LITERATURA › ENTREVISTA CON EL ESCRITOR ANTONIO MUÑOZ MOLINA
El autor español acaba de publicar El viento de la luna, una novela en la que alterna la historia de la llegada del hombre a la luna con el tránsito de la niñez a la adolescencia en un pueblo de la España franquista. Muñoz Molina se mueve en los territorios de la memoria y señala que con sus ficciones busca “darle un sentido al mundo, contándolo”.
› Por Silvina Friera
La llegada del hombre a la Luna, en contra de lo que se creía y de lo que reflejaban los diarios de la época, fue tan sólo “un delirio futurista”. En su nueva novela El viento de la luna (Seix Barral), el escritor español Antonio Muñoz Molina recrea el tránsito de la niñez a la adolescencia de un chico de 13 años que vive en un pueblo de provincia de la anestesiada España franquista de fines de la década del ’60. Ese pueblo se llama Mágina, nombre que en la ficción recibe Ubeda, pueblo de Jaén donde el escritor nació en 1956. Ese muchacho, inmerso en una realidad cotidiana que de repente se torna opresiva y asfixiante, sigue con fascinación las peripecias de Armstrong y Aldrin del 16 al 20 de julio de 1969, mientras su familia observa con indiferencia o escepticismo las imágenes de los astronautas que pisan por primera y única vez el suelo virgen de la Luna. Desde el capítulo inicial, la historia avanza alternando las noticias del acontecimiento que abriría una “nueva era” con las vivencias del protagonista, y operando a través de contrastes: la gravedad terrestre con la ingravidez espacial, el discurso científico y racional en contraposición con una ideología religiosa retrógrada y ultramontana, el atraso y la pobreza cotidiana –la casa del chico no tiene agua corriente– y el avance tecnológico que entrega la “postal” de los astronautas levitando con sus trajes, las diferencias entre un padre campesino, que no pudo estudiar, y un hijo que, refugiado en la soledad de su cuarto, se entrega al placer de la lectura.
“La adolescencia está sobrevalorada porque vivimos en una cultura juvenilista en la que nadie quiere ser maduro ni aceptar responsabilidades”, dice Muñoz Molina en la entrevista con Página/12. “Cuando tú recuerdas la adolescencia, tiendes absurdamente a darle un contenido que no tuvo. Pero cuando fui padre empecé a verla de otra manera. En la novela quería contar ese momento ambiguo entre la infancia y la adolescencia. El protagonista acaba de salir de la infancia y está en tránsito hacia algo que él no sabe qué es.”
–¿Usted era un chico solitario?
–No, eso me llegó después. Yo estaba loco por tener amigos. Para mí era más prioritario tener una pandilla que tener una novia (risas). Pero en esta novela el protagonista vive una sexualidad muy rara, no sabe nada y tiene la sensación de que está cambiando, de que ha perdido algo, pero no sabe bien qué. Ve que su cuerpo se transforma, que es una especie de crisálida en transición. Generalmente se piensa que el que siente nostalgia de la infancia es el adulto, pero este niño siente nostalgia de la infancia. El ha dado un paso que lo ha llevado a tener que trabajar y a descubrir las relaciones de clases. De pronto se ha visto en la intemperie, cuando había vivido tan protegido, y se siente culpable, algo que nunca había sentido. Percibe la incomodidad de tener que trabajar y lamenta no poder tener ciertas cosas que le gustaría, como más libros, pero no tiene vergüenza de la pobreza.
–¿Por qué se subrayan tanto las diferencias de clase en la novela, como cuando el niño se refiere a “la mirada altanera de los hijos de gente con dinero”?
–Cuando tenés que trabajar a una edad muy temprana, la sensación es que perdés un paraíso. Hasta que no entra a la escuela de curas, él no ve a personas de otras clases sociales, no tiene una idea muy clara de las diferencias porque no ha salido del pueblo. Hay una novela de Faulkner que me gusta mucho, Absalón, Absalón, en la que hay un niño al que el padre lo manda a la casa de unos ricos y cuando llama a la puerta, le contestan: “Por la puerta de atrás”. Ese niño descubre de pronto que podía haber dos puertas. Para mí era importante remarcar en la novela las diferencias sociales, aunque no hay resentimiento. Claro que le gustaría vivir con más comodidades y no tener que madrugar para ir a trabajar.
