LITERATURA › MARCELO COHEN Y SU NUEVA NOVELA, ALGO MáS
“Cada vez más gente no esconde su idea de que el mundo está más idiotizado”, dice el escritor, que en su libro pone en foco las formas de resistencia en pequeñas comunidades artísticas y los dilemas políticos que implica vivir intentando ser independientes.
› Por Silvina Friera
La furia y la indignación conducen al levantamiento de toda la población media de Isla Kump del Delta Panorámico, ese mundo fantástico hilvanado por la imaginación desaforada de Marcelo Cohen. Después de veinte años de prosperidad, los exasperados se rebelan sin experiencia. Dos jóvenes se cruzan en medio de la revuelta para plantarse y resistir, conscientes de que con la insatisfacción y la agitación no alcanza. Gaco tiene una piedra en la mano; Tamastú, una pata de escritorio. “Los humanos vivimos en una réplica de la realidad, dijo Tamastú; cada palabra que usamos, cada nombre que le damos a una cosa, es un ladrillo más del sótano mental en que vivimos. Para liberarse hay que abrir los sentidos del mundo, dijo Gaco. Pensando a dúo se les calentaba el pensamiento; las ideas se acoplaban y, después de un chirrido, daban a la luz ideas nuevas a un ritmo placenteramente veloz”, se lee en Algo más (Páprika), una extraordinaria novela de Cohen que pone en foco las formas de resistencia en pequeñas comunidades artísticas o en el campo y los dilemas políticos que implica vivir intentando ser independientes.
“Desde Los Acuáticos no salí del Delta Panorámico, salvo en un espacio más cercano a nuestro mundo que fue en Impureza. Los demás libros transcurren en una isla, incluso Donde yo no estaba”, cuenta Cohen desde el primer piso del bar que suele frecuentar en la esquina de Echeverría y Freire. “Mi otro yo vive ahí y me permite hacer muchas cosas distintas. No es un mundo que tiene un asidero real, es un objeto puramente literario, concebido con la idea de que la literatura es el único contacto auténtico con lo real. Se supone que el Delta Panorámico es un receptáculo adonde van a parar percepciones, vivencias y deseos de jugar y de problematizar. La imaginación va creando su propia enciclopedia, voy juntando notas para que la incoherencia no llegue a ser ofensiva. En cada libro aparecen palabras nuevas, pero hay un vocabulario que se acumula con los nombres de las cosas y cómo habla la gente. Y van apareciendo algunos datos históricos, económicos y voy incorporando lo que trae la experiencia y las lecturas. Por eso vuelvo una y otra vez. Casi naturalmente me pasa lo que me ha pasado siempre y es que argumento, personajes y paisaje surgen todos juntos. En cuanto empiezo a escribir o tomar notas para la historia, la isla aparece. Esto es una pequeña metafísica técnica, no tiene más importancia que eso. Lo que importa es el resultado de la novela en sí”, plantea el escritor en la entrevista con Página/12.
–“El único cambio de tema es un cambio radical”, afirma uno de los personajes de la novela. ¿El gran tema de Algo más es el cambio político?
–No lo pensé así, pero es muy justo lo que dice porque la palabra cambio está muy usada en el libro. En este momento la palabra está tan en el candelero, no solamente por el uso político, por Cambiemos, por la contingencia y la cháchara de los políticos, sino también por la intervención de politólogos que tratan de aclarar de qué se trata, por el parloteo inacabable de la prensa televisiva; entonces uno se resiste a usarla. Pero es cierto que es uno de los problemas que está en la novela. El asunto del libro es qué se puede hacer para que la mayor cantidad de gente posible no siga sufriendo, viviendo en una irrealidad en la cual depositan confianzas, deseos y decisiones que la mayoría de las veces los perjudican. Cómo no equivocarse, cómo mirar lo que pasa tratando de sacar conclusiones que permitan hacerlo de una manera lo menos pasible de ser un error en ese tren de armar, proteger, conservar, mantener lugares, espacios, donde las normas no sean las que imponen la política. Que funcionen por otras reglas que se elaboran, se acuerdan, se cumplen, se respetan y por consenso general pueden ser cambiadas dentro de ese espacio cuando ya no sirven para que esa gente viva junta. En este momento una de las cosas que más triste me pone es que voté siempre al