Sáb 10.05.2014
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LITERATURA › ALMUDENA GRANDES PRESENTA LAS TRES BODAS DE MANOLITA

“La felicidad es un modo de resistir”

La escritora española habla del tercer volumen de la saga que integrará los “Episodios de una guerra interminable”, sobre la resistencia contra la dictadura franquista. “No quiero contar la historia de los vencidos, quiero contar la historia de los resistentes”, dice.

› Por Silvina Friera

El hambre es como un túnel negro por donde los desesperados se arrastran a tientas. Madrid, en los años ‘40 de la posguerra, era una cárcel. Toda España era una cárcel, un infierno dentro y fuera de sus muros tan lúgubres como asfixiantes. La única luz –tenue en su fervorosa y corajuda clandestinidad– venía de la mano de un puñado de resistentes que no dejó de luchar durante 37 años. Esos pocos-muchos, 150 mil militantes del Partido Comunista, quedarían confinados en la penumbra de una memoria histórica frágil y mezquina. Como si sus modestas épicas perturbaran el artificio de la transición española. En épocas terribles algunos hechos parecen facturados por una invención desaforada. Almudena Grandes presenta Las tres bodas de Manolita (Tusquets) –el tercer volumen de las seis novelas que integrarán los “Episodios de una guerra interminable” sobre la resistencia contra la dictadura franquista– hoy a las 18.30 en la sala José Hernández de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. La escritora recuerda una historia familiar que no se atrevió a incorporar en las páginas de esta entrega por ser “demasiado inverosímil”. La hermana menor de su madre tuvo la mala fortuna de enfermarse en aquellos años siniestros. Necesitaba penicilina. El único lugar en que se vendía era el bar Chicote, en la Gran Vía, un antro de mala reputación por las mujeres de alterne. Se sabía que ahí se la podía comprar de contrabando. Su bisabuela, para dejar a salvo su decencia, decidió ir acompañada de Mónica –la madre de Almudena–, que entonces tenía siete años. “Mi madre cuenta que cuando su madre le preguntó si le había gustado ese sitio, ella le dijo: ‘He visto gordos’. En Madrid no había gordos por el hambre, pero eso no lo he metido en el libro: es demasiado novelesco”, revela a Página/12.

“Mis tres tías abuelas salían a la calle y se ponían de acuerdo para robar: dos tapaban al tendero y la otra cogía puñados de arroz o de garbanzo y se los metía en los bolsillos. Robaba comida todo el mundo porque había mucha hambre en Madrid. Esa es la realidad de la novela y de aquella época terrible”, plantea la escritora. Una vez más –como en Inés y la alegría y El lector de Julio Verne– en Las tres bodas de Manolita los episodios inverosímiles son reales. Quizá la realidad no tiene más remedio que aparecer en la forma de una construcción imaginaria. Manolita, aunque parezca tan de carne y hueso que el lector la acompañará en las peripecias que van de la señorita “conmigo no contéis” a la mujer resistente, es un personaje nacido de las entrañas de la ficción que le permitió la reunión de tres historias verdaderas que obsesionaban a la escritora: las “bodas” de Porlier, la cárcel más grande de Madrid, donde hubo un capellán que montó un negocio al que llamó “bodas” –en rigor consistía en que los presos, previo pago de 200 pesetas, pudieran tocar a sus seres queridos– y se forró literalmente de pesetas lucrando con la angustia de miles de familias. La multicopista –antecesora de la fotocopiadora– y dos máquinas de escribir que introdujo el PCE (Partido Comunista Español) y que nunca reprodujeron ningún documento simplemente porque nadie sabía cómo funcionaban. Y los niños y niñas esclavos del franquismo, como lo fue Isabel Perales, enviada a un colegio religioso en Bilbao donde la obligaban a trabajar, cocinar y limpiar con sosa, una sustancia química que le destrozó las manos. “La historia de las multicopistas me parecía un chiste –confiesa–. Si esta historia no hubiera sido española, Hollywood hubiera hecho dos películas. ¡Cómo se podía armar una resistencia clandestina de una forma tan precaria, con tan pocos medios! Ser capaces de mandar unas multicopistas y que luego la policía se las incautara, nuevas y sin usar.”

