LITERATURA › EL ESCRITOR CUBANO LEONARDO PADURA HABLA DE EL VIAJE MAS LARGO
El autor publicó un libro que reúne los trabajos periodístico-literarios escritos entre 1983-1989 para el periódico Juventud Rebelde.
› Por Silvina Friera
La pesadilla del joven cubano suena con la violencia agazapada de quien intenta triturar cada sílaba de una expresión temible entre los dientes, como un trabalenguas fúnebre: “reencausar ideológicamente”. Los sueños parecían truncarse para ese muchacho del barrio de Mantilla, que se había graduado en la Facultad de Filología de la Universidad de La Habana y había tenido la fortuna de ingresar en la revista El Caimán Barbudo, una publicación cultural de los jóvenes creadores de la década del ‘80 con hambre de renovar el anquilosado trabajo periodístico. Ese primer experimento duró poco más que un suspiro. La crisis estalló y ese joven fue enviado al periódico Juventud Rebelde, donde se encargarían de domesticarle “los humos intelectualoides” y corregirle las “desviaciones”. ¿Por qué extraños designios se construye el destino de una persona? La lógica de aquel proceso de reeducación falló en algún mecanismo no previsto del sistema. Pocos meses después la dirección de ese diario convocaba a Leonardo Padura junto a otros compañeros castigados a protagonizar una misión “histórica”: que los artículos que publicarían, que ellos escribirían, fueran más atractivos para la lectura. El resultado de esta experiencia –que pronto sería calificada de “periodismo literario”– está condensado en las páginas de El viaje más largo (Capital Intelectual), libro que Padura presentará mañana a las 16.30 en la sala Leopoldo Lugones de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires con Juan Sasturain.
La “vejez reposada” del barrio chino en La Habana, imagen por entonces de un mundo en extinción; la aventura de los franceses en la gran piedra, en el corazón de Sierra Maestra, con esa roca “maciza y pelona” que sigue siendo “una interrogación perenne”; la leyenda y la historia de amor entre un alemán rosado y una negra haitiana que hicieron fructificar el cafetal más rico de la Isla: Angerona; el desarraigo de los catalanes “prendidos para siempre en la historia de Cuba”; los fantasmas del castillo de la finca San Carlos; Yarini, la vida, pasión y muerte del más célebre proxeneta cubano. Estas y muchas más historias se despliegan en el libro. “Podía estar un mes escribiendo cada uno de estos textos. La dirección del periódico no me presionaba para que lo entregara, pero me preguntaba con curiosidad: ‘Padura, ¿para este domingo?’. Por supuesto que en el medio escribía alguna crónica o un trabajo más breve porque había que alimentar un periódico dominical. El destino terrible de la prensa es que se lo traga todo”, recuerda el escritor en la entrevista con Página/12. “El diario se convirtió en un fenómeno. La gente iba temprano a los estanquillos a comprar el periódico dominical para ver qué historia se publicaba ese domingo”, revela el creador de la saga policial protagonizada por el detective Mario Conde, autor de la celebrada novela El hombre que amaba a los perros.
–¿Por qué aparece mucho la nostalgia, como en el texto sobre el barrio chino o sobre la comunidad catalana en La Habana?
–Son historias de mundos perdidos. Yo tuve la suerte de asistir en esos años al final de determinados universos que habían convivido en Cuba y que ya estaban agotándose, secándose lentamente, como era el barrio chino o como fue la comunidad catalana. En todas esas manifestaciones está el recorrido de esta nostalgia que siempre acompaña al inmigrante. Traté de potenciar mucho ese lado humano. Me interesaba no solamente la historia con H mayúscula, sino la historia personal de cada uno. Si esos personajes estaban enfermos de nostalgia, mucho mejor.
–Al joven que fue en esos años ‘80 se le nota un gusto especial por los mundos que se estaban perdiendo, ¿no?
–Sí, me gustaba. La nostalgia es muy literaria y yo estaba tratando de hacer un poco de literatura con este tipo de periodismo. Hacía mucho tiempo que no leía estos textos y me tocó leer uno en la Feria, el principio sobre Yarini, el célebre proxeneta cubano. Mientras lo leía, me daba cuenta de hasta qué punto fue un ejercicio osado este tipo de periodismo que hicimos con un grupo de compañeros, porque subvertimos principios básicos del periodismo. Yo comienzo ese reportaje contando el sueño de un personaje, cuando nadie sabe lo que soñó, y a partir de ahí entro en el tema, como si fuera un relato, para hablar de datos históricos verídicos, comprobados. Y hago esa mezcla muy literaria de lenguaje, estructura, creación de personajes con acontecimientos históricos. La nostalgia recorre todo el libro.
