LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR PERUANO ALONSO CUETO
“Nunca he podido responder con certeza a la pregunta sobre por qué escribo”, dice el autor, que tiene, sin embargo, varias teorías al respecto. Y asegura que adoptar una voz femenina en su libro “fue todo un reto”.
› Por Angel Berlanga
Mirada piadosa la de Alonso Cueto. “Me gustan más las personas inseguras, así somos todos en mi familia”, dice en el hall de un hotel de Recoleta. Y así son las protagonistas de su último libro, El susurro de la mujer ballena, la novela que fue elegida finalista del flamante premio Planeta-Casamérica de Narrativa Iberoamericana que ganó Pablo de Santis con El enigma de París. Se trata de una historia sencilla: a la prototípica señora-de-cuarenta-profesional-exitosa -seductora-casada-con hijo-con amante-culposa se le aparece, veinticinco años después, aquella gigantesca compañera que fue el centro de las bromas pesadas y los desprecios del último curso de la secundaria y, a la vez, una amistad que mantenía en secreto, para no desprestigiarse ante los otros. En el racconto que hace en primera persona la protagonista, Verónica, una periodista a cargo de la sección Internacionales de un diario, de entrada nomás quedan desplegadas las velas del relato: algo vergonzante pasó allá atrás en el tiempo entre ellas, hay sangre como resultado del reencuentro. Es que la mujer ballena quiere ajustar cuentas y se le aparece en todos lados: la bombardea con llamados y correos electrónicos, la espera a la salida de la redacción, compra el departamento que está encima del bulín de su amante, se lleva a su hijo de paseo. Que por qué no intervenía cuando se burlaban de ella: “Yo hubiera sido otra persona, y no la porquería que soy”, le reclama.
Alonso Cueto tiene cara de agotado. Es un hombre alto, con cierto aire a Vargas Llosa, de quien es amigo. Viene de una semana de dar vueltas por España; de aquí a Rosario, de Rosario a Chile. Termina a fin de mes. No reniega de las giras de promoción: “Son buenas para difundir los libros y la lectura, son actos de comunicación con los lectores”, dice. ¿Y no será tedioso oír durante un mes y medio las mismas preguntas, dar las mismas respuestas? Se ríe, levanta las cejas, dice: “Nunca he podido responder con certeza a una que me hacen siempre: por qué escribo. La más adecuada es la que dio Borges una vez: para evitar el arrepentimiento que sentiría si no escribiera. Es una sensación más instintiva que otra cosa. Me parece bastante artificial la idea de que uno escribe para dar un mensaje a la humanidad, o para rescatar valores. Los escritores son gente que ha dado forma, obsesivamente, a algo natural que todos tenemos: el impulso de contar historias. El escritor convierte eso en una manía cotidiana. No sé por qué ocurre: a lo mejor tiene que ver con una infancia traumática”.
–¿Cómo sería esa hipótesis?
–Creo que en la vida de la mayor parte de los escritores hay un fenómeno que ocurre en la infancia, que marca un profundo rechazo a la realidad y deriva en el refugio en el mundo de la imaginación. El padre violento, o ausente, es un tema recurrente. O la muerte. Ese tipo de traumas lo inclinan a construir ficciones que lo protegen del mundo real, y ésa es una necesidad que a veces coincide con la de los lectores, que en general también necesitan este refugio. En cierto modo la literatura es un juego; los niños fingen que sus juegos son la realidad, se los toman muy en serio. De alguna forma el escritor es un niño que persiste en esa idea, que se mantiene en esa zona que todos preservamos.
–¿Y qué otros propósitos fuertes lo guían, desde lo literario, además de contar una historia?
–Me interesa mucho que las novelas sean capaces de generar personajes sólidos, que tengan vida propia, sus propios deseos, ambiciones, temores. Quiero crear la sensación de que hay alguien vivo en las páginas: seres incompletos que contienen una mezcla de virtudes y defectos, pero con una gran conciencia de sí mismos, una gran vida interior. Suscribo esa idea de Henry James que dice que lo fundamental es el punto de vista de los personajes, que importa más lo que le pase a alguien que lo que ocurra en la historia. Toda historia es una épica de una conciencia individual. En este sentido me interesaban estas dos mujeres, Rebeca y Verónica, la relación entre ellas y el pasado, la manera en la que lo asumen. Toda relación de una persona con el pasado es de suspenso, porque uno nunca sabe qué nuevas verdades van a aparecer, qué nuevos hechos van a recordarse, qué se descubrirá en el pasado.
