LITERATURA › ENTREVISTA CON EL ESCRITOR LUCIANO SARACINO
Premiado en España por su libro Cuento hasta tres, el autor habla de la escasez de jóvenes dedicados a la narrativa infantil.
› Por Angel Berlanga
“Uno queda medio maricón si lee Caperucita roja”, bromea Luciano Saracino cuando intenta una explicación acerca de la escasez de hombres jóvenes que escriban narrativa para chicos. Con 29 años, ya ha puesto a circular cuatro libros, y aunque apenas uno, Filgrid, el mago de los caminos, ha sido editado en la Argentina, en abril aparecerá una saga de cuatro breves novelas de terror. Elisa se va de vacaciones, el primero de sus relatos, fue publicado en España y traducido a cinco idiomas; por el último, Cuento hasta tres, ilustrado por la pintora española Leticia Ruifernández, recibió en enero, en Alicante, el primer premio en la categoría “Album Infantil”. “Por un lado está la historia de un pibe que al despertarse salta de la cama y busca qué se olvidó por la noche en el patio –cuenta–. Un día encuentra una nube, una nube verdadera, a la que adopta. Cuando finalmente se va, intenta reencontrarla en el cielo y descubre, en otras, una diversidad de formas que sólo él ve. Los dibujos, por otra parte, en cierto modo grafican lo que el texto deja velado: no hay padre. Y esto es algo que se dio a partir del diálogo con la ilustradora, que hizo varios viajes a Centroamérica, a Chiapas, y quedó muy impresionada con el tema de las ausencias debidas tanto a desapariciones ligadas a la represión como a laburos esclavizantes que terminan matando a la gente.”
Saracino ha publicado, también, guiones de historietas en la revista Oliverio, y en España y Francia. “Soy amigo de grandes ilustradores de libros para pibes, como Poly Bernatene, Sebastián Barreiro y la misma Leticia, con quienes charlamos y van saliendo cosas; ellos están muy asentados en el mundo editorial, y es por eso que se publican, no por mis textos”, contesta cuando se le pregunta por qué escribe para chicos. Respuesta demasiado modesta: hay que insistir. “Me parece que tuve una infancia lo suficientemente feliz como para poder volver a ella sin demasiados rencores o miedos –dice–. No me pasa como a esos autores que dicen: ‘Tengo un niño dentro y cuando escribo...’; no, yo soy un adulto que escribe para chicos.”
–¿Sospecha de alguna otra razón?
–Uno va evolucionando en las lecturas, en las películas, en todo, pero si hoy en día agarro El mago de Oz me sigue partiendo la cabeza. Lo que imaginó Barry en Peter Pan o Michael Ende en La historia sin fin me sigue pareciendo magnífico. Mantengo el gusto por esos textos, me sigue gustando Batman, por más que prefiera al Corto Maltés. Y hay otra cuestión: se me pegan los chicos. ¿Viste como pasa con los gatos, que se pegan con determinadas personas? En una reunión de veinticinco personas, los adultos derivan en conversaciones sobre fútbol, política o lo que sea, y yo siempre termino sentado en un sillón contando cuentos o haciéndoles una historia a los chicos. Me acuerdo de las tardes en la casa de mis abuelos en Entre Ríos, no salía ni el loro, la chicharra cantando como loca; y bueno, lo que tenía era los libros.
–¿Por qué hay pocos autores de su edad que escriban para chicos?
–Hay pocos con relación a la cantidad de dibujantes. Creo que, en general, se lee poco. Fui a Bolonia con Filgrid, una novelita de magos, y me criticaban que tuviera demasiado texto; hoy en día se edita muchísimo con dobles ilustraciones y cuatro o cinco líneas escritas por página. Hay una política que se retroalimenta: no se publican textos largos porque creen que no se venden, no se leen porque no se publican. Yo leía, de pibe, a Julio Verne o a Alejandro Dumas. Para intentar responder a tu pregunta, tal vez sea más común escribir cuando se es más grande, a más distancia. Como el tango. O tal vez se le empiece a encontrar la vuelta al tener hijos. A mí me sale fácil y me gusta. Hago una distinción entre los textos infantiles, lo que vendría a ser una especie de teletubización de la literatura, y los que son para chicos, esto es, dirigirte a ellos con una voz de hombre que los lleve por caminitos de magia, fantasía o humor.
–Entre lo que se propone al escribir sus relatos, ¿hay algún patrón que predomine?
–Lo que más me gusta es jugar con las diferentes posibilidades de la imaginación, con cómo puede verse desde diferentes perspectivas una situación, y con desplegar un abanico de resoluciones. Después está esa cuestión del mensaje, pero, bueno: también me gusta escribir libros que sean nada más que para el disfrute de los pibes. Qué tanto buscar si la liebre de Alicia era tal cosa o tal otra; quizá sí lo sea, pero a veces está bueno que Gulliver llegue nada más que a Lilliput y que ese lugar sea sólo una isla con enanos. Después le buscamos la vuelta. Me gusta muchísimo estudiar cómo eran los libros infantiles de Hitler o Mussolini. Pero también vi en La Habana un jardín de infantes que se llamaba “El duendecillo guerrillero”, y en el dibujo estaba con una ametralladora, con las fotos de Fidel y el Che a los costados. Y también están los libros de Evita y Perón, ¿no?
–Y ese tipo de lecturas tiene una potencia cultural enorme en el “formateo” de la cabeza de un chico.
–Son muy potentes para inculcar una identidad. Algún padre amigo me contó que, en sueños, su hijo repetía frases de un cuento mío que le había leído la noche anterior. Es impresionante eso. De todas formas, me encanta escribir libros que sean sólo para divertirse y disfrutar un rato.
–¿Quiénes son los capos en libros para chicos?
–Adela Basch me encanta. María Elena Walsh es el ejemplo clásico de libros para chicos que hacen pensar a los padres. Y Elsa Bornemann. Hay muchas mujeres y pocos hombres, como pasa con las maestras en los jardines. Se requiere como una sensibilidad que, me parece, las mujeres tienen más desarrollada. Cuando estoy con amigos a las seis de la mañana, tomando cerveza, y digo que escribo libros para chicos, me miran raro.
–¿Por qué pasará eso?
–El hombre tiene que jugar al fútbol y la mujer es la que cuenta historias tiernas. El hombre es más para Bukowski. Eso parece lo natural, ¿no? En mi familia mi papá me leía Poe y mi mamá, libros para chicos. Tiene que ver con un tono de voz, una sensibilidad que nosotros, si tenemos, la ocultamos. Bastante maricón queda uno leyendo Caperucita roja.
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