LITERATURA › EL ESCRITOR LUIS SAGASTI HABLA DE SU NOVELA MAELSTROM
La novela-remolino del autor bahiense comienza con un académico argentino interesado en la repercusión que tuvo la Guerra Civil Española en Bahía Blanca. Pero a medida que avanzan las páginas, el narrador traza conexiones y asociaciones inesperadas.
› Por Silvina Friera
La ganzúa de la curiosidad es como el aire que respira. El niño que fue–el adulto que es y será– contempla cómo miles de ojos parpadean en la oscuridad. Si Aristóteles plantea que la filosofía comienza con el asombro, el bahiense Luis Sagasti, excepcional escritor rizomático, afirma que la literatura consiste en frotar los palitos de la lengua hasta encender las palabras. Sus libros son constelaciones en movimiento que hilvanan pensamientos poéticos y despliegan infinitas ventanas ante la mirada extasiada del lector en ese umbral donde el aguijón de la perplejidad empuja a dar el gran salto. “¿No será la espiral la figura que aparece cuando no se piensa, cuando se gesta el vacío?”, se pregunta el narrador de Maelstrom (Eterna Cadencia), una novela-remolino que empieza con Gustavo, un académico argentino interesado en la repercusión que tuvo la Guerra Civil Española en Bahía Blanca, un pequeño jardín de helechos, el Jardín de Andrómeda, más una placa con siete nombres. A medida que avanzan las páginas, el narrador traza conexiones y asociaciones inesperadas con la antorcha de la astronomía, los mitos griegos y la teoría de los seis grados de separación alumbrando el camino. En ese devenir de la pesquisa se suceden Julio Verne, Van Gogh, el Pato Donald, un fresco de Giotto, Stanley Kubrick, Lars von Trier, Olaf Stlapedon, Camille Flammarion, Friedensreich Hundertwasser y Frigyes Karinthy, entre otros.
“No sé si las cosas se nombran para no perderlas. Creo que es al revés: se las designa una vez perdidas o cuando, de alguna forma, ya no nos pertenecen”, revela el narrador de la última novela de Sagasti (Bahía Blanca, 1963), un escritor que trabaja la musicalidad del lenguaje como un carpintero que cepilla la madera. “La noche es un libro siempre abierto en todas las páginas al mismo tiempo. Y lo mejor: un libro al que no se le reza ni se le pide nada. Eso sí, hay que vencer el cansancio de los párpados para poder leerlo”, dice el narrador de Maelstrom, título que remite al remolino gigante que se forma en las costas meridionales de Noruega. “Los planetas no titilan, me habían enseñado. Las estrellas laten como si dudaran, por eso no son dioses.” Como la increíble capacidad del escritor bahiense para inventar, relacionar, ensamblar, ejemplos de este tipo en que lo leído suena como si habitara el paraíso de la lengua poética se podrían multiplicar. “Todo círculo vacío es un espejo que el niño debe ocupar. Se trata de algo inevitable, como encontrarse con Venus al atardecer. Y al sol lo dibujan siempre sonriente porque un chico siempre está feliz cuando dibuja.”
La estentórea voz de Sagasti vibra como si saliera de las entrañas de la Tierra. Esa gravedad se imprimió en los tímpanos de los oyentes de Maldición llegó el verano, un programa radial humorístico que condujo junto al poeta Mario Ortiz y el locutor y periodista Miguel Martos entre 1991 y 1995; un programa que pronto se transformó en un fenómeno de culto bahiense. “Yo tenía la idea de trabajar la ubicación en el espacio, idear un jardín en que cualquier cosa que se pusiera dejara de ser arte, un lugar donde el arte se acabara”, cuenta el escritor a Página/12. “Un día encontré sin querer dos versos de Arnaldo Calveyra, que en un momento dice que se encontró con una antípoda. Ahí se me prendió la lamparita y se me ocurrió hacer una obra que empiece en un lugar y termine en otro. Y como hay una imposibilidad de hacer esas cosas, no estoy en el circuito del arte y no tengo plata ni nada, se me ocurrió escribir algo vinculado con el espacio. A esto se suman mis obsesiones por el tema de la totalidad, de las conspiraciones, de realidades que están por debajo”, enumera el autor de las novelas El canon de Leipzig (1999), Los mares de la Luna (2006) y Bellas artes (2011).
