LITERATURA › EL ESCRITOR URUGUAYO MAURICIO ROSENCOF, POR LAS CALLES DE “UNA GONDOLA ANCLO EN LA ESQUINA”, SU NUEVO LIBRO
Hijo de “un sastre bolche”, militante de Tupamaros que soportó trece años de cárcel en los que lo salvó la imaginación, capaz de darles vida a personajes como el Macho Gutiérrez, el Negro Invierno o el gallego Menéndez, Rosencof señala: “Quiero dejar testimonio literario de algo que forma parte de nuestra alma, de nuestros sentimientos, de nuestro origen”.
› Por Silvina Friera
“Todo pasa por la ventana, desde una ventana los historiadores escriben sobre el mundo.” La frase podría pertenecer a Malarracha, el humanista y quinielero de Una góndola ancló en la esquina (Alfaguara), o a esos peculiares narradores omniscientes y con una fuerte afectividad que suelen comandar algunas de sus novelas, matizadas por una tonalidad autobiográfica que desdibuja los límites de la ficcionalidad. El hijo de Isaac –un sastre bolche que llegó desde Polonia a Uruguay y fundó el Sindicato de la Aguja– y de Rosa –que tejía calcetines para las Brigadas Internacionales– desde las ventanas de sus casas en los montevideanos barrios Sur y Palermo, trató de retener cada una de las imágenes de esa “gran aldea donde estaba el centro de la existencia”. Sin tener la certeza aún de que algún día él, Mauricio Rosencof, se transformaría en el intelectual del barrio, que sería el escritor de la “épica del laburo y del coraje”, el militante del Movimiento de Liberación Nacional (Tupamaros) que caería preso en 1972, que sería brutalmente torturado y estaría trece años detenido. “Me impresiona cómo en un barrio comienza a gestarse la personalidad del botija, y la de uno, cuando ya tiene los pantalones largos y entra al boliche, un lugar donde estás contenido porque la gente conoce a tus viejos, te conoce a vos”, dice Rosencof, con esa mirada vivaz, alegre, y su inseparable boina de cuero.
El escritor uruguayo pasó por Buenos Aires para acompañar la publicación de su última novela, Una góndola... y la tercera reedición de El barrio era una fiesta, en la que reconstruye el barrio de El Parque en la década del ’40, donde aún resonaba el triunfo del Mundial de Fútbol de 1930 y los exiliados cargaban con el dolor de la derrota en la Guerra Civil Española. Ambas novelas comparten un universo más que evidente: la concepción del barrio como núcleo genésico de la personalidad individual y social de varias generaciones de montevideanos, el ethos del coraje, la épica cotidiana de la vida de las clases populares, la nobleza y solidaridad. En Una góndola... hay un romance a la vuelta de cada esquina y un puñado de personajes inolvidables como Malarracha, el quinielero y “filósofo” (“un psicólogo que escucha y lee; sobre todo escucha gente y radio, que lo nutren pero no lo invaden”); la Ordoqui, desopilante amante del peluquero; Liporeya, suerte de Julieta shakespeariana a la que le gusta treparse a los postes del alumbrado público para confirmar su amor por Dalmiro, y el Negro Invierno, cuya pena de amor lo llevó a embarcarse en una góndola por el barrio, entre otros. Algunas de las coordenadas geográficas de esta novela resultan familiares para los lectores rioplatenses como la Ciudad Vieja, la Avenida 18 de Julio o el Buey de la Carreta.
Si Juan Carlos Onetti creó Santa María y Gabriel García Márquez Macondo, Rosencof, actual director de Cultura de la intendencia de Montevideo, también inventará y desplegará su barrio-mundo. “Borges creó la mitología del cuchillo y del coraje, pero me parece que mucho barrio no tenía”, bromea el escritor en la entrevista con Página/12. “El barrio es el territorio donde se afincan nuestras primeras raíces, los primeros pensamientos profundos nacen del barrio. El gallego Menéndez, en El barrio era una fiesta, llegó después de la Guerra Civil Española, y como se había instalado en un barrio que estaba naciendo, hacía lo que hacía en España, plantaba en todos los baldíos. Un día me dijo: ‘A veces no esperan a que maduren los choclos, pero sabés una cosa, no importa, porque siempre es mejor cosechero el que planta’. Ese concepto filosófico te marca para la vida, para la militancia, para el amor, para el afecto.”
–¿En quién está inspirado Malarracha?
–En el Macho Gutiérrez, que era el quinielero del barrio. El mundo que crea y recrea Enrique Santos Discépolo se cumple en Malarracha: “Yo aprendí filosofía, dados, timba...”, pero además se agrega una cosa tremenda: “Sos lo único en la vida que se pareció a mi vieja”. No sé si se le fue la mano, no sé cómo era la vieja de Enrique Santos, lo que sí puedo decir es que el sentimiento que expresaba yo lo viví tal cual como lo describía Discépolo. En los años ’50, entre la milonga y la militancia, el Macho Gutiérrez un día me dijo: “Tranquilo, ruso, no interrogues a la vida, mirá si te contesta”. Si le atribuyera este pensamiento a Kierkegaard, como lo hice muchas veces, seguramente muchos ni siquiera dudarían de la veracidad de la frase.
“Ahora te encontrás con que los muchachos toman un vino berreta en la calle, acompañados por un porro, lo que es más grave si se mandan la pasta base. Antes el boliche era un centro de contención: te daban consejos matrimoniales, familiares, era como un tango, y si te ponés a repasar los 700 sainetes de Vacarezza, todos se refieren al barrio”, advierte el escritor. No tiene apuro; el café se enfría, pero los recuerdos de Rosencof, con su propia temperatura ambiente, merodean esas raíces urbanas que formaron al botija de pantalón corto, al hijo del sastre.