–¿A qué se debe esa falta de resentimiento?
–El rencor es una pasión muy rara porque no tiene nada que ver con las clases sociales. He conocido el rencor que produce el fracaso, pero he conocido también el rencor que a veces tiene la gente de mucho éxito. Todo el mundo piensa en el rencor que provoca el fracaso, pero no todos reflexionan sobre el rencor del que tiene mucho éxito. Habría que estudiarlo. A James Cameron, el director de Titanic, le dieron un montón de premios Oscar por esa película, pero tuvo una mala reseña de Los Angeles Times y llamó al diario para que echaran al crítico. Hay gente que tiene una idea del éxito que paradójicamente la lleva a no disfrutar de lo que recibe. Es como una maldición: lo tienen todo, pero se enfadan porque el otro tiene algo. La mente humana es muy extraña risas).
–Uno de los personajes, el médico, le dice al niño que en el colegio salesiano le “pueden dañar el cerebro irremediablemente”. ¿Tan fuerte era la impronta de la educación religiosa?
–La ideología católica estaba muy aliada a la dictadura franquista. La Guerra Civil española fue declarada cruzada por el papa Pío XII cuando no se había declarado una cruzada desde el siglo XIII. La ideología franquista, aunque no estaba tan articulada como el fascismo, el nazismo y el comunismo, era una mezcla de ideas conservadoras y tradicionales españolas, pero el sustento ideológico lo ponía la iglesia con un catolicismo ultramontano. Al mismo tiempo que había una iglesia franquista, había una iglesia terrorista porque la ETA nació en un seminario y los usos eclesiásticos en el país Vasco han sido muy cortos de vista. En la novela quería mostrar cómo ese chico intenta defenderse de esa opresión en el nivel más íntimo de los sentimientos, que lo lleva a sentirse culpable de delitos que no sabe que son delitos. Una religión que tiene como concepto central el pecado original, hace que nazcas culpable y que la culpa te acompañe toda la vida. Ese niño siente intuitivamente la necesidad de liberar su propia conciencia del peso de la culpa y encontrar explicaciones racionales al mundo.
–¿Religión y racionalidad son incompatibles?
–Sí. Cuando empecé a escribir la novela mi impulso fue contar cómo había sido algo, pero cuando iba terminando me di cuenta de que estaba hablando de cosas muy contemporáneas, como las especulaciones sobre el futuro. Hay una especulación sobre el futuro que nadie hizo y es que el futuro iba a estar marcado trágicamente por los fundamentalismos religiosos.
–¿El viento de la luna podría ser leída como una novela antropológica?
–Sí. Le decía a mi padre, en una broma irreverente que él no entendía muy bien, que era tan primitivo que cuando tenía problemas iba al antropólogo y no al psicólogo (risas). En Estados Unidos discutí con un antropólogo que se refería a la experiencia trágica de haber perdido una cultura tradicional, y yo le decía que no era trágica. Imagínate si estuviera ahora en mi pueblo con un arado en la mano a cuarenta grados de calor... Antes, la idea general de cultura era “hacerse una cultura”, la cultura era algo que se conquistaba, pero ahora la cultura es algo en lo que se nace y es superior al individuo.
–¿Cómo explica el temor que tenían esos campesinos hacia los libros y la lectura?
–El problema era que un chico que se dedicaba a leer significaba que no hacía las cosas que ellos consideraban que eran necesarias, como levantarse temprano para trabajar en el campo. Tenían un gran respeto por la palabra escrita. En parte, por admiración a los que la controlan bien; en parte, porque eran conscientes de que los que controlan las palabras escritas controlan el poder. Pero se preguntaban qué hacía ese niño que intentaba abandonar lo suyo para estar en un mundo al que no pertenecía.