El tono de Almudena transita de lo risible a lo dramático. “Conocí a Isabel Perales en un homenaje a represaliados del franquismo. Cuando la vi, le eché veinte años menos de los que tiene. Me preguntó de sopetón si sabía algo de los niños esclavos del franquismo. Después se presentó en mi casa y me contó su historia –recuerda–. En la voz de Isabel había una especie de mandato. Ella me decía: ‘Quiero que esto se sepa, lo tienes que contar’. Yo tardé mucho en escribir la novela. Ella me llamaba y me preguntaba: ‘¿Has empezado ya?... no lo vas a hacer’. A mí me angustiaba mucho y le decía: ‘Sí, Isabel, que sí, que sí’... La historia de Isabel es terrible por lo que significa que una niña de 14 años llega a un colegio pensando que la van a educar y lo que le hacen es obligarla a trabajar y a lavar con sosa y que se le deshagan las manos. Todavía tiene las manos extrañas, llenas de bultos blancos, tiene como líquido en las manos.” Una doble condena y tormento padecieron los “hijos de los rojos”, considerados tan “culpables” como sus progenitores. “Como se sabe, tengo un muy mal concepto del franquismo. Pero a pesar de eso, no me podía creer lo que Isabel me estaba contando: llegó a pesar 37 kilos, tuvo una anemia perniciosa, estuvo dos años sin tener la regla porque estaba tan desnutrida que el cuerpo impedía que perdiera sangre. Yo le preguntaba si no hubo nadie que se pudiera haber hecho cargo de ella. Su madrastra estaba en la cárcel, pero tal vez tenía un abuelo, a alguien. ‘No podía salir del colegio hasta que mi madrastra saliera de la cárcel’, me dijo. No me lo podía creer... Y mira que pienso muy mal del franquismo. Me parecía tan monstruoso que los hijos pagaran también las penas de sus padres.”

Más allá de la incredulidad inicial de Almudena, pronto comprobó el minucioso relato de Isabel. Hay historiadores que han estudiado este sistema de esclavitud: se calcula que hubo 11 mil niños bajo la tutela legal del Patronato de Redención de Penas. El problema que tenía es que la historia de Isabel era demasiado truculenta para dedicarle una novela. “Como escritora, me da muchísimo miedo la truculencia. Me dan miedo los panfletos y la truculencia, esas novelas donde la sangre empieza a oler a ketchup en la página diez y todo es insoportable. En esta serie de novelas he tenido claro que no quiero contar la historia de los vencidos porque se ha contado muchas veces. Yo quiero contar la historia de los resistentes. Son historias de resistentes, no de vencidos. Primero fueron vencidos, pero luego fueron resistentes. Me inventé a Manolita, hermana mayor de Isabel Perales, casi como una necesidad, aunque en la novela he mantenido todos los datos que he podido de la vida de Isabel. Manolita me ha permitido escribir una novela que no es triste sobre una época espantosamente triste.”

–Se percibe un interés por las historias de los sobrevivientes. ¿Qué encuentra en este tipo de personajes como Manolita?

–De todas las categorías de personajes que podemos encontrar en la literatura, los que más me gustan son los supervivientes. Yo he escrito muchas historias de supervivientes, pero nunca me he inventado a una superviviente tan tenaz, tan salvaje, tan feroz y decidida a sobrevivir como Manolita. En poco tiempo debe afrontar el empobrecimiento, el desahucio, todo. Cada mañana que me sentaba a escribir, durante tres años, sentía que Manolita se echaba a los hombros su destino y el de su familia, pero también se echaba a los hombros la novela y tiraba de ella. Gracias a Manolita, esta novela es enérgica. Manolita ha sido un poco la coautora del libro.

–Manolita pasa de cierta indiferencia ante el horror, de la señorita “conmigo no contéis” –algo muy típico ante situaciones de terror extremo– a ser muy activa. ¿Cómo se va produciendo ese tránsito, esa toma de conciencia?

