Dom 03.11.2013
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LITERATURA › GUILLERMO MARTINEZ Y UNA FELICIDAD REPULSIVA

“La paradoja es lo que me interesa en la literatura”

Los cuentos de Martínez construyen una atmósfera que arranca al lector de la aparente seguridad del mundo cotidiano. “Uno crece con cierta sensación de naturalidad con respecto a determinadas personas que cambian de varias maneras”, argumenta.

› Por Silvina Friera

“Lo fantástico debe estar tan cerca de lo real que uno casi tiene que creerlo”, dice Dostoievski. Los cuentos de Una felicidad repulsiva (Planeta), el último libro de Guillermo Martínez, podrían dialogar con esta definición, si se asume que tanto la literatura fantástica como la realidad suelen ser dos nociones insatisfactorias. Pero más allá de las etiquetas, estos relatos están unidos por el modo de poner lo real bajo escrutinio. El maullido de un gato es el principio de una ficción que desemboca en esa frontera perturbadora de la locura, donde se ensamblan –malentendidos mediante– una “venganza infinitesimal a largo plazo”, crímenes y “los mismos chillidos breves, agudos, desolados” que acentúan la tragedia del bebé maldito. El papel de Dios y la fijeza obsesiva de una alumna de física, desaprobada dos veces en la misma materia, deviene hilo de sangre. El malestar que siembra lo siniestro –indudablemente relacionado, a partir de Freud, con lo pavoroso, lo que despierta espanto y horror– está en potencia en esa rara avis de una familia feliz que desconcierta tanto al narrador como a los lectores, expectantes a la hora de encontrar las fallas, las grietas, un enojo reprimido, el menor signo de una desavenencia. La angustia de una madre que intenta evitar que la historia del hijo muerto se repita altera la racionalidad de un profesor que se resiste a creer en los milagros. El derrumbe de la familia a través de la abuela y sus “reminiscencias” a la infancia detona la exploración de erotismo y muerte, condensado en la reescritura de una frase magnífica en el destello de su ironía: “Babeo, luego existo”.

Los cuentos que integran Una felicidad repulsiva, el segundo libro de relatos publicado por Martínez luego de su debut literario en el género con Infierno grande (1989), construyen una atmósfera, un clima de “suspenso” que arranca al lector de la aparente comodidad y seguridad del mundo conocido y cotidiano, para introducirlo en algo más extraño, en un mundo ambiguo donde lo “real”, lejos de ser negado o rechazado, queda sujeto a una interrogación constante. Sería erróneo presentar este libro como un regreso a las fuentes del cuento. “Todas las novelas que escribí, salvo Crímenes imperceptibles, inicialmente fueron historias para cuentos, que es la manera en que naturalmente se me ocurren las historias. Acerca de Roderer inicialmente era un cuento, La mujer del maestro iba a ser también un cuento. Traté de cerrar este libro con el relato La muerte lenta de Luciana B., que se convirtió en una novela. Después intenté, también para cierre, Yo también tuve una novia bisexual, incluso en esa época el libro tenía como título provisorio ‘Los reinos de la posición horizontal’, porque eran cuentos de sexo y de muerte. Y finalmente lo pude cerrar con ‘Una madre protectora’. Durante estos años intenté escribir cuentos que fueron derivando hacia novelas”, repasa el escritor en la entrevista con Página/12.

–En algunos cuentos, como “Una felicidad repulsiva”, aparecen padres que intentan ser interlocutores con sus hijos. Lejos de la idea de “matar al padre”, ¿por qué en este libro hay padres dispuestos más a conversar que a confrontar?

