LITERATURA › LA FRANCESA FREDERIKA AMALIA FINKELSTEIN, AUTORA DE EL OLVIDO
La escritora señala que “el terrorismo es la nueva forma de la guerra, pero el mal no está siempre donde pensamos”. Su novela reflexiona sobre memoria y olvido respecto del Holocausto.
› Por Silvina Friera
El vértigo de ir a fondo convierte la oscura avalancha de cavilaciones de Alma-Dorothéa, una joven francesa que tiene entre 20 y 25 años, en una voz radical y desesperada, una versión femenina y contemporánea del pesimismo de Thomas Bernhard. “Quiero olvidar, anular esa infame Shoá en mi memoria y extraerla como un tumor de mi cerebro”, aúlla la joven que escucha una y otra vez “One more time” de Daft Punk, una canción que parece anestesiar la angustia en la que está sumergida. El abuelo de Alma huyó de Polonia a tiempo y pudo rehacer su vida en Buenos Aires. Ella es consciente de que cuanto más proclama la necesidad de olvidar más recuerda. La visión de una sala de duchas de Auschwitz, luego de la propagación del gas Zyklon B por los SS, la perturba a la noche, cuando no logra dormir. Los muertos invaden su pensamiento, sus visiones, sus sueños; no sabe cómo suprimirlos. Para colmo de males conoció a Martha Eichmann, la nieta de Adolf Eichmann, el responsable de la llamada “solución final”. “No vi ningún bien ni ningún mal en sus ojos. Vi a un ser que vivía y que iba a morir. Como ustedes, como yo. No digo que seamos iguales; no somos iguales. También eso es una ilusión. Solamente digo que somos. Y que no seremos más. Un ser humano que muere a los 85 años habrá vivido 31.025 días. Son casi dos veces menos que los aproximadamente 60 mil pensamientos que mi cerebro emite cotidianamente. La vida es corta, no volveré sobre eso”. El olvido (El Cuenco del Plata), primera novela de la escritora francesa Frederika Amalia Finkelstein, traducida por Silvio Mattoni, es un gran golpe que interroga los umbrales de lo inaceptable, como si quisiera ir más allá de lo dicho para sembrar más preguntas perturbadoras en la conciencia de los lectores.
La vigorosa timidez de Finkelstein –que empieza en su mirada escurridiza y se prolonga en su modo de hablar casi susurrando– es inversamente proporcional a la desmesura de la protagonista de El olvido, novela que se publicó originalmente en el sello Gallimard, elogiada por el Premio Nobel de Literatura Jean-Marie Gustave Le Clézio, quien la define como “un grito: un pedido de auxilio, de reconocimiento, de memoria”. La escritora de 24 años –de madre argentina y padre francés– nació en París en 1991. “El tema de la Shoá es un lugar de violencia tan fuerte que fue una materia intensa para trabajar literariamente”, confiesa la escritora que admira una literatura “muy radical”, que incomoda, como la de Malcolm Lowry, Franz Kafka, Georges Bataille y Thomas Bernhard, entre otros. “Es un hecho que el país donde se exilió mi abuelo no sólo recibió a víctimas. La Argentina dejó filtrar verdugos a granel –afirma Alma–. Tan sólo en Buenos Aires habrían podido descubrir a Adolf Eichmann y a Josef Mengele degustando un café al lado de clientes judíos. Si hago correctamente el cálculo, mi abuelo y Eichmann vivieron en la misma ciudad durante siete años, entre 1953 y 1960, o sea alrededor de 2555 días sobre los cuales estoy en condiciones de concluir que sin dudas se cruzaron en varias ocasiones”. El desvelo por los números es el cordón umbilical que conecta a Alma-Dorothéa con la escritora francesa. “Buenos Aires es mi paraíso perdido porque vengo acá todos los años a visitar a mi abuela materna. Las mejores memorias de mi vida están aquí. En la novela, Buenos Aires es la puerta abierta adonde puede escaparse Alma”, plantea Finkelstein a Página/12. “Descubrí que Eichmann estuvo en Argentina, en el mismo período que mi abuelo paterno, que vivieron los dos en la misma ciudad. Me pareció muy perturbador que la persona que hace el mal y la víctima coexistan en el mismo lugar. Esto simboliza que el bien y el mal no son opuestos, sino que están mezclados y me interesa esa mezcla, esa confusión. No me gusta la visión moral del bien y del mal separados; el tema es mucho más complejo”.
