LITERATURA › RODRIGO REY ROSA HABLA DE LOS SORDOS, SU úLTIMA NOVELA
El autor dice que cada vez le cuesta más vivir en su país, pero sigue escribiendo sobre Guatemala. En Los sordos plantea una ficción pura y dura, aunque cualquier parecido con el territorio de lo real no es mera coincidencia.
› Por Silvina Friera
“Yo creo que en realidad este país es como es por culpa de los volcanes. ¡Nos controlan!”, exclama Clara, hija de un banquero multimillonario “amable y tirano” que pronto tendrá su propio custodio, Cayetano, un inocente muchacho de campo reciclado en la ciudad para escapar, como tantos otros, del infierno de la pobreza extrema. Su tío, también guardaespaldas, plantea que la sociedad guatemalteca está “llena de cobardes”; por eso “el coraje se había convertido en una profesión tan bien pagada”. El muchacho recién llegado lee un puñado de consignas pintarrajeadas en las paredes de las casas: “Salvemos a los niños”, “políticos de mierda”, “policías asesinos”, “¡fuera matones!”. La ventaja de cuidar a la “doña” es la biblioteca que Clara pone a disposición de Cayetano. Más allá del gusto por la lectura que adquiere, el supuesto secuestro y desaparición de su jefa lo llevará a investigar qué pasó. El padre de Clara necesita urgente una prueba de vida para pagar el rescate. Ojear un periódico y leer las noticias no es una actividad reconfortante. Menos aun cuando repara en un breve cable de la agencia EFE: con 600 muertes violentas de mujeres, el país ha superado a las víctimas de Ciudad Juárez. Ironías feroces del narcotráfico, Guatemala está ejerciendo alguna influencia en la cultura mexicana: los exkaibiles –otrora soldados de elite adiestrados en “operaciones especiales”–, empleados por los barones de la droga como guardias personales han introducido la práctica de la decapitación ritual como método intimidatorio. La última novela de Rodrigo Rey Rosa es ficción pura y dura, aunque cualquier parecido con el territorio de lo real no es mera coincidencia. Las páginas de Los sordos (Alfaguara) respiran al ritmo trepidante de una violencia que golpea en las retinas de los lectores.
“Antes de comenzar a escribir tenía en el norte un caso reciente de una trama inverosímil pero real, ligada a esta vida en medio de gente armada, donde la cotidianidad de toda una clase es tener guardaespaldas. Pero no sabía quién iba a ser su empleador –recuerda el escritor guatemalteco en la entrevista con Página/12–. El guardaespaldas que apareció primero es Chepe, el tío de Cayetano. Además, el barrio por donde yo camino está lleno de guardaespaldas. Una vez saludé a un guardaespaldas joven, un poco como provocación, y vi cómo esa especie de robot rudo se volvió un chico del campo que me contestó de una manera completamente fuera de su personaje. Y ahí me dieron ganas de entrar en esa realidad. Casi todos los guardaespaldas son del campo, de Oriente, que es una zona muy violenta, donde la fama es la vendetta, la gente armada, y también son curiosamente muy racistas: campesinos que odian a los campesinos indígenas que son escogidos como guardias privados.”
–¿Qué implica para usted alguien que está todo el tiempo armado? ¿Cómo es vivir así?
–Es lo que traté de imaginar. En Guatemala conoces a un montón de gente que usa la pistola como un accesorio. Ya en otra novela, Caballeriza, hablo de eso. En las fiestas de lujo la gente saca su pistola de lujo y además las enseñan; es como un honor tenerlas. Yo creo que es una especie de convivencia peligrosa con la violencia. Tarde o temprano sucede una tragedia: el niño agarra la pistola y le pega un tiro a un amiguito. Yo detesto a la gente que anda con pistola. Hay un culto a las armas y no hay cuestionamiento. Es un modo de vida que ellos defienden con los dientes y las uñas por la influencia norteamericana de ese “derecho democrático” de estar armados. También hay un componente de clase, tiene que ver con ser el jefe, tener el poder y demostrarlo, que se ha extendido a las familias que se jactan de tener guardaespaldas como signo de estatus. Algo que se defiende sin autocrítica ni cuestionamiento alguno.
