Lun 22.08.2016
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LITERATURA › LITERATURA ROMINA DOVAL HABLA DE LA MALA FE, SU NUEVA NOVELA

“La incomodidad me gusta, me interesa molestar al lector”

La infancia en los años 80, la adolescencia durante los 90 marcan esta notable ficción que acompaña el derrotero de dos chicas de clase media que buscan un rumbo para sus vidas mientras estalla la crisis del 2001.

› Por Silvina Friera

Un desafinado concierto de ruidos metálico llega al departamento que comparten Victoria Estrada y Paulina González, dos jóvenes amigas “raras” –según la clasificación de las monjas del colegio donde entablaron una amistad “tan cerrada que nadie puede entrar”–, que intentan sobrevivir y estudiar, encontrar un rumbo a sus vidas, mientras estalla la crisis del 2001. La gente está golpeando cacerolas en las calles. Soren, un amigo de las chicas, señala la pantalla y dice: “El presidente está escapando en helicóptero”. Paulina, que ya empezó a cometer pequeños robos en varios supermercados –un tubo de papas fritas, paquetes de arroz y galletitas, pan y calditos de verdura–, se pregunta: “¿todo esto está pasando de verdad?”. Esa crisis, que amenaza con borrar de un plumazo la posibilidad de mantener la emancipación familiar, es el principio del resquebrajamiento de una amistad. Después de siete años, Romina Doval vuelve con una novela magistral, La mala fe (Bajo la luna), una historia que pone la lupa sobre el lado oscuro de la existencia, esas zonas perturbadoras y ambiguas de la educación sentimental de una generación -aquellos que nacieron en los años 70 y que todavía eran niños cuando empezó la democracia- que más allá del escepticismo mantiene una pequeña dosis de esperanza.

La mala fe, que fue finalista del premio Nueva Novela de Página/12, transcurre en el barrio donde vive Doval, Parque Chacabuco. Las protagonistas son devotas de la Medalla Milagrosa, la iglesia de Curapaligue y Asamblea que aparece en la tapa del libro, van a una escuela de monjas, cuyo nombre no se menciona, pero para quienes conocen la zona “ampliada”, con Flores como barrio que se incluye en el mapa geográfico de la novela, es el colegio Ana María Janer. La infancia en los años 80, la adolescencia durante los 90 –con la voz del Indio Solari que le pone la piel de gallina a una de las chicas por esa canción que dice que “el futuro llegó hace rato, todo un palo, ya lo ves”– está narrada a dos voces: una voz en primera persona –la voz de Victoria, que escribe un diario en el que registra sus experiencias– intercalada con una tercera persona tan cercana a Paulina que por momentos suena como si fuera también una primera persona. “Yo vivo en la calle Dávila y Bilbao, a cuatro cuadras de donde vivía (Jorge) Bergoglio, así que estoy bendita. Las chicas que íbamos al Janer teníamos como rivales a las de Nuestra Señora de la Misericordia, a quienes llamábamos ‘la miseria gorda’”, recuerda la escritora. “Cuando empecé a escribir, apareció la historia de Victoria. Como conocés Desencanto, mi primera novela, Victoria es un personaje que me sale fácil porque es la maldad pura. Paulina me costaba más; pero en un momento me di cuenta de que era un personaje que iba creciendo y que era central. La escritura es toda una búsqueda, siempre trato de escribir el libro que no puedo escribir: Desencanto era cronológica, con una primera persona, y me hubiera salido fácil escribir un Desencanto 2. El desafío fue escribir algo distinto con dos voces. Lo interesante de la escritura es desafiarse y escribir lo que uno piensa que no puede escribir. No quiero repetirme, también estéticamente busco otras cosas. Me importa no sólo la historia, sino cómo cuento lo que quiero contar”.

–¿Tener fe en la escritura es dudar?