En este libro Cueto dejó de lado un tema muy presente en sus dos novelas anteriores, Grandes miradas y La hora azul: la política peruana contemporánea. “Me interesó contar una historia más íntima y personal, que se metiera con los pactos secretos de la amistad”, explica. “En toda amistad hay confidencias, secretos, cosas ocultas: entre amigos suele haber cosas que sólo ellos saben, hay un acto recíproco de dar y recibir. Me parece que las mujeres son más capaces de comprometerse afectivamente en la amistad que los hombres; en ese sentido me pareció que la relación entre dos mujeres sería más intensa y compleja que si los personajes fueran dos hombres.”
–¿Y cómo le resultó la experiencia de encarnar la voz de una mujer?
–He vivido rodeado de mujeres; mi padre murió cuando yo tenía catorce años. Viví muy cerca de mi madre, tías, primas. Pero fue difícil: me asesoraron amigas y mi propia esposa. Fue un reto, obviamente. Pero yo creo que un escritor tiene que asumir riesgos. La diferencia de aspecto físico entre las dos fue fundamental. A las mujeres se les exige más que a los hombres para que correspondan con los modelos físicos prototípicos: es algo cultural. Cada vez creo más que la última gran religión del siglo XX y la primera del XXI es el culto al cuerpo. Está en todos los circuitos culturales. Y hay una enorme discriminación para quienes no corresponden con este cuerpo. Verónica tiene terror por envejecer y verse mal, y Rebeca vive en la discriminación permanente de su aspecto. En ese contexto se desarrolla la novela.
–¿Por qué le interesa bucear en la culpa?
–Me doy cuenta de que también es un tema en La hora azul. Rebeca es una representación física del pasado que se aparece a pedir cuentas. Es un fantasma de los recuerdos que viene al reencuentro en el presente. En el mundo de los quechuas el pasado es lo que tienes delante de ti, porque lo ves, sabes cómo fue; el futuro es lo que está detrás, lo que no se ve. Puedes mirar lo que ha ocurrido porque lo tienes delante. Negociar con los recuerdos y el pasado, ver qué se hizo y qué se dejó de hacer, es uno de nuestros grandes temas. El suspenso y el terror no sólo está afuera de nosotros: también está adentro, en la confrontación con nuestros traumas y cosas ocultas.
–¿Qué diría, si pudiese sintetizarlo, el susurro de la mujer ballena?
–“Estoy aquí, no voy a ser ignorada, existo. También puedo sentir, enamorarme, vivir una vida digna.” Eso dice. Es un tema que de alguna manera todos sentimos, la exclusión. Por una forma de ser, aspecto físico, origen, raza, lengua o religión, lo que sea, la mayor parte de las personas en el mundo se siente excluida. Y no sólo eso, las personas también suelen sentirse ofendidas y humilladas. Es un gran tema de nuestro tiempo.
–En sus libros, de alguna forma, semblantea a la clase alta.
–Soy de una familia de clase media y conozco a gente clase media y alta, son los protagonistas de mis historias. Uno no puede escribir sobre un mundo social que ignora; no podría ofrecer una versión del mundo de las clases populares, porque las conozco de manera muy superficial, y en consecuencia daría una visión postiza. Lo que importa en literatura no es la clase a la que pertenezcas, sino el valor estético que le das a las obras.
–¿Y qué reacciones encontró en las críticas?
–En fin, me han dicho que tengo una perspectiva señorial (se ríe). Y posiblemente la tenga, porque los personajes pertenecen a esa clase social. A mis libros en general le critican los finales felices. O que al menos no sean tan dramáticos, tan trágicos. De eso me acusan. Y yo creo que cada uno tiene una forma de ver la vida. Dentro de las tragedias, los dramas y las violencias del mundo hay un lugar para la esperanza, para la reconciliación, y es mi perspectiva de las cosas. La gente con más vocación para la desesperanza lo verá de otra manera. El final triste tiene mayor prestigio literario. Pero en la vida unas historias acaban bien y otras mal, y otras en el medio; a mí me interesan las que acaban entre el bien y el mal, con alguna zona hacia la esperanza. Es mi experiencia de vida.
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