LITERATURA › MURIO EL POETA Y NARRADOR TUCUMANO JUAN JOSE HERNANDEZ
Fue un escritor notable. Vivía en Buenos Aires, pero nunca olvidó el pago chico. Sus temas fueron el desarraigo, la nostalgia por el mundo de la infancia y el deseo de libertad.
› Por Silvina Friera
Vivía en pleno Barrio Norte, sobre la ruidosa calle Pueyrredón, en un amplio departamento con una biblioteca que cortaba la respiración de quienes tuvieron el placer o el privilegio de visitarlo o entrevistarlo. “Para mí, una casa sin libros es un espacio insólito”, le dijo a Página/12, hace dos años, cuando se reeditó su narrativa completa, La ciudad de los sueños. Juan José Hernández no se mimetizaba tan fácilmente con esa zona aristocrática de la ciudad. “Juanjo” –como le decían los amigos o los lectores que lo adoptaron como uno de los mejores narradores del país– era un trasplantado en el aluvión zoológico urbano. Un empecinado que buscó, entre los escombros de su infancia y adolescencia, una patria. La encontró en los naranjos, en las casas con patios de baldosas, en las tardes violentamente calurosas con los balcones entrecerrados en el fermento de la siesta, en alguna plaza sembrada de excrementos de perros, en el despertar sexual de un retrasado mental, en los escapularios y en las misas, en los caramelos de miel bajo llave en casa de su abuela, en las habladurías y en la malicia de sus vecinos, en las furias de su perro Nerón o en las procesiones de San Roque Bendito, cuando lo disfrazaban de monje franciscano. Y logró nombrar esa patria sin impostaciones, con fidelidad a su tonada natal, con un sabor idiomático amargamente bello –valga el oxímoron–, escribiendo desde Buenos Aires. Pero con la mirada siempre dirigida hacia esa fascinante y turbadora realidad de su infancia en Tucumán. Después de soportar durante años un cáncer, el miércoles a la noche, a los 75 años, murió el poeta, traductor y narrador tucumano.
Hernández nació en San Miguel de Tucumán en 1931. Aunque tenía un tío escritor y una biblioteca desmesurada, típica de una familia de clase media “ilustrada” (desde muy chico había asimilado un menú de lecturas de altas calorías: Pío Baroja, Pérez Galdós y Unamuno), a su padre no le agradaba la idea de que el hijo fuera escritor. Obnubilado por las profesiones liberales, quería que Juanjo estudiara abogacía. Pero el hijo pródigo, zigzagueando al rebaño de estudiantes de Derecho, subió a un tren con destino a Rosario, con el pretexto de que estudiaría medicina. Esa ciudad portuaria, llena de boliches de marineros y un ambiente prostibulario que le resultaba deslumbrante, lo distrajo del mandato paterno. Cuando su familia se enteró de que el muchacho andaba de parranda, le dio el ultimátum para que regresara a Tucumán a cumplir con su destino de abogado. Pero esta vez, sería Buenos Aires la que se interpondría en el camino a las leyes. Cuando empezó a trabajar en la emblemática revista Sur y en el diario La Prensa, le “recomendaron” que ocultara su origen: “No digas que sos tucumano porque no parecés”. José “Pepe” Bianco, secretario de redacción de la revista, fascinado con las historias que le contaba Hernández, le sugirió que escribiera cuentos.
En 1952 publicó su libro de poemas Negada permanencia y la siesta y la naranja (en Ediciones Botella al Mar). Los críticos calificaron esos poemas de viscerales y carentes de espiritualidad. “Me encantó que me dijeran que eran viscerales; yo no concibo el espíritu separado de la víscera”, ironizaba Hernández. Y aunque continuó publicando poesía (en 1957, Claridad vencida; en 1966, Elegía, naturaleza y la garza y Otro verano), comenzó a frecuentar, en la década del ’60, el cuento y la novela. En 1965 publicó los relatos El inocente (Premio Municipal de Narrativa), y en 1971 su primera y única novela: La ciudad de los sueños, una parodia amarga de la clase alta en 1945. Matilde, una joven tucumana que sueña con dejar su provincia, encandilada por las promesas de éxito y bienestar de Buenos Aires, consigue un empleo en una revista porteña. La idea de la novela se le ocurrió cuando Hernández trabajaba de periodista, “un reducto del gorilaje”, en un ambiente furiosamente antiperonista. “Me parecía que exageraban la nota. La novela tiene ese trasfondo de la decadencia de una clase que no puede superar el fenómeno del peronismo. Y el resentimiento de esa clase. La heroína, o más bien la antiheroína, tiene el complejo de que es morena, de que es fea, porque no responde al canon de belleza aceptado, aunque logra romper con todas esas supersticiones”, recordaba.
Tucumano hasta la médula, Hernández confesaba que siempre le sorprendió que sus cuentos tuvieran tanta aceptación. “Mi escritura tiene como fondo el lenguaje coloquial tucumano, utilizo palabras como yuchán, cañaveral, usapuca, pero el lector de Buenos Aires es narcisista, quiere que aparezcan el barrio, los modismos de la ciudad, se siente identificado con el habla de su ciudad. No llevo al lector a ese mundo esperado, sino a la coloquialidad tucumana; es una característica que enriquece la literatura, pero no justifica que se expongan esas historias como regionalistas, frente a la literatura urbana con pretensión universalista”, explicaba el autor de cuentos como La favorita, La señorita estrella y Así es mamá (1996). Junto con Silvina Ocampo, su gran amiga, escribió la obra teatral La lluvia de fuego, representada en París por Marilú Marini, aunque “misteriosamente” el escritor no figuró en los créditos. “Probablemente Bioy Casares, que sobrevivió a su mujer algunos años, debió entregar el borrador sin molestarse en leerlo y omitiendo distraídamente mi nombre como coautor”, señaló en un ensayo recogido en Escritos irreberentes (sí con B larga), editado por la editorial Adriana Hidalgo, que también ha publicado la poesía completa, Desideratum, y la narrativa completa.
Traductor de En el invierno de las ciudades, de Tennessee Williams, y Poemas eróticos y Las amigas, de Paul Verlaine, entre otros, los temas de Hernández fueron el desarraigo, la nostalgia por el mundo de la infancia y el deseo de libertad. Estaba escribiendo la que sería su segunda novela, Toukoumán, en la que narraba la historia de un tucumano llamado Iturri, que a fines del siglo XIX fue secretario del Conde de Montesquieu–Fezensac. Lejos de su provincia natal, Hernández era en Buenos Aires, como en el poema de César Fernández Moreno, un “tucumano hasta la muerte”.
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