casa en medio del monte hay una biblioteca de trescientos libros que es casi clandestina. Cuando Nino ve esos libros es como si descubriera la Biblioteca de Alejandría. Al leer los libros que le presta doña Elena, que empiezan siendo los de Julio Verne y luego son de más autores, por un lado encuentra la manera de escapar de una vida odiosa que a él no le gusta. Entonces los libros para él son un arma; los libros lo arman, le dan el poder de mirar el mundo de otra forma. La novela más importante que lee Nino es La isla del tesoro, que no es de Julio Verne. Nino no se da cuenta de que su vida se está convirtiendo en una aventura distinta pero tan peligrosa como las aventuras que lee. Cuando llega el momento de tomar una decisión, él acepta el reto. Si Jim Hawkins fue capaz de rescatar la Hispaniola él solo, cómo no puede Nino ir al cruce de caminos.
–Hay personajes que son de ficción pero parecen sacados de la realidad, como Pepe El Portugués y especialmente Miguel Sanchís, cuando elige su muerte y se revela que ese guardia civil, antes de morir, grita: “¡Viva el Partido Comunista de España! ¡Viva la República!”.
–Pepe el Portugués –un personaje que va a salir en todas las novelas de la serie porque es mi niño mimado– es el prototipo del revolucionario español durante la dictadura. Miguel Sanchís es un paradigma de la gente que quedó atrapada, como el propio padre de Nino, en un destino que no era el suyo. Me impresionó mucho un libro de Ramiro Pinilla que se llama Antonio B. El ruso. El personaje es un hombre que robaba desde muy pequeño. En una estación de tren, un guardia civil le preguntó: “¿Tú robas porque tienes hambre o para hacerte rico?”. El niño le dijo que robaba por hambre. El guardia civil le dio la mitad del desayuno y le dijo: “Cuando te detengan, tú dí siempre que robas porque tienes hambre, aunque no te lo creas hay comunistas hasta en la Guardia Civil”. Esa historia me gustó mucho y me llevó a investigar. Y efectivamente encontré que hubo bastantes guardias civiles que quedaron atrapados durante la guerra y que siguieron siendo guardias civiles. La historia de Sanchís es verosímil porque el mando lo que hacía era mandarlos a zonas de guerrillas para probar la lealtad. En muchos casos se suicidaban: “En vez de disparar contra los míos, disparo contra mí”.
–Nino se entera de la peor forma posible de su pasado familiar cuando descubre por qué su padre es guardia civil, algo que nunca va a saber por boca de él. Cuántos secretos guardados, cuántos silencios hay en la mochila de los españoles...
–Esto es muy importante porque Nino es un niño atrapado en una contradicción sin salida entre el amor que siente por su padre –que es un hombre bueno, aunque no hace siempre cosas buenas– y la admiración clandestina, pecaminosa, que siente por la guerrilla. Nino admira a los guerrilleros porque sabe que en Fuensanta de Martos son los únicos que pueden elegir su vida. Cuando Nino descubre por qué su padre siendo un buen hombre hace cosas que no son buenas, se enfrenta a una desolación incomparable: la verdad es mucho peor que el engaño en que vivía. Y eso hace que Nino crezca antes de la cuenta y se convierta en un adulto precoz. Cuando me preguntan por qué me interesa tanto el pasado, siempre digo que en mi generación hemos vivido en casas en las que había fotos de gente de la que no se hablaba. En las cómodas, en las paredes, había fotos del tío zutanito, del abuelo menganito... Y tú preguntabas ¿y éste quién es? Y te decían cómo se llamaba. ¿Y qué pasó con él? Pues que se murió. ¿Y cuándo murió? Hace mucho tiempo. Y ya está. El peso del silencio, de los secretos, los nombres que no hemos averiguado, las historias que no nos han querido contar hacen que el pasado nos pese tanto. Que necesitemos llevarlo con nosotros, que no podamos decir: “Eso pasó”. Para decir “Eso pasó” deberíamos saber quiénes eran los de las fotos, cuáles eran las historias que había detrás de todo eso.
–¿Ese pasado también pesa porque no se juzgaron los crímenes franquistas, a diferencia de Argentina, donde sí se condenó a los represores y aún hoy se continúa con los juicios?