kirchnerismo, apoyé el proceso de innovaciones, me alegré como nunca en mi vida de vivir un clima en donde había interés por la conversación política, incluidas las discusiones y los enfrentamientos con los amigos. En cierto momento empecé a ver cosas que me parecía que nos conducían a la derrota. Ese fue mi descontento: “Ojo, esto ya lo hicimos y salió mal”, “ojo, esto me lo hicieron hacer y me perjudicó”, además escuchen a los que los acompañan y presten atención. En esta situación de retroceso conservador que a mucha gente de generaciones más jóvenes las pone profundamente triste, lo que me pone más triste es la sensación de repetición, el retorno eterno de lo mismo: ahora viene la hora en que los consorcios, los monopolios, los poderes fácticos, se llevan toda la plata que ellos pueden, arman la sociedad como a ellos les parece que tiene que ser; eso crea mucho conflicto, primero hay cansancio, después hay ridiculización, pequeñas modernizaciones –según la derecha conservadora y el poder burgués mundial–, después viene el descontento, la rabia, tal vez venga la represión, tal vez no; tal vez la sublevación, una nueva racha de apoliticismo. Todo esto está en la novela: la repetición, cómo separarse de la repetición de manera de hacer algo que contenga mutaciones, pero no las de la inercia sistemática. Se pueden hacer espacios de anarquismo solidario, pero cuesta trabajo. Como los personajes están sometidos al desgaste interno, a las decepciones externas, a los ataques, el trabajo no se termina nunca. Trabajar cansa, como el título del libro de Cesare Pavese. Los muchachos de la novela terminan cansados, pero al mismo tiempo han hecho un montón de cosas porque en el camino han entendido que la cosa no es solamente por ellos. Les gusta ensamblar comunidad, les gusta trabajar con la materia y con el espíritu, por decirlo de alguna manera; son ridículamente insaciables. Tienen una desesperación por la sinceridad.
–O por la verdad, ¿no? Tamastú dice que “la verdad sólo existe si aguanta el contraste con su antítesis”. Gaco agrega que “hay que enfrentar una idea con la idea opuesta”; “se necesita una captura del pensamiento por algo que rompa con la siesta del pensamiento”.
–A ellos lo que más les importa es no dormirse. Son a su manera, aunque esto no lo digan nunca, cultores y creyentes de la impermanencia. Entonces tratan de acomodarse y como nada es permanente tienen que encontrar modos de verdades al mismo tiempo pasajeras. Eso que ellos dicen viene de otras fuentes porque se la pasan leyendo y estudiando. ¿Qué es lo que pasó acá? Como la mayoría de las cosas que escribo nacen de mascullar lo que estoy percibiendo. Yo soy más de la escritura y del sonido que de las imágenes. Más bien que me gusta el cine y veo todas las artes visuales que puedo, pero me doy cuenta de que mi pensamiento funciona por la percepción inmediata y después por el sonido y la escritura. Todo aparece dicho en la mente como subtitulado, no lo puedo evitar.
–Ahí trabajan escritor y traductor juntos, ¿no?
–Seguramente, debe ser deformación profesional, tantas horas de mi vida mirando solamente letras... En cuanto pasa un tiempo todo ese yacimiento de literatura que uno tiene empieza a salir y uno se da cuenta de que en realidad está nadando sobre aguas muy profundas y caudalosas.
–¿De qué se da cuenta?
–En la mitad de este libro me dije: “Cohen, admití que estos dos muchachos, que ya sabía que iban a pasar toda la vida juntos con sus familias, se iban a volver inseparables y complementarios”; son, como decía Fernando Pessoa de un amigo suyo, “dos cuerpos en una sola alma”. Ese modo de dialogar que tienen, que es más de réplica que de respuesta, es de la gran familia de las parejas complementarias de la literatura. Eso pasa con Bouvard y Pécuchet... No quiero hablar mucho porque no me gusta lo que pasa últimamente; los escritores nos hemos acostumbrado a dar fórmulas de cómo deben ser leídos los libros. Pero tampoco puedo esconderlo: esto es Mason y Nixon (Thomas Pynchon), Bouvard y Pécuchet (Gustave Flaubert), Mercier y Camier (Samuel Beckett), incluso Vladimiro y Estragon (Beckett). Los personajes de mi novela tienen hormigas en el culo.
–Los personajes beckettianos son demasiado desesperados; en cambio, Tamastú y Gaco lo que tienen es ansiedad.