–¿El género novela es como un remolino?
–Sí. Me parece que las novelas y los relatos que me atraen tienen que ser como una suerte de remolino o de corriente que te arrastre a un centro sin saber cuál es ese centro, que no quede muy en claro hacia dónde va. Mi idea en esta novela es atrapar al tipo que lee, me sale escribir así, muy tipo Bellas artes, e ir metiéndolo en un relato no contado directamente hasta llegar a un centro. Más allá de los aspectos puramente plásticos del lenguaje, está la cuestión de narrar algo que sea atractivo también y que no sea puramente un ejercicio intelectual. Cada tanto uno se encuentra con novelas o relatos maelstrom y no sé si eso no es una función que cumple la poesía. Hay un tipo de literatura que ejerce como un poder magnético, ¿no? Me interesa que el lector no tenga en claro hacia dónde se está arrastrando, pero se deja arrastrar porque hay cierto goce en ese devenir involuntario.
–En un momento de la novela se plantea que el mérito de un relato consiste en lidiar con los tiempos muertos. ¿Esto es lo que persigue como escritor con libros como Bellas artes y Maelstrom?
–En parte creo que es llevar Clausewitz a la literatura (risas). Vamos a aclarar por qué. Lo importante que dice Clausewitz es qué hacés con el ejército cuando no estás peleando, en el tiempo muerto. En una novela como Los mares de la Luna me interesaba que todo fuera como una suerte de tiempo muerto, pero que fuera atractivo leer la nada. ¿Qué está pasando? No pasa nada, pero por debajo está no el iceberg, sino ese océano que no se nombra. En esta novela, en verdad, lo que no se está nombrando y apenas se vislumbra es que hay una organización atrás de todo esto, y parece que es algo grosso, porque están atentos a lo que pasa en cualquier parte del mundo. El tiempo muerto es el barquito que flota sobre el mar. La pieza importante del rompecabezas es la mesa donde ponés las cosas. Acá la idea es que a medida que voy narrando tapo la mesa, lo importante es lo que sostiene todo eso. Probablemente el ejercicio de ocultamiento consista en lidiar con la nada, con los tiempos muertos.
–”La literatura no consiste sino en frotar los palitos de la lengua hasta encender las palabras. Y aunque la hoguera lleve ardiendo miles de años, siempre que se escribe se lo hace por primera vez”, se lee en una parte de Maelstrom. ¿Suscribe lo que postula este narrador?
–Si se escribe en serio, sí. Cuando uno está en un proceso creativo, siempre es por primera vez. Las personas que generan algo de arte habitan el territorio de los albores, siempre están en una situación de mañana, de inicio. En esa mañana que se habita uno va buscando los leños que arroja. Y acá hay que correrse de esa cuestión puramente de ego que hay en el arte. Lo importante es mantener el fueguito, uno contribuye a eso. También desde otro lado, leer bien es leer por primera vez. Uno se instala en una suerte de infancia, de amanecer, no sé cómo llamarlo. Yo creo que uno siempre debería estar habitando un inicio. Se hace muy complicado en la vida cotidiana, ¿no?, pero el mejor lugar para estar es en el umbral.
–¿Por qué tiene tanta importancia la evocación de la infancia en su narrativa?
–Yo tuve una infancia linda, habré tenido sinsabores como todo el mundo, por supuesto, pero fue una infancia intensa, muy mágica. Creo que tiene que ver con el tema de la percepción salvaje. Uno tiene que quemarse con el fuego que está fuera del lenguaje. Eso acontece en la infancia, yo recuerdo eso y aparecen en la novela algunas cositas. Uno de grande lo recupera escribiendo, uno vuelve a tener esa mirada, ese estar frente a las cosas de manera muy singular. Habitar el presente es un buen proyecto de vida y la infancia es eso. La función del arte es estar frente al objeto, celebrar actos de presencia; es decir, nombrarte como ego. Creo que por eso aparece tanto la infancia. Uno siempre tiene dos o tres obsesiones. A la larga tampoco uno tiene un alma tan múltiple. Lo difícil cuando te leen es que alguien diga: “Otra vez este tipo con esto”. La misma obsesión, los mismos temas, hay que recrearlos de otra manera. No podría escribir una de piratas, no me sale (risas).
