LITERATURA › RODOLFO RABANAL HABLA DE SU NOVELA LA VIDA ESCRITA
El escritor presentó ayer en la Feria su libro, una ficcionalización de la realidad que vivió durante casi veinte años y que tiene un formato de diario íntimo. “El principio de la escritura es poético, aunque no escriba poesía”, sostiene en esta charla.
› Por Silvina Friera
“Todo se vuelve escritura, hasta la obscenidad misma, de pronto hecha belleza.” La frase le pertenece a un joven escritor en formación. La garabateó en una de las páginas de su libreta de hule negro –una cálida semana de marzo de 1975–, donde anotaba casi todo lo que leía, lo que veía y se le ocurría. Es posible –agrega– que se transforme en un “desvelado profesional” y proclame la “lucidez del insomnio”. Años después, en otoño de 1985, recuerda y registra: “Una vez Robert Musil dio una conferencia en la que dijo que todo el mundo puede vivir de la escritura salvo el escritor. Me lo contó Lamborghini ya totalmente borracho”. Nada lo habita tanto como las palabras, como la lectura, como la escritura. Aun en los peores momentos –los años ’70–, cuando chapoteaba en un lodazal, en medio de una selva oscura con poco dinero y muchísimo miedo, y deseaba ser noruego, finlandés o sueco, cuando muchos amigos empezaban a desaparecer, como el poeta Miguel Angel Bustos; cuando su hermano menor que militaba en Montoneros fue detenido en Mendoza, Rodolfo Rabanal no podía dejar de escribir. Como si la letra impresa, su mano trazando cada forma de una vocal o una consonante en la hoja en blanco, fuera la única realización posible. La vida escrita (Seix Barral) es una ficcionalización de la realidad que vivió Rabanal durante casi veinte años, una novela que prescinde de la mortuoria cronología y salta por el eco de los tiempos, con formato de diario íntimo, que el escritor presentó ayer en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.
En esta especie de viaje por diversas anotaciones del pasado, Rabanal disecciona el mundo que lo rodea, a través de distintas etapas y temáticas: la intensidad política de los ’70, las reuniones en las casas de Héctor Libertella y Germán García, los embriones de varias de sus novelas, las películas que vio y los compañeros de ruta, en el periodismo y la literatura, como Juan Gelman –que publicó los primeros cuentos del escritor–, Miguel Briante, Jorge Di Paola, Osvaldo Lamborghini, Jorge Barón Biza, Luis Gusmán, Francisco Madariaga, María Moreno y varios discípulos de Witold Gombrowicz como Mariano Betelú, Carlos Gómez y Alejandro Rusovich, entre otros. “Leo a Stendhal, siempre lo leo”, anota en 1973. “Me induce a la felicidad de una manera oblicua pero inmediata (...). Todo Stendhal huele al humo de las batallas, al cuero blando de las botas recién lustradas, al helado filo de los sables y al cielo alpino de Italia en un día claro.” El entusiasmo como lector se prolonga. En 1988 añade otra cita del escritor francés: “Un deseo es una pasión cuando absorbe todas las otras afecciones del alma. Vamos a tratar sobre la felicidad y la desdicha de las pasiones”. Pero entonces, a fines de los ’80, Rabanal advierte que la pasión como categoría se ha gastado, que nada permanece: ni la gloria ni la pasión.
“Eramos muy amigos con Miguel Angel Bustos, trabajábamos juntos en Panorama”, repasa Rabanal en la entrevista con Página/12. “Miguel Angel era un tipo muy culto, un gran lector con un gusto por las letras y una pasión y militancia política revolucionaria. El desapareció en mayo del ’76. Pero dos años antes, yo estaba escribiendo en un café que se llamaba El Apartado. Me iba a una mesa del fondo para que no me jorobara nadie. Un día entró Miguel Angel más temprano y le tuve que contar la historia que estaba escribiendo. Y gracias a esto existe El apartado como libro. Miguel Angel me presentó a Enrique Pezzoni, que entonces estaba en Sudamericana, y eso hizo que después se publicara mi primera novela.” Los restos del poeta y periodista desaparecido fueron identificados recientemente. Estaba enterrado como NN en el cementerio de Avellaneda. “Sentí una gran conmoción, pero más allá de la emoción, es positivo que haya aparecido su cuerpo. Me sentí bien por Emiliano, su hijo. No sé cómo lo estará viviendo él porque no lo vi.”
