LITERATURA › MARCELO CARNERO HABLA DE LA BOCA SECA, SU PRIMERA NOVELA
El poeta incursiona en la narrativa con una historia marcada por el sometimiento. “Me gusta la imaginación disparada por la necesidad, por la situación de opresión”, señala el autor, quien materializó en la novela sus experiencias vitales.
› Por Silvina Friera
El nubarrón del lenguaje se vuelve escritura. La poesía balbucea en la lengua febril de Milagros, una de las esclavas de La boca seca (Mardulce), primera novela de Marcelo Carnero: “Vértigo calla la ciudad su amarillo en noches de vidrio el punzón la fiebre profanan la lengua enfundada con trapos desnudos pozos boca arriba arrancan los pechos atenazan hijos al silencio”. Los lectores acaso sean los primeros en sentir el impacto lacerante de una violencia que no deja cuerpos sin intervenir –a latigazos, a machetazos–; desechos humanos a la deriva de los tarascones de los perros. “Los esclavos deambularon como sonámbulos entre las mesas sin creer lo que veían –se lee en las primeras páginas–. Era el nuevo negocio al que se entregaban los dueños de la carne. No sólo vendían sangre, también se dedicaban a faenar cuerpos para vender los órganos.” Pasado, presente y futuro se desdibujan, como si la opresión y el sometimiento estuvieran sucediendo aquí y ahora en la pampa argentina. En el reparto de esclavos que entran y salen de una escena teatral, el elenco estable lo conforma ese trío en fuga, huérfano de horizontes, que incluye a la vieja Vivi, Amador y Milagros.
La boca seca es una ficción de largo aliento, una novela que Carnero escribió durante más de ocho años, en la que desenvolvió la versatilidad de sus experiencias vitales sin pretender materializarlas en un texto autobiográfico. “No sé si estaba la esclavitud tan explícita como quedó, pero en ese momento empezaba un interés particular respecto de la intervención sobre los cuerpos por parte de la institución educativa y de la salud. Eso me llamó la atención también por una cuestión personal –cuenta el escritor a Página/12–. Mi historia familiar tiene que ver con estos temas. El ejemplo más cercano fueron mis padres. Mi padre fue un tipo alcohólico y violento que nos abandonó. Mi madre, a fuerza de quedarse sola, ha tenido que pasar por situaciones complicadas. Viví mi infancia en un conventillo en La Boca y recuerdo siempre la misma imagen: gente que hablaba a retazos, como si no estuvieran en ninguna parte. Trabajé en muchas cosas distintas, en una metalúrgica, en una peluquería, vendí corbatas por la calle, hice ropa; hay algo de todo eso que fui absorbiendo. Los ambientes en que uno se puede mover, si uno acerca la oreja y escucha, son pequeños laboratorios lingüísticos, ¿no?”
Carnero (Buenos Aires, 1978) es autor de los poemarios Tratado de cuerpo (2008), Sentido de la oración (2010) y Pequeño territorio de lo cierto (2011). “Para mí fue raro pasar de escribir poesía al registro de la narrativa y tratar de sostener una apuesta que tiene que ver con el lenguaje: no por cambiar de registro, perder potencia ni perder el trabajo sobre la palabra. De ese mismo lugar del que vengo, del conventillo, hay una situación de ruptura con el lenguaje oficial entre comillas que me parece súper interesante. Quería ver qué pasaba con todo eso. A la vez, cuando tenía cinco años, tuve una especie de ataque de fanatismo con la figura de (Carlos) Gardel y empecé a escuchar mucho tango. Me pasaba algo muy fuerte con ese lenguaje, porque había muchas cosas que obviamente no entendía. Hay una primera relación con la posibilidad de la potencia que tiene el lenguaje.” Una de las voces que más disfrutó a la hora de escribir La boca seca –171 páginas estructuradas en cuatro partes– fue la de la vieja Vivi, pero también el diario de Jane Rose Valtz. “Los personajes femeninos me gustan. Me crié con mi mamá y mis tres hermanas en una casa de mujeres. El contexto del conventillo era más bien masculino, con la impronta de lo que es el macho, pero yo era el raro de ese lugar, el pibe que escuchaba tangos y vivía con sus hermanas y su madre”, subraya el escritor.
Habla como quien deliberadamente regresa al pasado para buscar una experiencia perdida. “El resultado de la forma de La boca seca, esos saltos de registro en las voces, tiene que ver con lo residual. César Vallejo es un poeta imprescindible para cualquiera que quiera trabajar con la palabra y me parece que fue una de mis influencias más fuertes de la adolescencia. Después está (Antonin) Artaud, siempre rompiendo los órdenes; y los escritores cubanos, (Alejo) Carpentier, Reinaldo Arenas y (José) Lezama Lima. La primera versión de la novela era muy barroca y se hacía demasiado inasible. Al principio pensaba el lenguaje como una resistencia más extrema. Me daba la sensación de que el texto debía expulsar al lector más que sostenerlo. Después me di cuenta de que no quería darle una comodidad al lector, pero sí sostenerlo”, plantea Carnero. “Anda dando vueltas la idea del negro, qué es el negro en un país como Argentina donde se lo borró de un plumazo, pero donde sigue persistiendo cuando alguien dice: ‘No digo negro de piel sino negro de alma’... cosas bizarras que dejan al descubierto lo que se pone en juego. Quizá me he visto a mí mismo en situaciones en donde era nombrado como ese ‘negro de mierda’ o mirado como un ‘negro de mierda’. Hay una semilla vinculada con mi origen social”, reconoce el escritor que dirige el espacio Enjambre, un centro de investigación orientado hacia la escritura.
“Cuando descubrí el origen de la palabra quilombo me pareció revelador por esos asentamientos que marcaron un hito de la resistencia. Quise sacarla del contexto en el que se usa hoy para pensar en esos focos de resistencia. Me gusta la imaginación disparada por la necesidad, por la situación de opresión. Las cosas que se van armando a partir de la palabra, las redes que se van tejiendo. Quilombo es una palabra que me encanta cómo suena. Son esas palabras que me martillan, que aparecen y se vuelven fundamentales.”
–Sí, totalmente. El lenguaje es uno de los últimos refugios que tiene la literatura. Yo creo que se hace un uso completamente irresponsable del lenguaje. Hay mucha gente que lo labura, pero también me parece que hay autores que no tienen intención de decir. El lenguaje tiene toda una historia atrás. No es “digo” y listo, me saco de encima el asunto. La idea de decir, de nombrar algo, de irrumpir en un nuevo espacio con una palabra, no es una cuestión menor. El lenguaje está completamente devaluado, pero soy optimista y me gusta pensar que voy a poder decir. Aunque suene medio tonto, me gusta creer que uno puede tener una relación con la palabra de esa manera. El trabajo con el lenguaje es una resistencia y estoy completamente feliz de que sea así... Cuando era chico, vivía usando la palabra como soga de acercamiento. Me ha pasado de no tener ciertas cosas que deseaba mucho y pedirlas y que aparezcan. Yo creo en la palabra y me gusta creer, esa fe es una buena herramienta. Uno puede tener relaciones más o menos neuróticas con las palabras, pero ya es otro cantar. Eso lo tratará cada uno en su terapia (risas). Soy optimista con la palabra. Vivimos en un mundo en que hay tantas inocencias perdidas de antemano que ser un poco inocente está buenísimo... No tenemos que estar todo el tiempo buscando el doble fondo de las cosas, me parece importante que haya una relación con algo que suponemos que es mágico, ¿no?
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