–Sí, ellos son unos ansiosos que buscan la calma, un lugar donde poder acomodarse y siempre hay algo que se los impide: su propia inquietud, su propio deseo, una imaginación calenturienta y el sistema que los acosa y no los deja en paz. Pero también la vida, que trae hijos, nuevas relaciones y los incidentes con las instituciones. Los castigan y tienen problemas reales.
–Hay preguntas acuciantes que se hacen sobre si un artista tiene que estar incómodo en el mundo, insatisfecho; una pregunta que los artistas no han dejado de hacerse con mayor o menor intensidad, ¿no?
–Sí, sin duda. No sólo esa pregunta. ¿Puedo hacer arte, algo que tiene alguna capacidad de irradiación de comportamientos, alguna capacidad de producir por intermedio del receptor transformaciones? Ellos nunca obtienen una respuesta. ¿Vale la pena tanto esfuerzo? Sí, porque todo lo que puede producir alguna transformación real se puede hacer de dos maneras: desde un violento timonazo de las cúpulas, con la capacidad de influencia o de manipulación que tenga cada cúpula, o desde un inacabable y lentísimo proceso de ampliación de la conciencia y de captación de la realidad personal, una permeabilización infinitamente lenta de la capacidad sensible e inteligible. Cada vez más gente no esconde su idea de que el mundo está más idiotizado. Creo que las masas son muy lábiles, que la capacidad de engaño y de ilusión ha aumentado muchísimo, no sé cuánto en relación con la capacidad de engaño que tenía el catolicismo en la Edad Media, que penetraba directamente en el cuerpo y en el alma, con una gran capacidad de coacción. Ahora vino la tele, están los dispositivos y uno ve que la gente está realmente capturada, que la percepción ha disminuido; por eso Jacques Ranciére dice que el arte produce una redistribución de lo sensible y de las percepciones. Los personajes de mi libro se plantean continuamente qué es lo mejor que pueden hacer, que es lo que además les puede permitir subsistir sin traicionar sus ideas, no entrando en el batifondo rebelde que no sabe para qué se rebela, porque así empieza la novela. En un momento creen que la manera de producir transformaciones es mediante la canción y se hacen músicos. Después mediante el cine, pero se dan cuenta de que no sirve y se van al campo y crean una comunidad e inventan un cereal nuevo. Y después vuelven al arte, en un momento en que el arte se ha puesto de moda, incluso es alentado y subvencionado desde el Estado. El mercado del arte ha convertido la experiencia artística en una balumba. Basta ir a cualquier inauguración para darse cuenta de que en ese medio uno no puede tener una experiencia real de la obra que está viendo. El dinero genera problemas, aunque sea a la manera de rechazo, porque uno tampoco puede vivir en situación de rechazo permanente con algo que es tan inmediato. Los personajes se toman todo demasiado en serio. Esto no significa escribir un libro, sino sangrar por la propia herida (risas). Me he pasado la vida haciendo cosas que no sé para qué sirvieron, pero tampoco pude parar.
–¿Por qué los personajes tienen cierta empatía con el anarquismo?
–Hay una aversión por el Estado, desconfianza constante por sus variables formas de control y de consolación. De hecho, a uno le dan una miserable subvención, no me acuerdo para qué, y en el grupo discuten si aceptar o no. Y algunos quieren y otros no. La pregunta que me haría es cómo vivir juntos; de hecho es una de las preguntas esenciales de la literatura. Hay un anarquismo de guerra contra el Estado, hay anarcosindicalismo que tiene una historia esplendorosa sobre todo en Francia con Víctor Serge, uno de los escritores más raros de la historia de la literatura porque ninguna literatura nacional lo adopta. La literatura rusa no se apropia de Víctor Serge, la francesa tampoco, la alemana , la mexicana tampoco; es un escritor apátrida. Se hizo bolchevique, después rompió con los bolcheviques y escribió esos libros maravillosos como El affaire Tuláyev, un escritor político de estética joyceana, una cosa muy rara. Serge fue anarcosindicalista y mi conocimiento del anarcosindicalismo viene de la lectura de las memorias de él; era un sindicalismo muy violento cuyo objetivo principal era la apropiación y la gestión de las fábricas. Después está el anarquismo tirabombas de Severino Di Giovanni de lucha frontal contra el Estado. Pero hay una corriente de ilustración y de solidaridad y de creación de comunidades en el anarquismo, desesperanzado, desinteresado y divorciado tanto de las prebendas como de las represiones del Estado. No está mal tener una hilacha de tradiciones en la cual apoyarse.
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