Mar 16.01.2007
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LITERATURA › OPINION

La Biblioteca en el banquillo

› Por Noe Jitrik

Cuando Elvio Vitali fue designado director de la Biblioteca Nacional y Horacio González subdirector, me invitaron a formar parte de un Consejo Académico que integrarían también Hebe Clementi, José Nun, Nicolás Casullo y Horacio Tarcus. Nuestra función, honoraria, consistiría, y así fue, en discutir medidas tomadas por la dirección, examinar problemas y aun proponer ciertas acciones.

El ritmo de las reuniones cambió cuando se produjeron algunos “pases”: Nun a la Secretaría de Cultura y posteriormente Tarcus a la subdirección, cuando González fue designado director en reemplazo de Vitali: esto lo saben incluso las personas que no sabían que la Biblioteca Nacional existiera. En lugar de los que se fueron, se integraron al Consejo María Moreno y, posteriormente, Hilda Sábato.

Durante las reuniones y las relaciones con directores y subdirectores siempre reinó un gran respeto intelectual y hasta, diría, cierto afecto. Obviamente, propuestas emanadas del Consejo u observaciones y aun críticas no siempre alcanzaron la jerarquía de hechos, pero eso no me pareció anómalo ni desvalorizante a mi respecto, puesto que una cosa es lo que ocurre en torno de una mesa una vez al mes o cada dos o seis meses y otra una ejecución concreta, que requiere de decisiones las cuales, como se comprende, están previsiblemente acotadas por la realidad en la que una institución debe operar.

No pude, en lo que me concierne, ni entrar en las pasiones de una planificación ni en los vericuetos de las problemáticas internas, ni se me ocurrió emitir ahí “ideas” acabadas, como lo hemos estado viendo en la pluma de distinguidos intelectuales, acerca de lo que debía ser una Biblioteca, compararla con otras famosas y mejor organizadas ni definir los rasgos que debería tener para cumplir con la función que le cabe en este sufrido país. Sólo, honestamente, podía considerar que siendo el punto de partida de esta administración una situación difícil tanto presupuestariamente como por los vicios acumulados durante años de relegamiento, “cultural” diría, sometida a exigencias sindicales y políticas muchas veces impermeables al sentido que tiene una institución de esta índole, cualquier avance debía ser considerado benéfico para la Biblioteca. Por lo que veo, los avances no fueron pocos, aunque la Biblioteca Nacional dista de tener esa forma brillante que todos deseamos que llegue a tener, tal como se desprende de las múltiples intervenciones oportunamente vertidas.

Leí, en estos días, dos informes de gestión, uno emanado de la dirección y otro de la subdirección. En ambos se destacan los logros obtenidos, en ambos se señalan las dificultades que se debieron sortear, en ambos los problemas todavía subsistentes. No pude adivinar en la lectura que hubiera concepciones demasiado diferentes respecto de la Biblioteca, pero en cambio me llamó la atención que no hubiera comunicación entre los dos textos: me dio la impresión de que se trataba no sólo de dos discursos sino de dos bibliotecas. Advertí, creo, que el hecho de que los informes no hubieran confluido en un solo documento indicaba que algo no andaba bien en la relación entre ambas instancias, dirección y subdirección. Me llamó la atención, por otra parte, que el informe del subdirector estuviera dirigido al secretario de Cultura y no al director de la Biblioteca, lo cual, creo, tiene que ver con un ordenamiento interno, burocrático si se quiere pero estructural en el mundo en el que vivimos. Me entero ahora de que hubo un convenio inicial, cuando ambos fueron designados, una división de esferas que no debería haber sido, me imagino, como el reparto de Berlín después del ’45, sino una mera división del trabajo para hacerlo más eficaz.

En los dos informes se destacaba la acción desarrollada en la doble finalidad propia de la Biblioteca, lo interno –o sea el ordenamiento y perfeccionamiento del sistema bibliotecológico– aunque trascendente, y lo cultural, igualmente trascendente. ¿Cuál sería entonces una posible divergencia de criterios? Me parece que debe haber sido que cada campo, supongo que cada personalidad, esperaba que los dineros con que cuenta la Biblioteca se volcaran de preferencia a cada uno; recelarían, respectivamente, uno que era excesivo lo destinado por ejemplo a publicaciones, otro que las exigencias de orden tecnológico no podían desdeñar la otra zona de acción. Yo diría que es un típico conflicto de pobres: cuando hay poca comida o poco dinero los enconos pueden ser más graves que cuando una y otro fluyen sin otros límites que los que determina un programa inteligentemente consensuado. Esto también determina choques de personalidades –acaso de orígenes, intelectuales, políticos, ideológicos–, los acuerdos se hacen difíciles y no es improbable que haya habido discusiones, marginaciones, silencios, etcétera. La falta de recursos despierta pasiones.

