Mar 06.09.2016
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LITERATURA › VLADY KOCIANCICH HABLA DE EL SECRETO DE IRINA

“Quería incorporar la idea de que vivimos traduciendo la realidad”

En su nueva novela, la escritora narra cómo una traductora argentina recién divorciada –“un alma cansada”– desaparece mientras nada en un cenote en México, y su búsqueda por la selva funciona como otro viaje dentro del viaje para sus compañeros.

› Por Silvina Friera

Un viaje es siempre una aventura. Vlady Kociancich tiene acumuladas tantas millas como experiencias extremas. No es la turista que se deja llevar de las narices. No hace buena letra, no es una alumna obediente y aplicada. Sin pecar por exceso de riesgo, le gusta un poco burlar la comodidad de visitas guiadas tan estructuradas que excluyen hasta la más mínima dosis de sorpresa o extravío. En El secreto de Irina (Tusquets), su última novela, cinco amigos porteños –Irina, Paul, Claudia, Andrés y Miriam–, “discutidores y neuróticos”, están de vacaciones en la costa maya mexicana. Irina, una traductora recientemente divorciada, definida como “un alma cansada”, suele aislarse del grupo, toma apuntes en su libreta, lee una novela policial y camina, como si deambulando de la palabra al paisaje pudiera encontrar un rumbo a su vida. En una excursión a un cenote –un hoyo de agua que puede ser a cielo abierto, semiabierto, subterráneo o en gruta–, mientras está nadando el último trecho de un cruce eterno, raíces de plantas acuáticas le enroscan la pierna. La desaparición de Irina y su búsqueda por la selva funciona como otro viaje dentro del viaje, un itinerario por el culto a Ixtab, la diosa del suicidio en la mitología maya, que terminará con la salvación y la necesidad de preservar un enigma.

La belleza y ternura del “Gran Gatsby”, un gato angora turco, chispean desde unas fotos que la escritora tiene en el living de su departamento. Extraña a ese gato, que está en la otra casa de La Cumbre, en Córdoba. “Como muchos de mis cuentos y mis novelas, El secreto de Irina empezó por una sola frase que me llamó la atención. Estaba en México en una playa, había equipos de buceo y se mencionó el cenote, que había gente que buceaba y que era una maravilla lo que podías ver. Uno de los buceadores dijo: ‘yo no me meto ni loco ahí’. Casi todos mis libros empiezan por plantear ‘qué sucedería si’. Y el ‘si’ era si una persona se queda olvidada en un cenote y tiene miedo de nadar en la profundidad”, cuenta Kociancich en la entrevista de Página/12.

–¿Visitó un cenote?

–No, nunca. Ni siquiera fui a los turísticos donde la gente va a bañarse o a nadar. Hay algunos que son como lagos y otros que tienen las cavernas que se comunican. Ahí es donde muere gente. La noticia del diario, de esa mujer que se escapa y que ha sido secuestrada, la leí mientras estaba chequeando material de la UNAM, papers de investigadores y arqueólogos. La noticia de la mujer secuestrada que logró escapar me sirvió para confirmar que hay cenotes no vigilados, no usados para turismo. Hay 2500 cenotes; algunos los usan grupos criminales. Y después fue pura imaginación, ponerme en lugar de cada uno de los personajes. No uso historias personales, no me haría ninguna gracia escribir sobre mí. Armo mis novelas, mis libros, con la memoria, que afortunadamente es una memoria literaria, creativa. Observo mucho y quedan registradas cosas. Y cuando estoy escribiendo, las recuerdo.

–Irina es definida como “un alma cansada”, una mujer que atraviesa un momento crítico. Queda la duda de si ante el accidente ella no quiso morir. ¿Qué opina usted?

–Está la tentación del suicidio. Los héroes de almas cansadas están en los más antiguos libros de la religión maya. El culto a la diosa Ixtab, la diosa del suicidio, existe. La estadística de suicidios en Yucatán es muy alta con ese culto. Lo que me llamó la atención es que el suicidio no está contemplado como un pecado. Al contrario, hay un paraíso. Eso lo investigué porque me pareció fascinante; una diosa que tiene un paraíso para suicidas y los héroes de almas cansadas.

–La idea de “alma cansada” rompe el cliché del coraje y la valentía, y suena a la vez más terrenal, ¿no?

