LITERATURA › OPINION
› Por Noé Jitrik *
Edgar Bayley tenía un poema que se titulaba “El poeta recuerda un viejo amor a fin de año”. La propensión a los balances se da en todos los terrenos, en el de los amores perdidos, en el de los deseos insatisfechos, en el de los trabajos realizados, de uno y, sobre todo, de los demás. Así sucede con la literatura, se trata de saber qué pasó con ella, como si en el balance anterior se le hubieran dado algunas chances y se tratara de comprobar si las aprovechó. Inevitablemente, se cae en lo que fue bueno, en especial si fue muy bueno, pasable o regular, lo malo casi no cuenta considerando los miles de libros aparecidos, más de uno por día, en los trescientos sesenta y cinco que transcurrieron, para mal o para bien, según los casos. Yo no puedo negar que el giro que tomó la literatura no me gustó o ciertos aspectos no me gustaron o me parece que se impuso o se hizo evidente una tendencia, o varias, lo cual no me deja indiferente.
Por empezar, el mundo editorial estuvo fuerte este año: recuperado de su debilidad del uno a uno vuelve a imponer sus leyes de modo tal que, premios y publicidad mediante, se impone respecto de un proceso literario natural, en el que la innovación, la originalidad y el rigor eran o siguen siendo metas propias de este campo, reservados casi sin excepción a las pequeñas editoriales. Gran parte de lo que pude ver, mínima parte de una exaltación narrativa impresionante, por no hablar de la poética, apuesta a lo temático, ya sea regresando a programas de realismo crítico, ya rompiéndose la cabeza los autores por rescatar situaciones interesantes, muy actuales, que evoquen al peronismo o bien a expresiones sociales espectaculares. No es impensable, valga como ejemplo, que muy pronto aparezca una novela sobre Gualeguaychú en la que un homosexual rockero, futbolista por añadidura, sea enrolado como soldado –y sufra mucha discriminación– en una posible guerra con el Uruguay y caiga en las siniestras redes de un coronel oriental infectado de sida.
No sólo muchos escritores aceptan la presión –ocurrió con la llamada “novela histórica”– sino que ponen mucha energía para anticiparse a ella y obtener patente de existencia, así sea lo que dura una entrega de premios. Y, a propósito, los premios más notorios son de tan débiles resultados que no implican gloria alguna y quizá ni siquiera buenos negocios: locutores de televisión, eso sí, cócteles abundantes en algunos casos, frotación de cuerpos conocidos pero la literatura, ausente sin aviso, todo parece una confabulación urdida en las oficinas de ejecutivos preferentemente hispanos. Además, en otro registro, hay un hecho que me parece notorio: la torcedura del lenguaje; progresa una jerga que nace en las góndolas, no de Venecia sino de los supermercados, crece en los conciertos de rock, se nutre de la actualidad literaria o televisiva norteamericana, exhibe su entusiasmo por el griterío de la televisión, incorpora un lunfardismo computadorístico y vomita frases con abundantes citas en inglés, como para mostrar que se es moderno.
Las temáticas periclitan rápidamente: ya es un poco anacrónico hacer novelas gay, aunque todavía rinde bastante. Insistir con el género tampoco sirve ya de mucho, rememorar el peronismo y los bombardeos a la Plaza de Mayo ya no convence, el incesto no asusta a nadie pero el tango está proyectándose con gran fuerza aunque no todavía mediante biografías de sus míticos cultores, que no van a tardar en aparecer. Pero ¿no hay otra cosa? Hay editoriales chicas que, laboriosamente, siguen pensando en términos de literatura, que buscan y convocan, que aceptan propuestas y que no imponen presuntas predilecciones de lectores inexistentes; esos textos se siguen produciendo y operan como cargas de profundidad pero, aunque ahí están –por ejemplo las “raras” que presentó Tununa Mercado– se habla poco de ellos, o sea no hablan de ellos quienes hablan todo el tiempo de los otros. Eso pone en evidencia, otra vez, que no es fácil pensar en términos de buena literatura, descontada la subjetividad que se pone en todo juicio, a la manera en que se hablaba y se pensaba hasta antes de la dictadura que, como se sabe, arrasó con casi todo, pero no con todo, durante ella también hubo focos –textos– de resistencia. También hoy hay escritores que buscan, y aún más que antes, a sabiendas de que los acecha la soledad y en silencio, indiferentes a los profetas del tiempo presente. No puedo menos que pensar, en estos términos, en la empresa que llamo “Darío Cantón”, los cuatro volúmenes de De la misma llama o en la obstinación de Lamborghini, pero también en las nouvelles de Antonio Oviedo y el fervor de Arturo Carrera pero también, puesto que no es cuestión de viejos refunfuñones y jovencitos arrogantes, en el sólido lenguaje de Martín Kohan y en la prometedora irrupción de Ariel Bermani. Hace poco, recordamos a Di Benedetto; con razón, su enigmático silencio tiene como objetivo ese mundillo ruidoso y efímero de la literatura complaciente. Creo que lo evocamos con pena, no siempre lo que cambia es “tan” verdadero y real, no siempre hay que verlo con la benevolencia bien pensante, no necesariamente hay que tener miedo de proseguir en una línea que se ha elegido y que intenta acercarse, como se pueda, a ese gran misterio que es la literatura.
* Escritor y crítico.
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