LITERATURA › ANA LONGONI Y SU LIBRO SOBRE LA FIGURA DEL TRAIDOR EN LA ARGENTINA
“Hay otras condiciones para el diálogo”, dice la autora, que en Traiciones analiza el prejuicio adosado a los sobrevivientes.
› Por Silvina Friera
Ni los desaparecidos son héroes ni los sobrevivientes son traidores. Este pensamiento binario tan “naturalizado”, que obtura la condición compartida de víctimas del terrorismo de Estado, aún parece eficaz para esquivar el debate sobre la militancia en los años ’70, especialmente lo que implicó la derrota de los proyectos políticos revolucionarios y el trauma social generado por la dictadura. En Traiciones (Norma), Ana Longoni analiza las razones de la escasa audibilidad social del relato de los sobrevivientes y se detiene, particularmente, en la construcción del traidor y la traidora en tres textos de repercusión masiva: Recuerdo de la muerte, de Miguel Bonasso; Los compañeros, de Rolo Diez, y El fin de la historia, de Liliana Heker. Aunque fueron testigos del terror y sujetos de la militancia política –sus testimonios resultaron cruciales en la elaboración del informe de la Conadep, en el Juicio a las Juntas y actualmente en los juicios contra represores aquí y en el exterior–, el relato de los sobrevivientes sólo circula en los ámbitos judiciales. Más allá de estas circunstancias acotadas, hay ciertas zonas de su discurso que resultan intolerables para el sentido común predominante, que estipula una condena ética a su (sobre)vida. Lo que persiste es el halo de sospecha por el cual “un desaparecido que reaparece se transforma en un traidor”. Como señala Longoni, sobre ellos “pesa la culpa de estar vivos, la suposición de que para vivir hicieron un pacto con el Mal”.
Doctora en Artes, profesora de la UBA e investigadora del Conicet, Longoni es hija de un militante montonero que se exilió en Perú. “Los relatos que circulaban en casa respecto de los traidores eran muy fuertes para una niña. Para mí era difícil entender de qué hablaban”, recuerda la autora. “Más allá de este detalle biográfico, la construcción del traidor persiste. Cuando fue secuestrado Jorge Julio López, Hebe de Bonafini planteó que no era ‘un desaparecido típico’, creando un halo de sospecha respecto de la conducta de López, por el hecho de haber sido sobreviviente de una primera desaparición, lamentablemente por ahora no de la segunda. Esto da una pauta de cómo este prejuicio, esta estigmatización hacia los sobrevivientes está muy instalada y opera como parteaguas del desaparecido como héroe y del sobreviviente como traidor”, explica Longoni.
–¿Qué diferencias encuentra entre los sobrevivientes de los campos de la dictadura y del nazismo?
–En los libros de Primo Levi se aborda la autoculpabilización del sobreviviente por el hecho de sentirse distinto de los que murieron, que fueron la inmensa mayoría. Pero no hay condena del afuera, ésa es la diferencia. Yo formulo una hipótesis de cómo se esparcieron ciertos códigos de comportamiento propios de la militancia. La idea del traidor no se fundó con la dictadura, sino que ya existía como código de la militancia de las organizaciones armadas, aunque con la dictadura se exacerbó. Es como si ese código se hubiera diseminado socialmente y ahí es donde analizo cómo ciertos libros fueron cruciales en la difusión de esta idea.
–La construcción del sobreviviente como traidor, ¿es equiparable al “por algo será” tan difundido respecto de los desaparecidos?
–Sí, el desaparecido por algo ha desaparecido, el sobreviviente algo hizo para sobrevivir. Tiene que ver con esta dinámica binaria del pensamiento, pero también con la imposibilidad de repensar y generar un discurso autocrítico respecto de las prácticas e ideas de la militancia revolucionaria. Hay una puesta en cuestión del sacrificio que significó la desaparición, si se considera, como plantearon algunos sobrevivientes, el nivel de eficacia que tuvo la tortura para extraer información. Es muy difícil porque no involucra sólo a los sobrevivientes, sino a muchos desaparecidos. Hablar o no hablar no implicaba sobrevivir o no. Es más fácil, quizás hasta tranquilizador, ese pensamiento binario que sostiene que los sobrevivientes traicionaron, delataron. La respuesta que dio un compañero de militancia de López frente al exabrupto de Bonafini fue que López no pudo delatar porque no sabía nada que no estuviera ya en conocimiento de las fuerzas represivas. ¿Y si hubiera delatado, qué? ¿No estaríamos en el mismo punto de reclamar su aparición con vida? ¿Eso lo vuelve culpable o condenable a desaparecer nuevamente?
–En Tiempo pasado, Beatriz Sarlo plantea su desconfianza y rechazo respecto del testimonio –porque se limita más al recuerdo que al entendimiento–, aunque excluye de esta dimensión crítica el testimonio judicial que permitió condenar a los represores. ¿Qué opina usted?
–Pondría algunos reparos de diferente orden. No tengo la sensación de que haya habido una avalancha de testimonios, incluso los primeros, que sirvieron para denunciar el genocidio ante organismos internacionales, nunca fueron publicados. Aún falta mucho por escuchar, por publicar. Un segundo reparo es que no creo que el testimonio se contraponga a la interpretación, que cualquier operación de enunciación implica una interpretación. Sarlo rescata los textos de Emilio de Ipola y Pilar Calveiro, y si bien es cierto que en Poder y desaparición es asombroso el nivel de distancia interpretativa que ella adopta, en su segundo libro, Política y/o violencia, aparece una primera persona que no es un yo, sino un nosotros, un sujeto político militante que reclama una intervención, un debate, una respuesta por parte de la cúpula de Montoneros.
–¿Le parece que la sociedad argentina está dispuesta a escuchar, sin prejuicios, el relato de los sobrevivientes?
–El testimonio del sobreviviente sólo fue audible en términos judiciales, como prueba de la existencia de centros clandestinos, de torturas, desapariciones. Fuera del ámbito judicial tuvo una audibilidad escasa en tanto podía articular un discurso crítico sobre la propia experiencia. Había vivido en su cuerpo la derrota de proyectos militantes, emancipatorios, si se quiere, para usar un término más amplio porque no se limitaba a las organizaciones armadas. Hubo y sigue habiendo dificultad para procesar esa derrota. En un primer momento fue muy difícil para los familiares y los organismos de DD.HH. escuchar que los desaparecidos habían sido aniquilados. La consigna de “Aparición con vida”, clave en los discursos de los ’80, no daba lugar a ese tipo de enunciación. No obstante, tengo la sensación de que se abrió otro momento; las respuestas que sucedieron a los dichos de Bonafini fueron muchas, y varias firmadas por sobrevivientes que nunca habían intervenido de una manera tan fuerte. Este libro lo escribí hace tiempo y siempre tuve la sensación de que no tenía escucha, que las veces que lo había presentado provocaba silencio, desconcertaba, no encontraba interlocutores. Sé que se mete en zonas oscuras y espero que genere respuestas, porque ahora hay otras condiciones para el diálogo. Estamos viviendo un momento de transición. Aunque todavía la sociedad no está en condiciones de aceptar la audibilidad social del sobreviviente, hay más condiciones para gestarla.
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