Yo podía sospechar, por otra parte, que ese mar de fondo podía terminar en cortes si no ponía cada una de las partes una voluntad de comprender a la otra. Como eso no sucedió, o al menos yo no me enteré de que sucediera, se produjo esta ruptura que no le hizo bien a nadie y que adquirió el tamaño de una “crisis”, con todo el tremendismo que tiene esta palabra. Por mi parte, y acaso ingenuamente, entendí no sólo que había mucho por hacer en el campo bibliotecológico –modernización, mejor atención, denuncia de la corrupción, freno a la devastación–, sino que se había emprendido esa difícil tarea, pero además que la Biblioteca debía llevar a cabo una labor cultural propia, no competitiva con las universidades ni con otros centros culturales para los cuales la “afluencia” es el criterio predominante; no estuve en condiciones de criticar la primera vertiente pero en cambio aplaudí, acaso por deformaciones profesionales, la acción emprendida en la segunda. En consecuencia, me sentí aceptablemente orgulloso de formar parte de ese equipo y de colaborar, tibiamente, con el director y el subdirector así sea en meras conversaciones personales. Se desprende de esa posición que entiendo que ambos protagonistas principales pudieron tener razón y como son buenas y honorables personas optar por uno o por otro públicamente implicaba echar leña al fuego y yo no estaba ni estoy dispuesto a hacerlo. Si lo hubieran discutido conmigo le habría dicho a Tarcus que no renunciara y, después, a González, que no se irritara. Pero no lo hicieron y ahí está lo que sucedió.

Pese a lo áspero de la discusión, cuyos términos creo que se repitieron fatigosamente, como si fueran producto de iluminaciones inaugurales en quien los enunciaba, de todos modos este asunto tiene su lado positivo: cantidad de intelectuales para los que seguramente la Biblioteca no estaba en sus prioridades angustiosas opinaron sobre lo que es y lo que debe ser. De ahí puede surgir mucha luz sobre cómo hay que arreglar esta institución para que cumpla con sus nobles objetivos. Y también tiene un aspecto curioso, propio de los tiempos que estamos viviendo: antiguamente, los conflictos que se producían en la Biblioteca tenían un carácter algo rudo, por lo general enfrentamientos entre directores y gremios o entre directores y ministros de economía; en esta ocasión ha habido un desplazamiento tal que los gremios han podido mirar de lejos, me imagino que con sorna, como quien asiste a una riña de gallos y no ha hecho ninguna apuesta, cómo caracterizados miembros del progresismo discrepan y firman comunicados, una pelea entre ellos que, como es obvio, oscuras fuerzas de la derecha contemplaron con regocijo. Me imagino que con la nueva designación de subdirectora, una persona altamente calificada, eso ya pasó, ha dejado por el momento de ser tema.

Dicho sea de paso, a tales derechas, ponderables e imponderables, que existen por cierto, no se han desplomado con los avances que ha hecho el país en materia de derechos humanos, mucho no les importa si Tarcus hizo bien en renunciar y si sus críticas, muchas muy acertadas, han sido escuchadas o si González pudo capear el temporal: no van a felicitarlo ni porque hizo algunas cosas bien hechas ni porque haya atravesado la tormenta; tampoco les importa realmente si mucha gente asiste a las salas de lectura y si los que deben asistir son niños, estudiantes o investigadores.

Creo que lo que queda de todo esto, más allá de la disputa y de su “solución”, son dos preguntas que me parecen centrales: ¿por qué la Biblioteca encuentra tantas dificultades para su práctica y su desarrollo? ¿Por qué es tan difícil y hasta peligroso bloquear esas rémoras que son la corrupción y el clientelismo? En el intento de responderlas muchos directores anteriores, para seguir usando imágenes náuticas, han naufragado. Esperemos que esta dirección, sin tener que entregar su alma al diablo, no naufrague.

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