–En el primer cuento hay dos padres: uno es el patriarca de esa especie de familia feliz y el otro es el padre real de la familia en la que vive el narrador. Pero es verdad: los dos a su manera tienen algo de protector, pueden conversar con los hijos. En el último relato es un padre al que no lo dejan acercarse al hijo, lo dejan excluido, un drama que les ocurre a veces a los padres. En general, en los divorcios el padre queda muchas veces excluido del día a día con el hijo, de una parte muy importante de la educación. Creo que es una coincidencia, porque en los dos relatos el foco está puesto en cosas diferentes. Hay algo del mundo familiar en los cuentos y cómo en el seno de lo familiar germina lo extraño, la locura, la pesadilla.

–¿Por qué lo “familiar” se vuelve tan extraño al punto de que puede parecer siniestro?

–Hay algo extraño en el hecho de convivir con un mismo grupo de personas a lo largo de muchos años. Cada uno cambia de manera diferente y uno tiene una especie de percepción de base de cómo son las personas. Pero las personas van cambiando todo el tiempo. En los cuentos aparece la cuestión del deterioro por la edad, pero también la posibilidad de la locura. Uno crece con cierta sensación de naturalidad con respecto a determinadas personas que cambian de varias maneras. Cambian también cuando se relacionan con otras personas, cuando se casan con otras personas; entonces hay algo de la familia que tiene esa extrañeza entre lo que parece permanente, pero que a la vez es transitorio. En algún momento uno se encuentra con que uno es extraño para su familia o su familia se ha convertido en extraño para uno. Hay algo de esto en el “síndrome de Capgras” del que se habla en “Una madre protectora”. Me parece que ahí está aislado en términos médicos, en una enfermedad, esta sensación de perder el lazo afectivo con una persona, no reconocerla o creer que está duplicado el ser querido. Tal vez ahí esté el germen de la extrañeza de lo familiar.

–También trabaja con elementos que un lector no puede evitar conectar con su biografía, por ejemplo el padre del primer cuento es bastante parecido a su padre.

–Sí, el primer cuento es el que tiene más referencias autobiográficas, por supuesto elegidas adecuadamente para generar ese efecto caricaturesco de una tragedia tras otra, de familia dickensiana. Hay una pequeña saga familiar a lo largo de mis cuentos, incluso también en alguna novela, donde se ven ciertas recurrencias de una clase de familia con algunas variaciones y pequeñas modulaciones; la relación con los peces o el padre como una especie de filósofo a la violeta. Esos son algunos rasgos familiares que tienen que ver con mi familia. Si lo que ha sido experiencia real me sirve para la ficción, puedo llegar a tomarla. Pero no tengo ningún problema en alterarla y distorsionarla. No hay un afán autobiográfico de rescatar tal o cual cosa, sino más bien de poner en escena una ficción.

–Felicidad repulsiva parece un oxímoron, ¿no? ¿Cómo explica este título para el libro?

–No suele asociarse la felicidad con lo repulsivo, es cierto; pero el título tiene un sentido. No es solamente un chiste. Me parece que la felicidad ajena puede generar eso: una felicidad que de tan perfecta resulta repulsiva para el resto. Tiene algo de ofensivo. Y así lo ven todos lo demás dentro del cuento, salvo el narrador, que quiere ver qué pasa ahí. Al narrador le interesa esa familia feliz casi como le puede interesar a un médico un caso monstruoso. No ve lo que ven los demás. Lo ve con un interés que diría es casi científico: por qué esa felicidad se presenta así, por qué parece imperturbable, qué pasa con el paso del tiempo.

–¿El cuento “El I Ching y el hombre de los papeles” es el más borgeano de la serie?

–No sé, nunca pienso en esos términos. También me han dicho que hay algo del mundo de Cortázar en algunos cuentos, pero la verdad es que hace rato que no pienso en esos términos. Los cuentos me salen de la única manera en que pueden ser escritos. No sé... es un cuento que tiene mucho que ver conmigo, con el hecho de dar clases, de pensar el azar desde otro costado, no como algo milagroso, sino como configuraciones posibles. Es un cuento bastante natural en mí, no alcanzo a ver estas influencias que seguramente están, porque tanto Borges como Cortázar son escritores fundamentales en mi formación. Yo digo que están casi incorporados a mi genética.