–Sí, para mí es una buena actitud la duda, es una posición filosófica. Yo dudo siempre, pero porque soy insegura y el día que esté convencida de que estoy escribiendo algo maravilloso no sé lo que puede pasar (risas). Yo creo que lo que escribo es una porquería y después me doy cuenta de que no es tan terrible, o sea que el día que esté convencida de que es una maravilla quizá sea una porquería absoluta. Nunca se escribe con una seguridad absoluta, siempre se escribe en la incertidumbre. A mí me pasa eso. No sé cómo será para los demás. Creo que hay algo de eso en todos los escritores. Algunos dicen que hay que creérsela para sentarse a escribir. Yo creo que no, que hay que tener un poquito más de humildad y ser ambiciosa y decir: “llegaré hasta ahí, por lo menos, lo intento”. Aunque quizá muera en el intento.

–Hay en sus novelas una constante que podría ser cierto escepticismo vital de los personajes. Paulina y Victoria no tienen idea de hacia dónde irán sus vidas. ¿La generación que nació en los 70 se educó bajo el imperio de la incertidumbre?

–Sí, si las comparás con otras generaciones como la generación de nuestros padres. Hay un no sé adonde vamos por no tener una creencia. La fe no es sólo en la religión, puede ser la fe en la revolución, en el amor, en el Anticristo. Estas chicas están un poco en el limbo, pero encuentran su lugar en el mundo mal que bien. Y Sara, en Desencanto, también algo ve. En mis novelas hay finales ambiguos e incómodos: un lector puede decir que estas chicas se integraron al mundo, y otro lector puede entender que siempre hay que transar con algo.

–Victoria plantea en un momento de la novela que la realidad “se nos está desordenando y es como si estuviéramos viviendo en un cuento fantástico”. ¿Qué relación entabla esta novela, que llega a 2007 cuando asume por primera vez una presidenta mujer, con la realidad política?

–Leyendo ahora esta novela, pensando en el final, había una idea de que todo era posible, no como en la década del 70, pero sí de un modo minimalista para nuestra generación. Lo que pasa es que hoy en día la realidad sigue superando a la ficción. La inclusión de la realidad es un punto delicado, sobre todo cuando hay un referente muy claro como la crisis de 2001 y el tema de la democracia, desde el punto de vista de dos jóvenes. No me gusta el didactismo que hay en ciertas novelas de exportación sobre la crisis del 2001. No me gusta que el lector vaya a leer una novela para aprender sobre un país. Eso me molesta: que lea un libro de historia o busque en Wikipedia. Al mismo tiempo, uno no puede naturalizar tanto las cosas porque el peligro es que no se entienda y la novela pierda sentido porque no es la novela de cualquier crisis, sino de una crisis. El tema de cómo representar lo real es toda una cuestión. Los personajes de mis novelas están atravesados por el momento en que viven.

– “Será que cuando vivo no escribo. Y cuando escribo no vivo”, dice Victoria. ¿Le pasa lo mismo?

–¡Ya me señalaron varias veces esa cita! Me causa mucha gracia porque la saqué porque me parecía muy berreta, me parecía obvia, y después la volví a poner. Si uno lleva un diario se da cuenta de que si le pasan muchas cosas, no cuenta nada. Se dedica a pasarla bien o a pasarla mal. Después, cuando hay un tiempo para mirar eso, escribe. Que es lo que hace Victoria cuando dice que pasaron muchas cosas y que no pudo escribir. También pasa con la literatura; a veces uno piensa que está perdiendo el tiempo y la pasa mal y eso en algún momento se transforma en un material literario. La pregunta es qué entendemos por vivir o por escribir. La frase me parece muy simplista, quizá por eso dudé tanto en ponerla o no, porque uno vive y está siempre escribiendo. Aunque no esté escribiendo, uno siempre está pensando. La escritura es como una maldición que no te podés sacar de encima. Cuando uno escribe, uno vive. Esa dicotomía en que lo ponen a Borges, que no es un escritor vital, que es muy cerebral, me parece un error; es como si leer y la pasión por los libros no fueran parte de la vida. Por eso es una frase que quise sacar, pero después pensé que la está diciendo una chica joven. Si la digo yo, quizá me daría un poco más de vergüenza. Pero Victoria es así, dice cosas un poco tremendistas.

– “Difícil no hablar de política en estos tiempos”, dice Soren, que está hablando del 2001, pero podría perfectamente referirse a este tiempo presente, ¿no?

