Mar 20.03.2007
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LITERATURA › ENTREVISTA A HERNAN RIVERA LETELIER

“La fama ideal es en dosis homeopáticas”

El escritor chileno vino a presentar El fantasista, su octava novela. Situó la historia en Antofagasta, donde se crió con el fútbol y el sentido del humor como únicos aliados.

› Por Silvina Friera

Ni la mala hierba crece en esa extensión del desierto chileno llamada pampa, sólo salitre. Aunque no había adónde ir, ni nada que hacer ni ver, los chicos que vivían felices, en el lugar más inhóspito del planeta, a pata pelada y a patadas con los piojos, se reían cuando el viento les devolvía la pelota de trapo, hecha con restos de ropa, que habían pateado. Las “pichangas” –los picados de fútbol– eran lo único que los liberaba del hastío. Y el sentido del humor, claro. Hernán Rivera Letelier recuerda esa época en la que era el ídolo del Pulpería F. C., cuando se puso por primera vez una camiseta deportiva, a los 15 años. “Creo que Chile se perdió un centrodelantero excepcional, pero ganó un buen escritor”, bromea. El fantasista, su octava novela y la primera que edita en su nueva casa editorial, Alfaguara, está ambientada en Coya Sur, campamento situado al norte de Chile, donde el escritor empezó a hacer piruetas y malabares con la pelota. Los habitantes de esa salitrera deben ganar el último partido de fútbol contra sus archirrivales de siempre, el María Elena, aunque no saben cómo se puede producir ese “milagro” –los jugadores del equipo contrario los superan ampliamente en técnica y en capacidad de juego–, antes del cierre definitivo del campamento. Pero la llegada del misterioso Expedito González, un artista de la pelota que la tocaba “con la suavidad y delicadeza con que se acaricia a la novia de infancia”, enciende el ánimo de los pobladores, que creen que “ha llegado el Mesías de la pelota blanca”.

Rivera Letelier cuenta que el origen de El fantasista se remonta a un capítulo de La reina Isabel cantaba rancheras, su primera novela, traducida a varios idiomas. “Cuando estaba escribiendo el capítulo sobre las pichangas, los picados de fútbol como le llaman acá, me di cuenta de que con ese tema podía hacer una novela porque el fútbol era vital, lo único que nos redimía. Los personajes de El fantasista son todos reales; los veo en las calles de Antofagasta. Es una novela que se la debía a mis amigos, con los que empecé a jugar a la pelota, pero que también me la debía a mí mismo porque el fútbol me marcó de niño, me enseñó a crear. Así como ahora hago metáforas con las palabras, empecé haciendo metáforas con la pelota. Yo era de esos jugadores que siempre tenían que inventar algo y por eso mis amigos decían que no jugaba para el equipo sino para el público”, dice el ex minero devenido escritor en la entrevista con Página/12.

–¿Y qué inventaba?

–De niño era arquero y me gustaba inventar voladas cuando atajaba, después jugué de centrodelantero. Era muy intuitivo; tenía la pelota y hacía sombreritos, la pasaba por entre las piernas. En fin... como era habilidoso, me forraban a patadas (risas). Pero gracias al fútbol descubrí el gustito por la creación. Era el que pensaba, el “intelectual” de la patota, el que leía. Mientras jugaba veía cómo en la cancha afloraba lo peor y lo mejor del ser humano.

–¿Por qué?

–El fútbol es una metáfora de la vida, ahí están la amistad, el compañerismo, la lealtad, la valentía, la creatividad, que es lo mejor que tiene el ser humano. Pero también afloran la envidia, la mentira, la violencia. No quise escribir una novela sólo sobre fútbol, sino que me propuse que fuera más allá del tema. Y creo que lo logré porque uno de los experimentos que hice cuando terminé la primera versión fue dársela a una amiga que odia al fútbol. Y se la devoró. En realidad el fútbol es un pretexto para contar otra historia. Es muy difícil hacer una novela de fútbol; un cuento es muy fácil y por eso hay miles, pero novelas no hay muchas porque el tema es acotado. Es como ver una película pornográfica: ya lo viste todo y no hay más. Como te habrás dado cuenta, al final ese partido no se juega nunca.

–Pero el lector piensa que sí, y lo espera...

–Claro, porque el lector se pone la camiseta de Coya Sur y dice: “tenemos que ganar”. Esta novela en Chile está produciendo dos milagros: hacer que los futbolistas lean (risas). El otro es que las mujeres que odian el fútbol también la lean.

–El tema de fondo es la desaparición de ese pueblo y, sin embargo, los personajes parecen más preocupados por el partido que por sus destinos. ¿El fútbol es lo único que le puede dar un sentido épico a esas vidas?

–Sí, los únicos héroes que teníamos eran los jugadores de fútbol. Un poeta me comentó, después de leer El fantasista, que era la novela más realista que había escrito porque el pueblo estaba más pendiente del partido de fútbol. De alguna manera, el fútbol es el bálsamo que ayuda un poco a digerir los problemas que causa la política. Lo que nos permitía sobrevivir en el desierto de Antofagasta, uno de los lugares más inhóspitos y hostiles del planeta, era el fútbol y el sentido del humor.

–Casi se podría decir que el primer chiste de la novela es el fantasista, sobre todo por el contraste que hay entre las expectativas que genera y lo que él es realmente. ¿De dónde surgió este personaje?

