LITERATURA › NICOLáS HOCHMAN Y LOS CASQUIVANOS, SU PRIMERA FICCIóN
“La tesis principal de la novela es que estamos todos solos”, señala el historiador, integrante del grupo Alejandría y organizador del Congreso Gombrowicz, quien sostiene que “si hay algo que la ficción te permite es jugar con los conceptos contando desde la vida misma”.
› Por Silvina Friera
La rosca que se arma es carnavalesca. Dos trencitos de la alegría chocan en Mar del Plata y de repente los animadores disfrazados de Bob Esponja, el Hombre Araña o Barney se agarran a las trompadas con los pasajeros y curiosos. Alrededor de este choque bizarro se despliega una serie de historias –protagonizadas por Karl, Cornelius y Berenice, Bruno, Sándor, Dariusz y Karin, Sarabá, Orlando y Orestes– que integran el rompecabezas de Los casquivanos (La letra Eme), primera novela que publica Nicolás Hochman. El capítulo inicial pone en circulación una fantasía que sincroniza con el imaginario de las clases medias. Karl se preguntó durante años qué haría si se encontrara con un millón. El día que se cruza con demasiada plata y se vuelve rico de la noche a la mañana el miedo literalmente lo paraliza. En vez de disfrutar y tratar de vivir tranquilo, sufre como si ese dinero fuera la peor de las pesadillas. Un epígrafe de Bertolt Brecht ilumina los infortunios de la condición humana: “Estoy sentado al borde de la carretera. El conductor cambia la rueda. No me gusta el lugar de donde vengo. No me gusta el lugar adonde voy. ¿Por qué miro el cambio de rueda con impaciencia?”.
Hochman (Buenos Aires, 1982), licenciado en Historia por la Universidad de Mar del Plata, integrante del grupo Alejandría y organizador del Congreso Gombrowicz, escribió los ocho capítulos de Los casquivanos en paralelo para que las historias tuvieran su punto de armonía y coincidencia. “La última que terminé fue la de Orestes, el tipo que trabaja como muñeco, que es la que me resultaba más complicada. Yo podía tener una empatía con los demás personajes por cuestiones de la vida, pero cuando me senté a escribir sobre el tipo que estaba adentro del muñeco me di cuenta de que no sabía qué siente alguien que trabaja disfrazado de Bob Esponja. Entonces me conseguí un laburo de muñeco. En ese momento vivía en Mar del Plata y me venía a Buenos Aires los fines de semana y de acá salíamos con un micro a recorrer la planta de una empresa de golosinas que hacía eventos para los empleados y las familias. Había magos, caricaturistas, maquilladoras, gente de circo y tres muñecos. Yo conseguí entrar como uno de esos muñecos”, recuerda Hochman en la entrevista con Página/12.
–La parte de Orestes está escrita como si fuera un diario. En una de las entradas se lee: “Nunca entendí a esos autores que en vida deciden publicar sus diarios y cartas. ¿No tienen un poquito de buen gusto y dignidad? Es como poner una cámara cuando vas al baño para que la posteridad te conozca tal cual sos”. ¿Coincide con lo que opina el personaje sobre los diarios de escritores?
–Yo escribí un diario durante muchos años. La pregunta que me hacía era para qué se escribe un diario. Si uno lo escribe para uno o si lo escribe para otros. El diario es una experiencia extrañísima y lo confirmé cuando leí el diario de (Witold) Gombrowicz, que se hacía esas mismas preguntas pero iba mucho más allá. Era muy cínico, muy desconfiado de la experiencia de escribir un diario, pero escribió un mamotreto de mil páginas, que en su caso era un diario falsamente íntimo porque lo escribía a pedido para una revista. Un poco el juego viene por pensar el diario como una falsa intimidad. O como una extimidad: se vuelve íntimo cuando llega un tercero. Antes no se sabe bien qué es.
–¿Qué pasó con el diario que escribió?
–Está archivado...
–¿Algo de ese diario aparece en Los casquivanos?
–No, son registros distintos. La novela la empecé en 2007, la terminé en 2010 y pasé cuatro años más corrigiéndola. Después de tanto tiempo trataba de acordarme cómo surgieron las ideas estructurales y la verdad es que no tengo un recuerdo preciso. Me imagino que la idea del trencito de la alegría viene porque vivía en Mar del Plata, a pocas cuadras de la plaza Colón, y cada vez que iba al centro cruzaba la plaza porque era el camino más corto, y ahí es el punto de encuentro de los trenes. La primera vez que me subí a un tren de la alegría fue cuando estaba terminando de escribir la novela. Necesitaba saber si lo que contaba tenía algún tipo de raigambre con la realidad. Si era verosímil.
–¿Por qué le importaba la verosimilitud?
–Yo que vengo del mundo académico, de las ciencias sociales, de la historia, de mucha teoría, quería seguir abordando algunos temas como la identidad, la memoria y el exilio, pero de una manera que no tuviera nada de teórico. Si hay algo que la ficción te permite es jugar con los conceptos contando desde la vida misma, sin estar haciendo citas de autoridad. Todas estas cuestiones que quería problematizar desde la ficción tenían que tener un sustento verosímil y un aspecto lúdico.
–¿La verosimilitud no sería una manera también de apelar a cierta autoridad desde la ficción, rechazando lo delirante para optar por la “realidad”?
–Puede ser, nunca lo pensé de esa manera... Lo importante era que aun siendo una novela que se pretende verosímil tuviera componentes de absurdo y grotesco. Y poder hacer contrapuntos entre situaciones tensas y problemáticas: el tren, el bolso con plata, el capítulo donde un tipo se muere masturbándose... Todo el tiempo buscaba que el grotesco, que el absurdo, aun siendo verosímil, marcara un quiebre. Un poco también esto aparece con el nombre de los personajes. Los protagonistas tienen nombres que son o bien extranjeros o bien nombres locales poco habituales de escuchar en las calles. La idea de esto, al mejor estilo Brecht, tomándolo como inspiración, es prenderle la luz a la gente en el teatro para que se acuerde en todo momento de que esto es una novela.
–¿Por qué provocar esa sensación de extranjería con los nombres?
–Tiene que ver con la idea de exilio que trabajo para mi tesis doctoral. El exilio no necesariamente es una partida forzosa de un estado a otro ocasionado por una dictadura, sino que es un concepto más complejo y poroso. Muchas veces los sujetos se sienten exiliados aunque no se hayan ido a ninguna parte. La tesis principal de la novela es que estamos todos solos; es una novela que habla del amor, de la amistad, de la familia, pero que sobre todo habla de la soledad. En ese sentido, la extranjería de los nombres me permitía pensar a esos personajes como fuera de lugar, como desubicados.
–¿Qué efecto produce esa de-subicación?
–No lo sé... Me fascina que un autor consiga desubicarme, correrme de un lugar preconcebido sobre cómo hay que leer, cómo hay que interpretar, cómo hay que vivir. Los autores que me gustan tienen ese plus. Yo llego convencido de estar buscando algo y termino encontrando otra cosa.
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