–Evidentemente es así. La transición hacia la democracia dio resultados en el corto plazo. Un ejército que está cuarenta años cortando el bacalao, como decimos en España, no iba a ceder sus privilegios alegremente. Es verdad que había un equilibrio complicado y que se tomaron muchas decisiones precipitadamente para encajar los equilibrios posibles. Pero eso que fue útil a corto plazo a largo plazo se ha convertido en un problema. La palabra transición, como su propio nombre lo indica, quiere decir provisional: un camino para ir de un lugar a otro. Sabemos de dónde venimos, pero nunca hemos llegado a ningún otro lugar porque la transición se ha erigido en un régimen permanente. El hecho de no afrontar el pasado no solamente condenó a la incertidumbre a cientos de miles de familias, sino que también hizo que la democracia española naciera con una fragilidad congénita. Todo eso ahora ha explotado y desembocado en una inmensa crisis institucional. La memoria tiene que ver con el presente y sobre todo con el futuro. La consecuencia no es sólo el desaliento de la gente que tiene un abuelo en una cuneta. Es más grave que eso. Afecta a la propia estabilidad y naturaleza del Estado español.
–A partir de lo que pasó con Baltasar Garzón por investigar los crímenes del franquismo, ¿se está debatiendo en este momento la forma de avanzar y poder investigar?
–Algunos estamos intentando esto desde hace mucho tiempo. Lo que pasó en la transición es que con tal de no volver a 1931, con tal de no volver a la Segunda República, acabamos volviendo al siglo XIX. Había pánico por reivindicar la República como lo que fue: un experimento democrático que tuvo éxito. Cuarenta años de dictadura no se borran fácilmente por la mera voluntad de olvidarla. Que es lo que se propuso en España, después de escuchar que la República fue la culpable de la guerra civil, que es la mayor falacia de la historia contemporánea, porque la República fue la víctima de la guerra. Los culpables fueron los generales que dieron un golpe de Estado. En la transición se pensó que la República cuanto más lejos, mejor. Y la consecuencia es que tenemos la democracia que tenemos. ¿Se trata de conseguir una Comisión de la Verdad? Sí. Y se trata de más. Se trata de normalizar la democracia española. Si algún día se consigue, que espero que sí, llegará la Comisión de la Verdad como un fruto maduro. Lo de Garzón consiguió unir a muchísimos españoles en contra del Tribunal Supremo. Y perjudicó profundamente la estimación de la judicatura. Creo que la judicatura es uno de los aspectos en que el franquismo pervive más en la sociedad española. En la transición no hubo ruptura. El Parlamento español no inició sus sesiones repudiando a la dictadura anterior. Pero además, la economía siguió estando en manos de las mismas personas; la judicatura siguió estando en manos de las mismas personas. Digamos que se dio una mano de pintura a muchas instituciones que no cambiaron definitivamente.
–¿Hubo una continuidad del franquismo bajo formas democráticas?
–No, es más complicado. Yo no quiero decir que vivimos en un simulacro de democracia. La democracia española tiene una fragilidad congénita porque ha permitido que algunas realidades de la dictadura permearan la frontera de la democracia. Lo ideal hubiera sido que las paredes de nuestra democracia hubieran sido impermeables, pero resulta que han sido permeables. Entonces algunas instituciones y estructuras de la dictadura se nos han colado.
–¿Sus novelas recientes, como formas de intervenir desde el presente sobre el pasado, han contribuido o alentado debates?
–Mi compromiso esencial es con la literatura. Ante todo soy escritora y lo que intento es escribir buenos libros. Pero desde que descubrí que debajo del suelo que pisaba había un filón de historias extraordinarias que no se habían contado, para una narradora es difícil resistirse a esa tentación. Esa ventaja literaria tiene la virtud de permitirme satisfacer un impulso moral. Mientras exploto este filón, tengo la oportunidad de coger al lector español y decirle: “Aquí vivió gente que se sacrificó y sufrió y arriesgó todo lo que tenía para que tú hoy tengas derecho y una democracia”. Para mí esto es importante y conmovedor. Como ciudadana de un país cuyo Estado no ha sido capaz de reconocer el trabajo de los resistentes, no ha sido capaz de agradecer ese esfuerzo, al menos yo le doy las gracias con estos libros.
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