–En “Una madre sobreprotectora” nunca se termina de saber si el pintor tuvo el “síndrome de Capgras” o si en verdad el problema es la madre. ¿Quiso preservar ese “misterio”?

–Yo quise dar la indicación de que el pintor no está loco. Y la indicación está dada por el hecho de que el narrador lee sobre el “síndrome de Capgras” y se da cuenta de que en realidad hay una discrepancia porque Lorenzo, el pintor, le dice que ese bebé no tiene nada que ver con su hijo. Mientras que en el “síndrome de Capgras” el enfermo ve en apariencia lo mismo, lo que le falta es el vínculo emocional, por eso cree que lo han sustituido por una copia exacta. Lorenzo le dice al narrador que el bebé es distinto, que no se parece en nada físicamente. Y eso lo convence al narrador de que tenía razón, de que Lorenzo no está loco. Pero ya es tarde: él hace lo que puede, declara en el juzgado, pero no hay ninguna prueba y nadie se interesa. El narrador después tiene una beba y se da cuenta de que tenía sentido el planteo de Lorenzo: que si te cambian el bebé lo reconocés, te das cuenta. Pero es verdad que no hay algo totalmente sellado, sino que queda abierto. Lo que pasa es que la otra posibilidad es tan monstruosa que uno se resiste a creerla: que haya otro bebé que está creciendo en un sótano.

–¿Escribe cuentos a partir de paradojas?

–Siempre, porque la paradoja es lo que me interesa en la literatura. Paradoja en un sentido amplio, en el sentido de que hay algo que inicialmente puede ser del orden de lo cotidiano, de lo prosaico, y que se convierte en algo tremendo por algún giro que tiene que ver con las leyes de la ficción. No son las leyes de lo real; todos los cuentos están un poco desplazados con respecto a lo real, porque las consecuencias son imprevisibles desde una mirada puramente realista, ¿no? Me parece que hay algo más que surge, que se tuerce, justamente la cuestión del extrañamiento que tiene que ver con el mundo, las leyes y la empatía de lo literario. Esa es la gracia de la ficción, lo que logra la ficción, y es lo que a mí me gusta también como lector: encontrar esa especie de gradación de extrañeza, de enrarecimiento, de pesadilla que pueden alcanzar historias que en principio parecen más o menos dentro de los parámetros normales.

–“El secreto” es quizá uno de los relatos más diferente del conjunto, ¿no?

–Es un cuento que escribí a los 25 años, que ni siquiera pertenece al mundo de este libro. Pero me reencontré con ese cuento porque me pidieron de una asociación de psicoanalistas que diera una charla sobre el secreto. Cuando lo volví a leer, me pareció que con algunos cambios y retoques podía entrar en el libro. Es el cuento del que me siento más alejado, en cuanto a lo formal, pero me gustó haberlo recuperado. Tiene que ver con una historia que me contaron y que representa muy bien lo que yo llamo “la fuerza de los débiles”. Los fuertes pueden jugar con las diferencias de fuerzas y pueden tener cierto control sobre la fuerza que ejercen. Pero el débil tiene una única posibilidad: debe ser más cruel. Siempre pienso en la película Los perros de paja, donde el protagonista, Dustin Hoffman, es un matemático debilucho con lentes que toda su vida se ha dedicado a escribir fórmulas en un pizarrón y que sufre un ataque en la casa de una banda de tipos que quieren violar a la mujer y matarlo a él. Entonces siembra toda la casa de trampas y los va matando uno por uno de maneras horribles, pero tiene que ver con esta idea de que el débil, cuando se defiende, tiene menos posibilidades y entonces tiene que ser muy efectivo. Yo quería mostrar en este cuento que la información que tiene el hermano débil la va a usar en algún momento.

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