En La vida escrita el énfasis está puesto más en los años ‘70 que en los ’80. “Elegí no ser consecuente con la cronología porque me da un ritmo que tiene que ver con la escritura y no con los acontecimientos. Si era literal en cuanto al tiempo, no iba a conseguir el salto que buscaba, que es un ritmo que para mí es fundamental, si no la escritura se me cae. El principio de la escritura es poético, aunque no escriba poesía. No concibo la prosa si no viene previamente de lo que los griegos llamaban poiesis, una construcción de manera que la poesía sea la articulación de cierta forma de la belleza con cierta forma de la verdad. Esa articulación entre belleza y verdad me sirve como convicción para la escritura.”
–Se percibe en varias de las entradas una fuerte afinidad con Beckett y poco y nada con Joyce. Nunca pudo entrarle a Joyce, ¿no?
–No tengo afinidad con Joyce y la que tengo con Beckett es enorme. Hay una abundancia en Joyce que me abruma, como si estuvieras ante un gran banquete donde te hartás y no llegás a digerir nada. Para mí la gran escritora es Marguerite Duras, es una delicia incomparable, sigue siéndolo, y la leo y la releo. Recomiendo siempre el libro Escribir. admiro a Joyce, pero no me incita a escribir.
–¿Con Borges también tiene cierta distancia?
–Borges es deslumbrante, pero es cierto que siento una distancia. A los veinte años tenías prohibido leer a Borges. Después lo leí casi con culpa, como un acto de infidelidad, y descubrí el talento que evidentemente tenía. En Borges hay una especie de apuesta a la inteligencia como una forma de la soberbia que es inapelable. Y si bien me sigo deslumbrando con ciertos tonos, hay algo que me resulta un poco indigerible. En Joyce es distinto; es la abundancia que nunca suscribo. La riqueza es la escasez, no la abundancia. Por eso admiro la escasez en Beb-ckett. Que del silencio hace sentido y su literatura me parece un hallazgo. Pero no son invalidaciones, son preferencias. A veces me enojo con Beckett, pero me sigue acompañando tanto... Me molesta el sometimiento que tengo hacia Beckett (risas).
–En un momento recuerda un poema de T. S. Eliot: “Váyanse, dijo el pájaro, váyanse, que la especie humana/ no soporta mucha realidad”. ¿El Rabanal de entonces no soportaba la realidad de los años ’70?
–Y sí... No convalidaba la lucha armada y me parecía que había una desproporción de fuerzas brutales, que iba a ser un drama. Tenía cierta lucidez –aunque suene soberbio– como para darme cuenta de que era una lucha perdida. Pero al mismo tiempo no dejaba de apoyar a la gente que la llevaba adelante, mi hermano menor, entre ellos, que estaba en Montoneros y cayó en Mendoza. Mi padre estaba enfermo y salí a buscarlo. En esos cuadernos aparece parte de esa búsqueda porque fue significativa. Era muy duro, muy doloroso, porque sentía que iba al barranco siguiente. Y después, la soledad... empiezan a desaparecer los amigos. Tuve suerte porque gané la beca Fullbright y me fui a Estados Unidos, pero no pude quedarme todo el tiempo que hubiera deseado, volví a la Argentina y a los pocos meses me fui a París. Y ahí empecé a trabajar como traductor en la Unesco, gracias a Aurora Bernárdez, la ex mujer de Cortázar.
–El novelista que intentaba ser en esos años se le antojaba un hombre “antiguo”, “un renacentista sin Renacimiento”, plantea en La vida escrita. ¿Esa sensación está inscripta en el escepticismo de la época o sigue suscribiendo que el novelista es un hombre “antiguo”?
