Mar 21.06.2016
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LITERATURA › ANDRéS EHRENHAUS PRESENTA UN OBúS CAYENDO DESPEDAZA

“Yo trabajo con detritus”

Traductor especializado en Shakespeare, el autor argentino, radicado en Barcelona desde 1976, estrena un nuevo libro de cuentos, en el que lleva hasta el paroxismo su estilo hecho de neologismos y paronimias. “Me interesa mucho que lo que uno está leyendo suene”, dice.

› Por Silvina Friera

La lengua se mueve como una contorsionista de pavorosa elasticidad que puede parlotear en lunfardo y alvesre –“gratarola”, “colifa”, “yotebis” y “troesma”–, doblar las extremidades con una gracia excepcional hacia el español peninsular, el catalán castellanizado o la traducción de expresiones en inglés o francés. Del barro de esa experiencia verbal pantagruélica germinan neologismos como “metensicóticas”, “simbargueño” y “pluscumpuntual” o el disparate elevado a la enésima potencia de refranes que tropiezan con la piedra de la paronimia: “Prefiero la calma que intercede a la tormenta”. Los 19 relatos de Un obús cayendo despedaza (Malpaso), de Andrés Ehrenhaus, impactan por una inventiva lingüística extrema que provoca ataques de risa. Los escenarios van de Buenos Aires –la ciudad del primer cuento del libro– a un cementerio judío de Bucarest –donde está la tumba de Adolf Hitler, un sombrerero que murió en 1892–, de Barcelona a un aeropuerto de España. “El lenguaje destruye el paisaje; a la vez que nombra lo pone en cuestión –advierte el escritor y traductor argentino a Página/12–. Yo trabajo con materiales ya usados, con los detritus de la lengua”.

Aunque Ehrenhaus (Buenos Aires, 1955) estudió medicina, dejó la carrera y se exilió en Barcelona, donde vive desde 1976. Antes de convertirse en un traductor especializado en William Shakespeare, el autor de Subir arriba (1993), Monogatari (1997), La seriedad (2001) y Tratar a Fang Lo (2006) empezó a traducir textos de medicina y psicología. “El vesre tiene una cosa muy sonora, me interesa a nivel impresionista. Toda palabra se puede llevar al vesre y eso te da una libertad enorme porque podés elegir el momento para introducir una disrupción sonora. Me interesa mucho que lo que uno está leyendo suene”, cuenta el escritor y traductor.

–¿Cómo fue la composición de los cuentos de Un obús cayendo despedaza?

–La metodología de la mayoría de estos cuentos es muy sencilla: parto de una anécdota “A” real y voy hacia una anécdota “B” también real, pero que suelen estar desconectadas entre sí. Agarro cachos de realidad o de ficciones ajenas y los uno de una manera que como planteo puede ser a priori violento, pero la gracia está en deformar la realidad o al revés: hacer más real lo que podía ser inverosímil. Siempre hay algo de espejo deformante; las cosas son como las vemos, como las contamos, de ahí el énfasis en la narración en sí. No se trata sólo de usar los detritus del lenguaje, sino también los detritus de realidad, es decir cachos desechables de realidad con los que armo un mosaico.

–¿Por qué decidió ambientar unos de los cuentos durante el velorio de Néstor Kirchner?

–Yo estaba en Buenos Aires cuando murió Néstor; con mi hermana habíamos viajado a Montevideo y nos enteramos de la muerte volviendo para acá. Después fuimos a ese velorio que fue extrañísimo porque era un déjà vu del velorio de Perón. El tipo que arenga en el cuento soy yo. Mi hermana estuvo haciendo la cola durante horas, me estaba esperando, y yo me incorporé justo cuando estaba en una esquina de plaza de Mayo. Entonces una cola que venía de otro lugar trató de sumarse y yo me puse a defender la cola auténtica, cuando había llegado hacía cinco minutos. Al final no pudimos entrar porque fue un quilombo, las colas daban vueltas en sí mismas. En ese cuento me pongo en el papel del tilingo, del que no es K y ni siquiera filoperonista, que va por curiosidad y acaba defendiendo la autenticidad de algo que no es.