–Es lo que sucede con todos nuestros enviados de Dios, con los que nos “vienen a salvar”, cuando en realidad son ídolos de pies de barro. La idea primordial era hacer una novela de un partido de fútbol entre el equipo Coya Sur y María Elena, pero intuía que no me alcanzaba, que faltaba algo más. Me faltaba una historia central, que fuera como la columna vertebral de la novela. Y de pronto una mañana, como todas las mañanas cuando estoy en mi ciudad, Antofagasta, me voy a un café a leer y a mirar a la gente hasta el mediodía. Cuando estaba pasando por la plaza del mercado, vi un montón de gente y pensé que estaban escuchando a un charlatán, y como a mí me encanta oír a esos tipos, me acerqué inmediatamente. Pero no era un charlatán, era un fantasista, un tipo que estaba haciendo jueguito con la pelota. Me quedé observándolo, esperando a que se le cayera la pelota, y dos cuadras antes de llegar al café me dije: “Este es el personaje que necesito para la novela”. Y le inventé toda esa biografía, se me ocurrió que nunca había jugado al fútbol. Un día que volvía de Santiago, en el paseo Ahumada, caminando entre el hotel y la Feria del Libro, me encontré al fantasista. Me dijo que nunca había jugado al fútbol, y casi me caigo de espalda (risas).

–¿Coincide en que más allá del fantasista hay un personaje que se “roba” la novela: Chacimoco Farfán, ese relator desquiciado?

–Sí, y te voy a confesar un secreto de la creación, que forma parte de la cocina del escritor. Este personaje nació para salvar una escena de la novela. Cuando el fantasista se pone a hacer sus jueguitos con la pelota, me di cuenta de que faltaba algo, y se me ocurrió que alguien del pueblo se pusiera a relatar, a “locutear”, las piruetas que hacía. Inventé este personaje que está tomado de dos personas reales que conozco. Pensar que sólo lo puse para salvar la escena de una página, y el tipo se me agarró con dientes y muelas y se tomó el libro. Y tuve que hacerle seis capítulos para él solo. Y su particularidad es que se volvió loco estudiando medicina, entonces mezcla términos médicos con términos deportivos cuando relata. Y sabía que iba a ser complicado, por eso digo que en esto de escribir novelas, además del talento y la dedicación, hay que tener cojones para animarse a enfrentar los desafíos que implicaba relatar un partido con términos médicos y deportivos. El escritor tiene que posicionarse en el personaje y vivirlo.

–Respecto del sentido del humor que maneja en la novela, ¿qué influencias reconoce?

–La influencia es el medio, es una estrategia de supervivencia. Crecí en ese medio y debo agradecer que nací con mucho sentido del humor, si no, no hubiese sobrevivido. Me gusta el sentido del humor, incluso en las mujeres, que pueden ser muy bellas, inteligentes, ricas, pero si no tienen sentido del humor se va todo a la mierda. Oliverio Girondo dijo que no le podía perdonar a una mujer que no supiera volar, y creo que se estaba refiriendo al sentido el humor. El sentido del humor da alas.

Rivera Letelier no sabe si El fantasista puede producir el milagro de que Maradona lea la novela, pero si lo produjera, confiesa que sería “espectacular”. “No por el libro –aclara– sino por Maradona, porque lo pasaría muy bien. A Maradona lo quiero y admiro de una manera impresionante, porque sé lo que es venir de la pobreza, de la marginalidad y que te conviertas en ídolo.”

–¿Es muy famoso en su pueblo?

–Mucho, y me lo demuestran a cada rato. Los taxistas me tocan bocina, la gente me tira besos por la calle, las mujeres me abrazan, los hombres se emocionan porque se sienten reflejados en mi libro. La fama ideal es en dosis homeopáticas, que te conozcan en lugares específicos, que a un futbolista lo reconozcan en el estadio, que a un escritor lo reconozcan en una feria del libro. Pero que estés en un mingitorio público, y el que está meando al lado te diga: “Rivera Letelier...”, ahí se vuelve un poco peludo, ¿cierto? (risas).

–¿Por qué no terminó siendo jugador de fútbol?

–Eso es lo que se pregunta mi mujer (risas). Cuando me casé con ella, era centrodelantero, el ídolo del campamento. Además, bailaba muy bien. Ella dice que se casó con ese tipo, pero que le cambiaron el paquete porque empecé a escribir y no jugué nunca más a la pelota y no fui nunca más a un baile. Chile se perdió un centrodelantero excepcional, pero ganó un buen escritor. Cuando descubrí que llevaba un poeta dentro, me di cuenta de muchas cosas que hacía en el fútbol intuitivamente. Esa revelación fue fuerte y me dio vuelta la vida en ciento ochenta grados, porque lo que hacía en un partido de fútbol lo podía hacer en una página. Y me vi mucho más en la página que en una cancha. Fue hermoso cuando descubrí que era poeta.

–Pero la relación entre el lector y el hincha es muy diferente. No es lo mismo que griten su nombre o un gol, que el hecho de que celebren una novela.

–La literatura te da todo eso en una escala mucho mayor. Cuando estoy escribiendo y de pronto me sale una frase genial o una metáfora o un adjetivo perfecto, salto de la silla y lo celebro como un gol. He llegado a pensar que no hay nada comparable a escribir. Para mí el fútbol, más que un deporte, es un arte. El inventor de la rabona no fue Diego Armando; esa jugada la hacía yo en el desierto a pata pelada cuando tenía cinco años. El inventor de la rabona soy yo.

Hincha del Colo Colo y del Deportivo Antofagasta, que está jugando en la Primera División de Chile este año, el escritor admite que el dilema del hincha se le plantea cuando se enfrentan los dos equipos. “Ahí se me junta la esposa con la amante”, reconoce el escritor.

–¿Y quién gana?

–Uno quiere que gane la esposa, pero siempre gana la amante (risas).

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