–El narrador de Una góndola... señala que el barrio estaba tocado por el “realismo fantástico”. ¿A qué se refiere con esta categoría?
–La realidad es fantástica porque la realidad y la fantasía son lo mismo. Cuando te hablan de forma y contenido... macanas, es uno solo; cuando te explican que el cuerpo humano se divide en cabeza, tronco y extremidades, no es cierto, el cuerpo humano es una unidad. La realidad y la imaginación forman un todo, alguien las separó y los que vinimos detrás le creímos, pero no es verdad porque si tenés que escribir la biografía de Jesús, de San Martín o la del Che, si hablás de los alzamientos, de las batallas, si escribís sólo sobre eso, no alcanza. En esta novela lo que hago es extrovertir la fantasía de cada uno de los personajes en una realidad que es en sí misma fantástica.
–Alguno de los personajes de los barrios que retrató en sus novelas, ¿se acercó para contarle qué opinaba de lo que usted había escrito?
–Sí, el negro Varela, que está en la tapa de El barrio era una fiesta, un personaje que vivió con el gallego Menéndez en un terreno baldío que había a la vuelta de mi casa. Tenía una carretilla con la que hacía mudanzas. Iba al boliche, estacionaba la carretilla y decía: “Cuidame el Chevrolé, botija, que no tiene seguro”. Le servían un vino, de esos vinos que rompen las leyes de la física porque el vaso hacía una comba y no goteaba. Debería tener alguna sustancia arbitraria (risas). El negro Varela se arrimaba al mostrador, entraba en trance, sorbía, levantaba el vaso, alzaba el meñique y decía: “Que nunca falte”. El chevrolé fue mi primer cuento publicado y tuvo muchas consecuencias, porque pasé a ser el intelectual del barrio. Un día estaba en casa, tocaron el timbre y mi vieja fue a atender. Era Varela, que quería hablar conmigo. Lo primero que pensé fue “a la mierda abanico que llegó el verano”. Varela estaba con un diario arrollado, y me dijo: “Che, botija, ¿vos escribiste esto sobre mí?” Le contesté que sí y me pidió que me sentara y que se lo leyera porque no sabía leer. Cuando publiqué ese cuento dejé de ser “el hijo del sastre” para convertirme en “el intelectual del barrio”. Eso me cambió la vida. Parafraseando a Tolstoi, que decía que si pintabas una aldea pintabas el universo, si pintás un barrio estás pintando todos los barrios, los de allá y los de acá.
–¿Por qué decidió convertir las historias de vida de su barrio en literatura?
–Por el cariño que le tengo a la gente sencilla. Ellos hicieron historia, y yo quiero dejar testimonio literario de algo que forma parte de nuestra alma, de nuestros sentimientos, de nuestro origen. ¿Hay alguien que no haya nacido en un barrio? ¿En dónde nacieron? Una aldea, un pueblito de campaña, es otra forma de barrio.
–¿Cómo explica el tono épico que tienen las historias que cuenta?
–La vida de la gente de barrio es épica porque hay que vivir todos los días, comer todos los días, laburar, y si no tenés laburo, hay que conseguirlo; hay que tener hijos, hay que cuidarlos, educarlos. Estas novelas son una épica, una mitología del laburo y del coraje, y no del cuchillo y del coraje, con respeto a Borges, que me fascina. Si Borges hubiera tenido un poco más de barrio, hubiera escrito lo mismo que escribí yo, pero bien (risas).
–Usted pertenece a una generación que vivía como un dilema el hecho de congeniar la vida, la literatura y la militancia. ¿Cómo fueron estos vínculos?
–No hubo problemas. Mi padre, que era un sastre bolche, siempre estuvo preocupado por mi inutilidad. En casa caía Enrique Rodríguez, un dirigente obrero y un cuadro político del Partido Comunista, y hablaba con mi madre en idish, y como yo sabía dactilografía me mandaron a la comisión de propaganda. Empecé a militar muy joven, pero esa militancia no sustituyó mi obra. Yo alternaba el barrio, el fútbol y la escritura. Había momentos en que la militancia obligaba a subordinar otras cosas, pero militar no implicaba irse del barrio o no poder ir a la milonga. Clara Zetkin, amiga de Rosa Luxemburgo, decía que “si tu socialismo no baila, no quiero tu socialismo”. Un poema de amor, el copamiento de un cuartel, la toma de una ciudad, escribir una novela, casarte, todo forma parte de la vida. No hay opciones entre una cosa y la otra.
–Durante los 13 años que estuvo detenido, ¿también creyó que la realidad era fantástica?
–La realidad tangible no era vivible, no se puede vivir sin ver una cara, el sol... estuvimos dos años y medio en un espacio de sesenta centímetros por uno ochenta, comiendo mondongo, guatitas de una partida de exportación que fue devuelta. Del calabozo sólo se salía en cuatro patas. La única realidad vivible era la de la fantasía y los recuerdos. Como a la humanidad hay que entretenerla con algo, como me enseñó el Macho Gutiérrez, empecé a recordar a todas las novias de mi adolescencia, pero cuando llegaba el momento de la ruptura de cada noviazgo no permitía que se produjera. Me terminé casando un montón de veces. El calabozo parecía una guardería, estaba lleno de juguetes. Un coronel nos dijo: “Ya que no pudimos matarlos cuando cayeron, los vamos a volver locos”. Un compañero murió en el calabozo y dos enloquecieron porque practicaban el mismo ejercicio, pero quedaban empantanados y no podían salir. Escribir me ayudó a evitar que los fantasmas me atraparan.
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