–No quiero escribir una novela de otra crisis, pero parece una condena las crisis de este país y de América Latina. Ahora parece que la crisis ya es mundial, que se está hablando mucho de hacia dónde va el mundo y cómo cambió. A los personajes de la novela les pasa lo mismo. Es imposible no hacer política, uno siempre hace política, aunque no hable explícitamente, uno tiene una posición y a un autor se le nota mucho, aunque no lo diga. Todo es político. Al final de la novela, asume una presidenta mujer y Paulina siente una gran admiración por la presidenta, como cualquier mujer que llega tan alto, simpatice o no con ella. Hay una especie de fantasía del tipo “me gustaría estar en su lugar, pero en verdad no me gustaría”.

–¿La fantasía de Paulina de querer ser presidenta es suya también?

–No es que fantaseé con ser presidenta, pero en ese momento me imaginé a mi marido poniéndome la banda presidencial. “Eso es una gloria”, me dije, pero después quiero seguir siendo yo… No sé si todas las mujeres lo ven así, pero me gustan los momentos de gloria y sin duda ese fue un momento de gloria.

Doval, una narradora filosa, que sabe clavar la cuchilla donde más duele con una malicia corrosiva, reflexiona sobre el juego metaliterario que hay en La mala fe, título de la primera novela que presentará Victoria Estrada en Buenos Aires en 2007. “Paulina se pregunta si el rol que le dio a Victoria en la novela es el de la mojigata. ¿Fue realmente tan mojigata Paulina o es la visión de Victoria? Uno no puede aprehender lo real. Por más que sea una novela que hable de lo real, qué es lo que pasó depende de quién lo cuenta y en qué momento”, advierte la escritora. “Paulina y Victoria es un monstruo de dos cabezas y atrás estoy yo. Tuve una relación con una amiga en la escuela de monjas, pero no robamos ni nada por el estilo. Paulina y Victoria son como diferentes versiones mías”, aclara.

–Una de las compañeras de las chicas muere. Ese es un momento de mucho impacto en la novela porque ellas advierten la cuestión de finitud, de que también pueden morir...

–Hay que pensar la muerte tal cual es, como cuando Victoria dice que ya no van a ver más a Ornella, un descubrimiento muy fuerte que la angustia. El tema de la muerte es fundamental para mí: cómo descubrís la muerte y qué explicación te dan. Yo siempre preguntaba qué pasaba después y una vecina me decía que hay ángeles, otra que hay trompetas… Las explicaciones no me cerraban y me angustiaban más.

–En el final de “La mala fe”, surge un interrogante: si Victoria y Paulina se van a volver a ver cara a cara, si se va a reencontrar, algo que finalmente no se produce. ¿El reencuentro no se produce por el temor a incurrir en lo melodramático, “entrar corriendo para abrazarla como en una película yanqui”, como piensa Paulina? ¿Intentó escapar al cliché, a lo obvio?

–Sí, puede ser, no lo pensé. El final de una novela es bastante difícil. Cuando leo novelas, me doy cuenta de que el final es lo que más falla; es muy difícil encontrar finales contundentes. No recuerdo qué cosas probé para el final. Seguramente pensé en la posibilidad de que se reencontraran y me di cuenta de que no era necesario. Hay algo que las va a unir siempre, pero ya esa relación no tiene más sentido. ¿Qué iba a hacer Paulina? ¿Iba pedirle que le firmara el libro? No. El reconocimiento ya está en la novela misma.

–En la mitad de la novela, cuando estas chicas están coqueteando con pequeños hurtos, los lectores se pueden preguntar: ¿hasta dónde van a llegar, habrá un límite?

–Nunca estuvo en mi mente hacerlas perder porque eso no me interesaba. Que la crisis del 2001 hace perder a estas chicas de clase media, no era para nada mi idea ni pienso que es lo que pasó. Es un juego de ellas el vivir al límite; son bastante particulares. Sería equivocado leer que esto es lo que pasó a las chicas de clase media, que no les quedó otra cosa que robar. Hay una seducción por el mal justamente por toda esa formación religiosa que tienen. La manera de pensar religiosa uno la lleva siempre: la culpa cristiana es un formateo que difícilmente se va, aunque te vuelvas agnóstico o ateo. Muchas veces digo “Dios me castigó”, por más que no lo crea (risas).

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