–En la novela aparece la importancia de los refranes y cantos populares. ¿Qué pasó con toda esa tradición oral?
–La cultura oral que transmitían generalmente las mujeres se perdió. Mi generación fue la última que durante la niñez pudo escuchar romances en las calles mientras jugaba. Esa cultura oral desapareció, no pudo sobrevivir a la alfabetización. La cultura oral es limitada, pero puede ser muy rica. Es inevitable y lógico que el progreso y la modernidad arrasen con la tradición oral, que existe sólo cuando nadie puede escribir los refranes y romances y entonces hay que recordarlos para no perderlos.
–Uno de los personajes más simpáticos y divertidos es la tía Lola, la más sofisticada en ese mundo tan conservador. ¿Tenía una tía parecida?
–Sí, la tengo. El capítulo en el que el niño sale a pasear con la tía Lola y con su novio lo escribí sin parar. Dice Joyce que la pregunta básica sobre una obra de arte es a qué profundidad se ha originado en el corazón del artista. Cuando se origina a una profundidad muy grande y encuentras el tono para darle salida, puedes escribir mucho. Los diálogos se me ocurrieron con una gran naturalidad. El novio le dice a la tía Lola que el presidente Kennedy ha dicho que los hombres irán a la luna en un futuro. Ella le pregunta quién es ese Kennedy y el novio le contesta que es el que manda en los EE.UU. Y Lola le pregunta si manda más que Franco. Eso no es un recuerdo mío, es algo inventado, pero suena verdadero.
–¿Y cómo consigue que suene tan bien con otros elementos que son autobiográficos?
–En la novela puedes partir de la experiencia personal, pero vas descubriendo cosas en el camino. Más que reconstruir, me interesa construir algo. Y lo construyo con todo lo que tengo. La cuestión está en encontrar ese estado mental que tiene mucho de embriaguez. Un gran momento del escritor es cuando encuentras un yacimiento y te dedicas alegremente a palear, aunque escribir una novela es un asunto completamente pueril.
–Pero se supone que para usted es necesario escribir...
–Lo que tiene la escritura es que se parece a la gastronomía en el sentido de que responde a una necesidad orgánica y es que tienes que alimentarte. A la ficción le pasa algo parecido: es un componente orgánico de la psiquis humana porque a través de la ficción buscas darle un sentido al mundo, contándolo. Necesitas darle sentido, forma, y descansar de la realidad literal. Chesterton decía algo que solía citar Borges y que me parece que es lo más definitivo que se ha dicho sobre el tema: “La literatura es un lujo, la ficción es una necesidad”. Literatura leemos una minoría de personas, pero todos necesitamos contar ficciones para descansar de lo real. A la ficción se le piden dos cosas completamente distintas: que te ayude a evadirte de lo real y al mismo tiempo que te lo explique. La ficción es muy primitiva. La cultura literaria abarca un período mínimo de la evolución humana; digamos que el software cambia, pero el hardware es parecido. Cuando te hechiza un relato, tú eres un primitivo escuchando ese relato. De un modo u otro, todo el mundo cuenta o escucha historias y es una necesidad tan primaria como la alimentación.
–¿Por qué ese chico de la novela lee mucho pero no escribe?
–No escribe porque se aburre. Recuerdo que Naipul decía que él de joven no quería escribir, quería ver escrito, pero se imaginaba escritor y viajando por todo el mundo. Es como imaginar que sos guitarrista de rock sin saber tocar la guitarra. La escritura no es importante para el protagonista de la novela.
–¿Y en su caso tampoco era importante cuando tenía 13 años?
–Era importante imaginarme a mí mismo escribiendo, siendo periodista. A los 16 años mi padre me había comprado una máquina de escribir y yo me imaginaba escritor de teatro, que estrenaba obras y escribía la crítica.
–Un doble trabajo: fantasear con la obra y con la crítica...
–Sí, pero la obra no la escribía, me ahorraba ese paso (risas).
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