En Los sordos, “la densa telaraña de engaños” incluye un hospital recién inaugurado, donde se puede curar la sordera de un niño indígena a través de un implante, extraer órganos o suministrar un aluvión de drogas que aplastan el ánimo de los pacientes. “Hay una ambigüedad en la medicina y la farmacología –admite Rey Rosa–. En Guatemala hubo un caso que ocurrió mientras escribía la novela, que supongo que fue un influjo, de una serie de experimentos que se hicieron en el año ’50, durante el gobierno democrático, por médicos gringos. La invitación fue de un médico guatemalteco que estaba probando la penicilina. El doctor que dirigía ese experimento se llamaba (John Charles) Cutler y fue detenido y sancionado por experimentar con seres humanos. Este escándalo explotó hace dos años y se comprobó que en los psiquiátricos y presidios se condujeron miles de experimentos sin que supieran los sujetos. Tengo antecedentes de mezclar medicina con política en Cárcel de árboles, con experimentos neurológicos en un centro clandestino en medio de la selva.”
Rey Rosa casi nunca planea con profusión de detalles lo que escribirá. Pero cuenta que en Los sordos investigó qué pasaría si en una comunidad maya las autoridades se enteran de que en un hospital suceden prácticas sospechosas. “Fui a visitar a tatas y jurisprudentes. Y lo divertido fue que uno de los viejitos me preguntó: ¿dónde está ese hospital? Quería tomar cartas en el asunto. Como este señor no lee novelas, supongo que la línea entre ficción y realidad no es muy clara para él. Pero me dijo que en ese caso llamaría a la gente para que cada uno cuente su versión. Y yo seguí ese modelo en la novela. No quería inventar, ¿sabes? Aunque el gran placer para mí es inventar.”
–En Los sordos no es lo mismo un linchamiento que la justicia maya, ¿no?
–Sí. En Guatemala hay un linchamiento por semana en el campo. Las autoridades mayas legítimas se sienten muy ofendidas cuando la prensa dice “juicio maya: lincharon a dos personas...” Esos no son juicios mayas; al linchamiento hecho por mayas la prensa lo interpreta, muy a la ligera, como juicio maya. Eso los ofende y están preocupados para que no se confunda una cosa con la otra. Esos linchamientos nacen de una falta de justicia sistemática y de la desesperación de la población. Es una cosa negativa. En cambio lo que entendí como juicio maya es una experiencia de una sabiduría con los conflictos en las comunidades que sí puede ayudar y ser mejor que la justicia tradicional para la gente que vive ahí.
–¿En qué consiste un juicio maya?
–Primero en conocer la naturaleza del delito. Se reúne un consejo formado por tres o más tatas y tiran unos frijoles y según cómo caen deciden qué día debe ser juzgado. Los asesinatos, robos, violaciones, abusos están regidos por días diferentes. El día se decide por métodos aleatorios. Y luego se empieza a preguntar a la familia del culpable y después a la de la víctima quién lo educó, con quiénes habla, para ver si es posible que la persona acusada haya cometido el delito. Si creen que sí, lo llaman al acusado. Si no confiesa, hay que seguir investigando. Si confiesa, por ejemplo, que robó una vaca, se le pregunta dónde está la vaca, se le pide que la devuelva y que trabaje unos días para compensar. Si mató a la vaca, le preguntan dónde está el dinero y le piden que lo devuelva. La justicia maya no es punitiva, sino compensatoria.
–¿Genera rechazos esta coexistencia de dos modos de justicia?
–Sí, consulté con varios abogados que me dijeron que era una aberración que existieran dos sistemas de justicia, pero existen. La Constitución reconoce que si un crimen es cometido en una comunidad donde existe el derecho maya y si es juzgado por el tribunal maya no puede ser juzgado por el MP (Ministerio Público). En la opinión pública, en la prensa, se pide que se cambie la Constitución y que no sea posible este doble sistema.
–¿Qué opina usted?
–Está bien que existan dos sistemas. Y si hay complejidades, que se resuelvan. El sistema judicial blanco es tan injusto que no garantiza un intérprete para las 22 lenguas distintas que se hablan. Si un miembro de la comunidad Poqoman mata a alguien, le van a poner un intérprete Kaqchikel o Kiché, que son los que hay. Hay casos reportados de personas que están en neurosiquiátricos, que creen que son mudas, que hablan en su lengua pero no en español y no saben por qué están ahí. Claro que es bueno que haya sistemas de justicia maya que sí funcionan.