–¿La nostalgia es como su fantasma personal?
–Yo soy bastante nostálgico. Existe un elemento biológico y espiritual que es muy importante: en la medida en que va pasando el tiempo, uno va sintiendo nostalgia por la persona que fue y ya no volverá a ser. Aunque estos son trabajos escritos todavía en un período de juventud, hay una nostalgia por esa inocencia perdida, por esa niñez extraviada, por esa Cuba que no conocí en muchos casos –porque hay trabajos en los que me remito hasta el siglo XVI o XVII– ni pude haber conocido, pero por la cual siento nostalgia.
Visibilizar la nostalgia –poner el foco en un aspecto a contrapelo de los imperativos turísticos que reducen la cubanía a la alegría y a la música– no parece tan sencillo. “Muchas veces los clichés son ciertos, pero no explican toda una realidad –advierte Padura–. Existen el son y la salsa, pero también está el bolero, que es pura melancolía. Hay de todo en un país. Se puede pensar que todos los argentinos viven su vida en estilo tango. Y no es así; por eso a veces los clichés son peligrosos. La nostalgia se trabaja poco como producto de exportación, pero existe en la realidad.”
–Los textos periodísticos no suelen resistir la lectura a través del tiempo. Pero los trabajos de El viaje más largo sí.
–La literatura es lo que ha hecho que resistan. Y son asuntos de carácter permanente. Son historias que cuando las trabajé eran historias ya cerradas. Hoy un periodista cubano puede escribir una historia sobre el barrio chino de La Habana, el proxeneta más famoso de Cuba o el descubrimiento de la Virgen de la Caridad del Cobre porque sigue siendo la misma historia. Lo que le da un carácter diferente es la utilización de recursos literarios que hacen que estos reportajes funcionen en un plano más estético que informativo. El valor estético es lo que le da su permanencia.
–En el prólogo se refiere a esta experiencia periodística como un “cadáver exquisito”. ¿El periodismo cubano no pudo recuperar esta vía de experimentación?
–El periodismo en Cuba no pudo retomar esta experiencia por razones de espacio y por razones de exigencias políticas. Este tipo de periodismo no tiene cabida prácticamente en ninguna parte del mundo; es un tipo de periodismo en el que la extensión es fundamental. No es algo que puedas resolver en 3000 o 6000 caracteres. Cada vez que me hablan en términos de caracteres, me erizo. Ahora es muy frecuente que cuando te piden una colaboración, te la pidan en esos términos. En cambio yo tenía absoluta libertad. Recuerdo que una vez le entregué a un jefe de página de Juventud Rebelde uno de mis trabajos. Y cuando vio que tenía veinte cuartillas, me dijo: “Es el trabajo más largo que se ha escrito en este periódico”. Como una cosa que lo asombraba y con la que no sabía qué hacer. Le dije: “Si no cabe en dos páginas, lo publicas en tres”. Finalmente salió en tres páginas del periódico, algo que era inusual. Tuvimos la posibilidad de una gran libertad con el espacio y con el tiempo. Podíamos escribir en la dimensión que quisiéramos y podíamos demorarnos el tiempo que necesitáramos.
–Es extraño que no se haya podido retomar este tipo de periodismo cuando Cuba está viviendo, de un tiempo a esta parte, un período de mayor apertura, tanto económica como cultural...
–El periodismo cubano se ha reducido a una función informativa y propagandística; no hay espacio para este tipo de recreaciones. Prácticamente las revistas generales no existen en Cuba, fundamentalmente por falta de papel –pero no sólo por eso–; los periódicos tienen muy pocas páginas y no pueden dedicar espacio a este tipo de periodismo. Además, no creo que haya muchos periodistas con voluntad para poder hacerlo.
–¿Tampoco las nuevas generaciones, los más jóvenes?
–Ellos se asombran cuando leen este tipo de trabajos, se admiran, pero creo que no se sienten capaces de lanzarse a un experimento así.
–¿Estos experimentos funcionaron como el laboratorio para el escritor que quería ser?
–Sí, estaba haciendo mi literatura de esos momentos. Yo empiezo a trabajar en Juventud Rebelde en el año ’83 y termino a finales del ’89. En ese período no escribí literatura. Estoy seguro de que la práctica de este tipo de periodismo fue la que me permitió pasar de ser un escritor aprendiz –que había escrito una primera novela, Fiebre de Caballo– a ser un escritor con mucho mayor dominio de sus capacidades, de sus recursos, de su estilo, que es el que escribe la primera novela de la serie de Mario Conde en 1990. Este tránsito, este salto, se da a través de este trabajo periodístico que es como la crónica de un mundo que se acabó.
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