–Es muy interesante lo que dices porque esta es otra de las claves. Las tres bodas de Manolita es una novela de la cárcel. Pero no es una novela de lo que pasa dentro de la cárcel, es una novela de la cola de la cárcel. El escenario principal no son los presos, sino las mujeres que van a ver a los presos. Ese es el ambiente que forja a Manolita. Ahí es donde ella adquiere una confianza en sí misma, una conciencia de la realidad que en su casa no tenía. Manolita es la señorita “conmigo no contéis” porque trabaja demasiado. El precio del fervor revolucionario de toda su familia es que abandonan trabajos que le caen a ella. Cuando llega a la cola de la cárcel, descubre que hay dos tipos de mujeres: las mujeres dolientes y encerradas en sí mismas, y otras que van a la cárcel como si fueran a pasear. Que hacen chistes, se hacen amigas, se intercambian recetas y remedios para curar a los niños. Manolita enseguida se da cuenta de que esa es una forma de aferrarse a la vida. De afirmar la vida contra la muerte que está al otro lado del muro. Por eso Manolita dice que esas mujeres eran las más sabias porque celebraban la vida en una situación muy complicada. Eso era un acto de resistencia, era como decir: “conmigo no vais a poder”. Son ellas las que le inculcan a Manolita esa noción que aparece al final del libro: “La felicidad es una manera de resistir. La alegría es un arma más poderosa que la amargura”.

–Esto contrasta con lo que la Palmera le dice a Manolita, que no se puede llorar en las calles...

–Sí. La Palmera dice que es peligroso llorar en la calle porque si lo hacías se te acercaba un policía y Madrid hervía de policías. España entera era una cárcel, que es lo que se cuenta en la novela. Esa es la sensación que tiene Manolita; las mujeres en la cola de la cárcel también estaban presas. Cuando Manolita al final de la novela va a ver a Isabel a Bilbao y la encuentra trabajando de criada, ella piensa: “Esta es la única vida que existe para nosotras, estar dentro de la cárcel o estar en una cárcel distinta”.

–Como le dedicó la novela a Eduardo Mendicutti, ¿se podría asociar al personaje de La Palmera en Las tres bodas de Manolita con los personajes homosexuales de Mendicutti?

–Sí, La Palmera se parece mucho a los personajes de Mendicutti, sobre todo al de Ganas de hablar, porque es muy sentimental. Tuve que meter a La Palmera en la novela por un mandato de Mendicutti. “Yo no escribo novelas como las tuyas, pero tú deberías escribir sobre el marqués de Hoyos”, me dijo. Antonio de Hoyos y Vinent existió de verdad. Hoyos da la medida de lo que fue el milagro republicano. Un tío grande de España, que vivía en un palacio, escritor decadente en París en los años ’20, que triunfó como escritor decadente. De repente se instaura la República y este hombre, hastiado de todo, empieza a ver la vida con otros ojos y se hace anarquista de corazón. El iba por las calles y veía que estaban llenas de familias refugiadas que dormían en el metro y en los portales. Como tenía una casa muy grande, los llevó a su palacio y los mantuvo hasta el final de la guerra. Pero lo más grande que hizo fue que, cuando terminó la guerra, dijo: “Yo, con mis compañeros”. Y fue a la cárcel y murió allí. Esta historia de la Comuna del Marqués de Riscal –la calle donde está el palacio del marqués de Hoyos–, que me había señalado Mendicutti, me pareció luminosa. En medio del horror de la guerra, era un episodio lleno de esperanza. También pensé cómo sería la represión para un “homosexual con pluma”, como decimos en España, en un momento en que era peligroso hasta llorar. O sea que la gente permanecía lo más inexpresiva posible y no hacía nada. Para un homosexual como La Palmera el riesgo no era que lo reprimieran por hacer lo que hacía, sino por ser lo que era. Era una época en que lo mejor era fundirte con las paredes. Cuanto menos llamaras la atención, mejor.

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