–Exacto. En las culturas antiguas, el suicidio era castigado o mal visto. Yo he leído muchísimo sobre religiones antiguas, y éste es un caso excepcional. Me pareció de una extraordinaria misericordia el ofrecer un paraíso y decir, cuando alguien se suicida, que está cansado, que es una especie de cansancio fatal. No es violencia o ganas de destruir. Lo dijo (G.K.) Chesterton: quien se suicida –la muerte propia, personal– es un criminal, porque es como si destruyeras el mundo.

–Qué mirada tan dura que tiene el catolicismo respecto del suicidio…

–Queda como un pecado horrible. No fue así en Roma; el suicidio era lo más honorable que podía hacer alguien perseguido por el emperador. Me sorprendió que una cultura tan antigua y sofisticada como la de los mayas, en lo que concierne a las culturas pre hispánicas, que tomaban el sacrificio como algo normal, tuviera el respeto por librar a alguien del peso de la vida. Pero tenía que ser alguien que ya no daba más, alguien agotado de la vida. Irina no dice “me quiero morir”. Irina dice “no quiero seguir viviendo”, que es muy diferente. Pensé que lo peor que le podía pasar, más allá del divorcio, era la pérdida de un hijo.

–¿Por qué Irina es traductora?

–Hay mucha gente que traduce, que son traductores simultáneos, y siempre me pareció un trabajo casi mágico. Pero además, estar en una cabina es estar aislado, sin contacto con la gente a quien vos le traducís. Era una alusión a lo que le pasa a Irina. Quería incorporar la idea de que todos vivimos traduciendo la realidad, traduciendo a las otras personas, aunque nunca vas a conocer a alguien enteramente. Traduje una de las más hermosas novelas de Joseph Conrad, La soga al cuello, hice toda esa experiencia porque no estaba escribiendo ficción. Al traducir a Conrad, a quien venero, me di cuenta de que tenía que conseguir el tono de la prosa de Conrad. Lo que me quedó fue la experiencia de que realmente estaba traduciendo, dando una versión, porque, lo mismo en la vida, hay sentimientos que son intraducibles. Es muy importante que Irina sea una traductora; en un momento ella dice: “Si tengo que contar esto, no voy a contar verdaderamente lo que pasó. Será una traducción.”

–Irina está buena parte del viaje tratando de anotar en su libreta diversas cuestiones sobre sus experiencias. ¿Cómo funcionan estos apuntes y la libreta?

–La libreta es tan importante como el cenote y la selva, porque suple la ausencia de un narrador, o lo sugiere en esa libreta y lo que ella apunta. La libreta es la memoria; qué guardás en tu memoria y qué descartás de tu memoria, por ejemplo la muerte y el asesinato que comete el maya, eso tiene que ser un secreto. El secreto es que si tenés un encuentro entre dos culturas distintas que no podés traducir al lenguaje de tu pensamiento, tiene que quedar como un misterio, un enigma. Y que en este caso, sea una salvación. El personaje del maya, Zalazar, es que el más me gustó a mí.

–En un momento de la novela, los lectores pueden creer que Irina está secuestrada por un grupo criminal, por una banda de narcotraficantes. ¿Buscó generar esa sospecha?

–Sí, lo peor es la incertidumbre, la duda. Sin la duda, no tenía novela (risas).

Kociancich se pone de pie para buscar el paquete de cigarrillos y la boquilla. “No soy una persona miedosa –aclara–. He estado siempre en lugares peligrosos por trabajo. Aunque físicamente no soy imponente, cuando he estado en situaciones difíciles, me las arreglé. El 99 por ciento de los viajes que hice, los hice por trabajo. Tuve la inmensa fortuna de haberme ganado la vida escribiendo para una revista de turismo. Me quedé sola en el desierto egipcio con dos soldados porque se olvidó de pasarme a buscar el ómnibus de la excursión, porque había querido bajarme a ver el desierto. Estuve cuatro horas sentada con los dos soldados egipcios, que ni siquiera hablaban en inglés. Era una especie de parador que estaba cerca de la ruta, donde estaba el único lugar que te protegía del sol”.

–¿Qué hizo durante cuatro horas, sola, en el desierto?