La escritora cuenta que está terminando la carrera de Filosofía. La maquinaria acelerada de pensamientos que despliega Alma en El olvido tiene un engranaje teórico, sin que se transforme en una carrera de obstáculos para la lectura. Sus filósofos de cabecera son Friedrich Nietzsche, Martin Heidegger y Quentin Meillassoux, filósofo francés que fue profesor de Finkelstein y es autor de un libro “deslumbrante”, Después de la finitud. “La filosofía me ayudó mucho porque mis angustias fueron estructuradas por la tradición del pensamiento”, explica la escritora y agrega que otra coincidencia entre ella y el personaje es que a las dos les gusta caminar por París. “Caminar me permite respirar y me alivia la angustia. Hay una frase de Nietzsche que dice: ‘Sólo puedo pensar con un lápiz en la mano’. Yo puedo pensar cuando camino. Caminar de un punto a otro es el símbolo de la iniciación. La vida es insoportable para el personaje porque todo el tiempo está pensando. Esa obsesión es su singularidad. El olvido es la única posibilidad de encontrar un lugar donde pueda tener momentos de paz en una memoria que nunca se detiene”.
La torrencial voz de Alma, una joven que se siente vieja antes de tiempo, arrasa con todo lo que examina. “Tuvimos la ilusión de la victoria en 1945, cuando en realidad fracasamos. No digo que los nazis ganaron la guerra; digo que Adolf Hitler la ganó mediante su suicido, y les recomiendo que lo crean. Todavía vivimos en el cortocircuito de un solo hombre”. A Finkelstein la tesis de su personaje le suena “un poco loca”, pero no la desmiente. “Cuando mirás el mundo, te das cuenta de que el exterminio continúa en el capitalismo de masas. Cuando entrás a una gran tienda de zapatillas, hay una cosa un poco fría y extraña, como una prolongación de la deshumanización de Auschwitz”, opina la escritora. “Mi abuelo se fue de Polonia a vivir a Argentina. Murió en el año 68 acá, ni siquiera lo conocí. Escribir la novela fue una manera de conocer a mi abuelo como un espectro. La literatura es un lugar donde los muertos pueden resurgir. La última frase de El olvido es para mi abuelo: ‘¡Recuerda, abuelo, qué hermoso era! No te lo suplico no te decepciones’. Le estoy diciendo a mi abuelo muerto que el mundo en el que vivimos ahora es horrible, pero no hay que desesperarse. En mi cabeza, mi abuelo simboliza el infinito, la eternidad. Espero que el libro pueda trascender porque esa es la razón por la que escribo. Quizá sea una estupidez porque todo va a desaparecer en un millón de años o en diez años, pero tengo la voluntad o el deseo de escribir algo que nunca desaparezca. El arte de la literatura refleja un momento del pensamiento; es extraordinario y maravilloso que doscientos años después leas un pasaje de un libro y puedas meterte en la cabeza de un personaje”.
Finkelstein advierte que no está a gusto en ninguna parte. “Sólo cuando escribo me siento en casa. Escribir es como tocar un nervio. Me gusta decir que soy una escéptica dogmática. Yo sé solo cuando escribo, pero no es un saber teórico, es como una iluminación”, explica la escritora y comenta que está escribiendo una novela que tiene como tema el terrorismo en Francia. “No vimos nada todavía, lo peor está por venir. El terrorismo es la nueva forma de la guerra, pero el mal no está siempre donde pensamos que está. Quiero hacer un paralelismo entre el terrorista y la víctima. El islamismo radical es hijo del capitalismo americano. Estados Unidos produjo un virus que se volvió en su contra”. Y sonríe suavemente, Frederika, como hilvanando en el gesto una idea que no quiere concluir. Que sigue abierta a la especulación. “El silencio a veces es más interesante que el decir. Escribir para mí es como ganarle al tiempo. Me siento más viva escribiendo”.
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