–Yo creo que soy un pesimista estructural, lo que pasa es que no soy depresivo. Simplemente soy pesimista. Uno escribe no se sabe para qué. Uno escribe para uno o porque uno necesita escribir. No sé si tiene mucho sentido hoy... Quizá lo tenga. Veo lo que se lee hoy, como lo veía en ese tiempo, y la diferencia es enorme entre lo que yo consideraba de calidad y lo que se consumía habitualmente. El mundo cambiaba y la literatura imponía una reflexión, una distancia; pero el mundo lo que exigía era presencia. Estas son las cosas que me llevaron a esa reflexión que señala. Nunca superé esas dudas y tampoco tienen respuestas esas preguntas. Calculo que cualquier persona que escribe debe sentir algo parecido, por lo menos alguna duda, no sobre lo que hacés, sino sobre la importancia que tiene eso que escribís. La literatura aparece como una construcción de soledad.
–Uno de los temas de su identidad como escritor es no estar ubicado, como si siempre estuviera en otra parte y no lograra cuajar con un lugar.
–Sí, es cierto, me movía mucho. El apartado es una marginalia total. Tiene que ver con mi naturaleza. Ahora mismo estoy acá pero vivo afuera, en El Tesoro, cerca de Maldonado (Uruguay). Hay una frase que aparece en este libro que escuché en esos años en el café La Paz: “Nacimos fuera de tiempo; no era éste el lugar ni la época que más nos convenía”. Yo me sentaba en los cafés y escuchaba cosas sueltas con gran curiosidad y anotaba. Es un gran método que siempre recomiendo. La oreja tiene que tener ejercicio; hay que estar con el lápiz, el papel y la oreja disponibles.
El berretín de coleccionar libretas con anotaciones empezó a fines de 1963. Desde frases que leía, versos de algunos de sus poetas preferidos como Francisco Madariaga, Hugo Gola, Edgar Bayley, Alejandra Pizarnik, reflexiones sobre palabras hasta dilemas de la escritura, todo lo que iba sucediendo podía quedar estampado con su letra, a veces inteligible. “La vida es una mezcla. En esas libretas están los brotes de libros y los orígenes desde El apartado en adelante. Todo está escrito de algún modo. La escritura es central. Vivir sin escribir me parecía imposible. Como vivir sin leer. Ahora hay cosas escritas que no significan nada más que para mí, porque en estas libretas lo salvable era el diez por ciento. El resto eran cosas imposibles que ni las entiendo porque me falló la caligrafía. Yo sigo escribiendo en libretas.” Rabanal agarra su saco, revuelve en uno de los bolsillos y saca la libreta que lo acompaña. “Mire: esto es un lío, me entiendo sólo yo”, dice mientras pasa las páginas con sus anotaciones de hormiga. “¿Cuánto vale de todo esto? Tal vez muy poquito, pero si salvo ese poquito gano algo.”
–¿Escribe para hacer caligrafía como sugiere en La vida escrita?
–Sí, me gusta el trazo que hago en el papel. En eso soy muy chino. La escritura caligráfica tiene un valor adicional, una comunicación emocional muy fuerte. Escribir bien, legiblemente, es casi como construir un dibujo. Una cosa que haría, si volviera a nacer, sería estudiar matemática. Igual sería escritor, claro. La matemática es una ficción para mí.
–Llama la atención que le fastidia hablar de literatura, que detesta la palabra. ¿Por qué?
–No me gusta la palabra literatura, sé que es una manía discutible. Tiene demasiadas “te” puestas de una manera rara, demasiadas consonantes. Me gusta más la letra y prefiero hablar de escritura. Finalmente, es una caprichosa elección estética.
–Si escribir es reescribir, como usted advierte, ¿qué fue lo que reescribió durante toda esta vida dedicada a la escritura?
–El primer momento de escribir es el vacío, es engorroso, no sabés cómo empezar. Pero después es una construcción deleitosa, por lo menos lo siento así. Viví reescribiendo lo que pensé debía salvarse de lo que yo pensaba. Me parece que reescribí, sin querer, El apartado. La pasión que aparece en El apartado, que es el ser marginal que ve la vida desde un costado y la escribe, se repite. Como si uno tuviera una sola temática con variaciones. Volvés a reescribir aquella primera frase. La escritura es un préstamo permanente; no sabés de dónde viene pero lo tomás prestado. Creo que Eliot convalidaba el plagio a condición de que no se notara. Decía que un buen escritor sabe robar, el mal escritor es el que roba y se nota (risas).
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