–Salvo que sean piratas fascinados con las estrellas, con las constelaciones, que es otra de sus obsesiones, ¿no?
–Sí. El argumento de El canon de Leipzig es que una cajita de música tiene dos puntitos y si la pasás por un papel con tinta te queda marcada una constelación.
–En un momento de Maelstrom, le sugieren al narrador que busque a su hermano muerto en una estrella, hasta en estos detalles aparece el interés por la astronomía.
–Esa parte es autobiográfica: tengo un hermano mayor que se murió a los 21 años. Fue medio trágico porque hacía mucho calor, estábamos en una pileta, se tiró y se murió; era un gran basquetbolista de Bahía Blanca.
–¿Cómo trabaja lo autobiográfico en la escritura? ¿Hay cierto pudor o cuidado cuando aparecen esos materiales, cuando irrumpen en lo que está escribiendo?
–Es muy difícil escindirse de la propia biografía, no digo que todo lo que uno escribe es autobiográfico, pero es difícil que no aparezca. Muchas de las cosas que me ocurren prefiero no contarlas. Todos tenemos momentos vergonzosos y cobardes que no hay que narrar. Tampoco necesito una suerte de catarsis, escribir algo para liberarme. Para eso voy a terapia, es más sencillo. Cuando sí aparece algo autobiográfico, tiene que ser literario. Un límite es el pacto de verosimilitud con el lector; entonces es autobiográfico pero mejor conviene decirlo “más” exagerado o quitarle el grado asombroso que puede tener en la realidad de tu propia biografía. Todos tenemos tsunamis que remontar. Más que el tsunami, lo que te queda es la espuma de la ola.
–Maelstrom es una novela que usa deliberadamente Facebook y Google para las búsquedas que hace el narrador. ¿Cómo impactan las nuevas tecnologías en la literatura?
–Me parece que Internet promueve sin que nosotros seamos totalmente conscientes una nueva forma de narrar. Es inevitable, al menos para mí. Uno está permanentemente googleando y mirando datos; hay otros que uno los sabe y los tiene en la cabeza hace años, pero puede corroborarlos. Esa búsqueda, a mí que soy curioso, me llevaba a otro lado y a otro lado... Lo que me parece interesante es cómo las redes sociales y los patrones de búsqueda de Internet comienzan a modificar las maneras de narrar, al menos en mí. Yo tengo una facilidad para relacionar cosas, es un poco patológico porque me voy por las ramas. Internet me acelera más, pero también te impone el desafío de contar algo interesante: abriste todas estas ventanas, ahora las cerrás. Por supuesto, en el caso de Maelstrom ya sabía cómo cerraba todo.
–Si las nuevas tecnologías cambian las formas de narrar, ¿también se produce un cambio en la relación con el misterio?
–Sí, totalmente. Yo veo a René Lavand en YouTube y después pongo “cómo son los trucos de René Lavand” y los encontrás y los ves. Ya no hay magia, está todo explicado. ¿Y qué vas a escribir sobre exploraciones? Ya está todo explorado en el planeta, tenés que irte a otro planeta. ¿Qué misterio podés contar que el lector no tenga mucha noción de hacia dónde vas? Esos son libros que me gustan leer. No es que está todo contado ni que están todos los misterios resueltos. Siempre podés buscar algo más, pero pareciera que se torna cada vez más difícil... En un crimen, sé quién lo mató. No hay muchas opciones. La única opción que falta –quizá ya está hecha y no estoy enterado– es que el asesino sea el lector por omisión, es decir el acto de leer el libro lleva a que no impidas la muerte de alguien. Creo que falta eso nada más. Me interesaba plantear una suerte de misterio que tiene un elemento fantástico muy a la manera de Tlön, que no es original. El núcleo básico ya está contado. ¿Cuáles son los temas de la literatura? Hay tres o cuatro, después estamos dando vueltas sobre lo mismo. El truco es disfrazar esto de otra manera, contarlo distinto. Vos componés algo y termina con chanchán. El tema es que tenés que ir de esta nota a esta nota, todo un trayecto que termina reposando. En la narrativa es igual: son tensiones y reposos que hay que intentar hacerlos entretenidos. Mucho para narrar no hay; en la literatura hay que ser un Clausewitz (risas).
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