–Me quedé mirando el desierto con esos dos muchachos, mal vestidos, con unas armas tan viejas que pensé: “pobres, si hay una ataque, los matan”… Estaba sentada en un banco que tenía la alfombra más hermosa y más sucia que vi en mi vida, porque no se había lavado nunca. Y había una tetera y hasta tomé el té que me dieron. Al principio, estaban muy rígidos y asustados porque no sabían qué hacer conmigo. No había pasado mucho tiempo de los asesinatos de turistas en Luxor, entonces tenían mucho miedo. Cuando estoy en lugares raros, como Egipto, lo que se me ocurre es adaptarme inmediatamente. Estaba vestida como corresponde, con un chal sobre los hombros, porque los hombros descubiertos es lo más obsceno para el Islam, con un gran sombrero de paja, y con una actitud de señora inglesa que ha tenido un imperio y viene a visitarlo a ver si está bien o mal (risas).

–¿Cómo terminó esa historia?

–Me pasó a buscar el ómnibus… Me habían dicho que volvían en una hora y volvieron en cuatro. He estado rodeada de tanques que iban a atacar países, he estado en medio de terremotos; lo que me pasa es que tengo una confianza enorme en que el mundo no es tan malo, la gente no es tan mala.

–¡Qué optimista!

–Mirá, vengo viajando desde hace tantos años, he estado en tantos lugares peligrosos… Venía de la Unión Soviética en la época de la cortina de hierro, llegué a Bucarest y me encontré rodeada por tanques y restos de un terremoto, y yo estaba completamente sola, completamente aislada. Después del primer enfrentamiento, que fue muy cómico, porque los rumanos estaban furiosos conmigo porque los rusos, a los que les caí muy bien, les dijeron: “Cuídenla especialmente, es una orden de la Unión Soviética”. En Rumania estaba Nicolae Ceaucescu. Como vi que me trataban tan mal los rumanos, armé toda una historia de furia de mi parte y lo que dije fue: “yo, Argentina”… Empecé a citar leyes y cosas así, y les pedí que inmediatamente me consiguieran un pasaje a Belgrado, que todavía era Yugoslavia… Según mi familia, no es que yo sea corajuda o intrépida, sino que soy verdaderamente irresponsable (risas).

–¿De dónde cree que le viene cierta calma ante el peligro? ¿Es algo que le viene de los Kociancich?

–No lo sé… Los Kociancich vienen de Eslovenia. Mi padre venía de Gorizia y era ciudadano italiano; entonces son italianos con un poco de eslovenos. El origen del apellido, en realidad, es veneciano. De esto me enteré en un congreso de escritores donde había filólogos. Mi bisabuela era descendiente de eslovenos y franceses. Le pregunté a mi padre cómo podía haber franceses en una zona alemana, y él me recordó que el ejército de Napoleón pasó por ahí y muchos se quedaron. Por el otro lado, tengo familia criolla con ascendencia irlandesa. Y había vascos, también…

–De la parte italiana difícil que le venga la calma; dan más nerviosos, ¿no?

–Pero para los italianos soy italiana. Hablo italiano con tonada italiana; los idiomas son muy fáciles para mí, tengo mucho oído. Me dejás en un lugar y puedo hablar casi cualquier cosa. Así aprendí mis otros idiomas.

–Además del inglés y el italiano, ¿qué otros idiomas habla?

–Hablo francés y comprendo bastante el alemán. Eso fue por haber estudiado inglés antiguo con (Jorge Luis) Borges, pero no fui a colegio inglés. Mi padre llegó acá cuando tenía 14, pero en Italia fue a un colegio donde aprendió alemán porque todavía era el imperio austro-húngaro. De la zona donde venía mi padre, de Gorizia, estaban acostumbrados a dominar mínimo tres idiomas: alemán, inglés, italiano. Claudio Magris dice que la gran tragedia de la Alemania nazi salió de la caída del imperio austro-húngaro. La gente que vive en lugares de paso, de ejércitos, de comercio, adquiere una gran facilidad para los idiomas. No pasa así con las penínsulas, como España, por ejemplo, donde les cuesta bastante aprender otro idioma. Supongo que mi caso es una herencia de los idiomas que hablaba mi padre. Si hay una memoria genética, puede haber una habilidad para que yo haya aprendido idiomas con un diccionario y dos meses de clases.

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