–Queda una zona ambigua respecto de lo que sucede en el hospital. El lector se puede preguntar si Cayetano tiene razón, que todos han arreglado y lo que se está haciendo en esa institución médica no es legal, o si está demasiado sensible y paranoico. Sin embargo, tiene más fuerza la versión de Cayetano...
–Yo también le creo a Cayetano por mi desconfianza básica hacia el sistema de la medicina cuando se une con los intereses económicos y el poder. Yo mantengo cierto escepticismo y no creo que todo sea para bien.
–¿Cayetano es un personaje trágico?
–Sí, bueno... pero todos somos trágicos. Por lo menos Cayetano tiene que vivir para salvar a alguien: a su hermana, al final de la novela.
–Pero no parece que pueda salvarla...
–Tan difícil está... (risas). Cayetano tiene más posibilidades que un guardaespaldas cualquiera porque ya tiene dinero y está un poco mejor. El ser humano no puede mejorar más que en cuanto cómo ve las cosas, ¿no? Yo también veo difícil que pueda salvar a la hermana, pero ahí se acaba la novela.
–¿Por qué es tan violenta Guatemala?
–La sociedad guatemalteca es muy violenta. La desigualdad extrema y el racismo han permitido que la violencia se repita. Las atrocidades genocidas que ocurrieron en Guatemala no hubieran sucedido sin racismo. El racismo hace que se vea a otro ser humano como algo que hay que exterminar y destruir.
La tentación de volver a irse de Guatemala, un tema que aparece en alguno de sus libros como El material humano, emerge en la charla. “Ahí nací y crecí, me escapé unos quince años y seguí escribiendo sobre Guatemala. Yo sé que hay otros temas, pero desde mi país tengo un espejo muy feo del universo, aunque es al menos un espejo. Tengo ganas de irme a vivir a otro sitio. Cada vez me cuesta más estar en Guatemala –confiesa el escritor–. Cuando se elige democráticamente a un genocida como Otto Pérez Molina –actual presidente–, ¿qué tienes tú en común con tanta gente que lo votó? Nada. Claro que no todos votaron por él, pero hay una especie de tibieza y tolerancia generalizadas que me incomoda. Cuando volví, un poco antes de la firma de la paz, había una tregua, un momento de respiro en el que parecía que se podía realmente cambiar la situación. Cinco años más tarde me di cuenta de que no. Guatemala es un caso interesante, pero ya estoy un poco harto. Fácilmente me iría a otro sitio, aunque todavía no sé adónde.”
–¿El problema de irse es qué pasa con su escritura, desde dónde se escribe cuando tiene tanto material en Guatemala?
–Sí. Yo comencé a escribir cuando tuve la necesidad de irme de Guatemala. Al principio escribía sobre una Guatemala mental, no estaba atado a un sitio. Con la distancia uno aprende a ver de otra manera los lugares que ha visto tanto. A veces puede ser una suerte o una fatalidad... He visto a un par de colegas que se han ido y su escritura cambió tanto que es peligroso. Es un problema serio desde dónde escribe uno. Ante la duda, me he quedado. Lo peor para mí fue la anulación del juicio que había sentenciado a (Efraín) Ríos Montt por genocidio, el viejo general que estaba en el poder en el ‘81. Fue condenado, pero al mes la Corte de Constitucionalidad anuló el juicio por una falla de proceso absurda. El tipo tiene 87 años y si se muere ya no hay caso. Que es lo que están buscando. Estuvo en la cárcel un mes y lo sacaron cuando se anuló el juicio. Ahora tiene arresto domiciliario. Esto para mí es lo más desmoralizante. El tono de la opinión pública era del tipo: “el Estado no puede permitirse pagarle tanto dinero a las familias de las víctimas, vamos a quebrar. Es antipatriótico reconocer este juicio porque el país está en problemas...” Las familias de las víctimas no quieren dinero, quieren Justicia. Esta es la falta más grave de la sociedad guatemalteca. Si ese juicio se hubiera respetado, Guatemala sería una sociedad un poco diferente.
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