LITERATURA › DEMONIOS FAMILIARES, LA NOVELA PóSTUMA DE ANA MARíA MATUTE
En esta historia inconclusa están presentes muchas de las obsesiones de La Matute, como la falta de comunicación, la incomprensión, los viejos rencores nunca curados, la traición. “Vivir es también perder cosas”, decía la autora, fallecida el año pasado.
› Por Silvina Friera
La hechicera verbal de la lengua castellana despliega su inconfundible musiquita. “El silencio siempre fue la conversación más apasionada entre mi padre y yo”, dice la joven Eva, postulante a novicia en el convento donde estudió desde los siete años, que debe regresar a su hogar cuando los milicianos republicanos queman el edificio en julio de 1936. Hija de un coronel, un viejo militar tan autoritario como conservador que participó de la guerra en Africa y ahora sobrevive enfermo en una silla de ruedas, asistido por Yago, mucho más que un fiel criado, Eva es la típica muchacha sumisa que sufre sin llegar a entender casi nada de lo que ocurre. Su madre murió en el parto, cuando ella nació; fue criada por Magdalena, la mujer que “ve a través de las paredes, oye a través de la espesura de los bosques” y lo sabe todo, o casi todo, en esa familia en la que predominan los balbuceos, las medias palabras, el amor reducido al grado cero de su posibilidad y un secreto que sale bruscamente como de un grifo obturado. “Mi infancia se parece bastante al tan repetido llanto de un niño en la oscuridad, un llanto sin voz, que nadie oyó nunca”, reflexiona Eva, la protagonista de Demonios familiares (Destino), la novela que Ana María Matute estaba escribiendo cuando murió a los 88 años, el 25 de junio de 2014.
“Ningún texto de Matute es naïf, ninguno es tampoco redicho o resabiado. Todo en ella es muy de verdad, pero esta verdad se encuentra en ella misma”, subraya Pere Gimferrer en el prólogo de esta excepcional novela, que sólo puede considerarse inacabada en el sentido literal de haber quedado interrumpida en la página 172. Conviene aclarar que el lector no se encontrará con un borrador, esbozos de una narración que nunca llega a despegar de las meras anotaciones. Al contrario: cada página parece esculpida, como si Matute persiguiera el paraíso de una perfección deseada pero imposible. En “Menos es más. Notas sobre la escritura de una novela inacabada”, María Paz Ortuño, asistente de la escritora, advierte que en este texto póstumo están presentes muchas de las obsesiones de “La Matute” –así le gustaba llamarse a sí misma–, como la falta de comunicación, la incomprensión, los viejos rencores nunca curados, la traición.
“Ahora pienso que yo no había sido una niña triste, sino una criatura atrapada en una extraña melancolía, la contradictoria añoranza de algo que no se ha conocido nunca”, dice Eva en la vieja casona familiar en la que “todas las paredes están hechas de silencio, hasta de aliento contenido”. El reencuentro con Jovita, la hija del farmacéutico que está embarazada de Berni, un republicano, producirá una suerte de pequeña epifanía en Eva, quien a partir de ese momento se propone ser “una chica normal”. ¡Qué festín es leer a Matute! Cuando Jovita le confiesa que está embarazada, Eva condensa el mejor estilo de la autora de Los Abel (1947), Pequeño teatro (Premio Planeta 1954) y Los hijos muertos (Premio de la Crítica 1958 y Premio Nacional de Literatura 1959) en pocas líneas: “De pronto, las palabras se parecían a esas aves que, en pleno vuelo, quedan inmóviles, con las alas extendidas, como clavadas en el cielo”. Eva repetirá una verdad que le ha sido revelada –y que no se explicitará para evitar quejas de los lectores–, como un estribillo que suena conocido. Todos en el pueblo lo saben, menos ella. Pero lo más insoportable e inquietante está en otra parte: el hallazgo en el bosque del cuerpo malherido de un paracaidista. Yago junto con Eva lo trasladarán hasta el desván de la casona. La vida de ese hombre está en manos de ellos. No todo se limita a tenerlo escondido, curarle las heridas y darle de comer. El herido en cuestión –nombrarlo sería imperdonable– despierta algo más que curiosidad en Eva. “Nunca había sentido nada parecido por nadie. Ni siquiera el deseo de un simple beso en la mejilla (...). Aquel deseo de besar, tan intenso, no me parecía extraño, ni siquiera nuevo.”
Hacia el final la joven, que tiene 17 años, se arroja a los brazos del paracaidista. “Lo abracé con todas mis fuerzas, como si lo viera al borde de un precipicio y a punto de desaparecer. Pensé que no me correspondía. Pero en lugar de eso, sentí a mi vez su abrazo, apretado, cálido. ¿Por qué había creído que no lo haría nunca? Aun sin ser consciente de ello, lo había imaginado y deseado.”
Ortuño se considera una privilegiada por haber acompañado como amiga y discípula el proceso creativo de la autora de Olvidado Rey Gudú (1996), novela que marcó el regreso de Matute después de 25 años sin publicar, el mismo año en que fue elegida para ocupar el sillón K de la Real Academia Española, y Paraíso inhabitado (2008). “Nunca le gustó el ordenador. Necesitaba ver cómo se marcaban las letras, cómo surgía la frase, necesitaba tocar el papel. Cuando le imprimía las páginas, ella volvía a corregirlas y yo volvía a pasarlas; así varias veces hasta que ella consideraba que estaba bien. Hace unos días, cuando ella ya no estaba, volví a su mesa y encontré que había vuelto a leer todo lo escrito y a hacer nuevas correcciones.” Otro ejemplo es cuando Ortuño le decía que al pasar el texto había algo que no había entendido. “Siempre me respondía: ‘Eso es que sobra algo; siempre sobran palabras, siempre menos es más’.” Matute corrigió muchísimo Demonios familiares, rehizo los primeros capítulos porque no encontraba el tono: “Hay que encontrar el tono, la melodía... si no te sientes a gusto, estás perdido”, proclamaba. “La mayoría de sus correcciones son para romper ambigüedades y buscar contundencia y concisión, huir de las medias tintas –afirma su amiga y discípula–. Elimina lo innecesario, lo superfluo, lo que no contribuye a nada, corta sin piedad aunque su estilo no es en absoluto sintético, a menudo añade frases enteras para describir una situación hasta el mínimo detalle.” Desde el primer cuento que escribió hasta Demonios familiares, un bellísimo regalo de despedida, siempre quiso comunicar la misma sensación de desánimo, de pérdida. “Vivir es también perder cosas”, afirmaba La Matute, premiada con el Cervantes, “el Nobel de la lengua española”, en 2010.
Imposible no caer rendidos al pie de cada página de Matute: “Su escritura es sortilegio”.
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