–Ese papel del tilingo es un poco antipático, ¿no?

–Sí, pero yo los vi, estaban ahí por curiosidad, no los movía ninguna emoción y terminaban defendiendo una autenticidad que habían asumido hacía menos de dos minutos. Como narrador intento despojarme de todos mis yo posibles para asumir otros. Hay que ver si el narrador funciona en esas pieles o desde esas miradas. Hasta este libro, todo lo que había escrito era más del tipo construcción de una realidad paralela. Pero Un obús cayendo despedaza se distingue porque es material tomado de la realidad y llevado a una mínima distorsión que me sirve para que las historias funcionen.

–En su biografía aparece un dato interesante: que estudia trompeta. ¿Qué importancia tiene la música en su vida?

–Vengo de familia de músicos, mi viejo era músico, mi hermana es música. A mí me impusieron estudiar un instrumento cuando era chico: el chelo. Pero después lo dejé. Cuando llegué a Barcelona, me puse a estudiar contrabajo, pero tocaba mal. Para tocar mal un instrumento tan grande, prefiero tocar mal un instrumento chico. Un día me compré de casualidad una trompeta barata y no sabía cómo hacerla sonar hasta que un vecino me dio dos o tres clases. Desde entonces estudio por mi cuenta y hago sonar mal la trompeta. Soy autodidacta y estudio la trompeta como quien puede hacer crucigramas (risas).

–¿Qué diferencias percibe entre escribir y traducir?

–No hay tantas diferencias… Te diría que escribir y traducir es casi lo mismo: el traductor escribe y el escritor traduce. El escritor traduce porque está traduciendo lo que se mezcla en su cabeza y eso hay que traducirlo a un lenguaje inteligible. El traductor escribe porque si no escribe no sale nada de ahí. Desde muy chico me dedicaba a los juegos de palabra, mi cabeza estuvo metida en esa sintonía desde el principio. En cierto modo el juego de palabras es la quintaesencia de la traducción: es lo que parece intraducible, pero no lo es, y a la vez lo que pone en cuestión la lengua. En mi familia hay un quilombo de lenguas infernal. Mi viejo era alemán, pero en casa hablaban inglés porque mi vieja, que había nacido en Milán (Italia), fue educada en Inglaterra. Los padres de mi vieja eran sirios y hablaban árabe y francés. Mi abuela materna mezclaba todas las lenguas cuando hablaba: había francés, inglés, árabe… Yo crecí escuchando esa mezcla de lenguas. Siempre traduje porque estaba traduciendo permanentemente lo que escuchaba en mi casa. Pero yo hablaba porteño a rajatabla; no me sacaban una palabra en una lengua que no fuese el castellano de mi cuadra.

–¿Por qué se exilió en Barcelona?

–Empecé a militar en el guevarismo en la escuela secundaria y después pasé al peronismo de base. En el momento del golpe no estaba militando, pero había desaparecido tanta gente muy cerca, familiares de la que entonces era mi novia, que me pareció mejor salir del país… Yo caí en Barcelona porque tenía dos amigos ahí. Creo que falta una profunda reflexión sobre el exilio. El exiliado argentino en España o en México mantuvo una identidad argentina muy fuerte. Hubo una gran hospitalidad que coincidió con la alegría que se empezó a vivir en España después de la muerte de Franco. Fue balsámico llegar a Barcelona en el 76 porque no podía más de la tristeza que arrastraba por la gente muerta acá. Muy pocos se exiliaron con la familia. La mayoría éramos pibes de entre 20 y 30 años que teníamos los padres en la Argentina. Eso hizo que las amistades fueran muy sólidas. Yo me veo con toda la gente que vivió en Barcelona y volvió –con Marcelo Cohen o Américo Cristófalo– como si hubiéramos dejado de charlar ayer, porque retomamos no sólo un diálogo sino una experiencia compartida.

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