Mar 04.12.2007
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LITERATURA › DAMIAN TABAROVSKY, AUTOR DE LA NOVELA “LA EXPECTATIVA” Y PUNZANTE ANALISTA DE LA CULTURA CONTEMPORANEA

“La mía es una generación de actores de reparto”

En su último libro, el ensayista de Literatura de izquierda toma posición por una narración hecha de digresiones, cercana a la asociación libre, e ironiza sobre una vuelta al barrio que proponen otros escritores por considerarla “el microfascismo cotidiano argentino, donde se encarna lo peor del peronismo, la hipocresía”.

› Por Silvina Friera

Damián Tabarovsky confiesa su aversión a “la ontología del adoquín y la buena vecindad”, al barrio como ente que encarna “el microfascismo cotidiano argentino”. En su nueva novela, La expectativa (Mondadori), Jonathan, el protagonista que en los años noventa se sintió un auténtico triunfador –de repente ganaba más plata que su padre–, busca huir de Villa del Parque, escapar de los lugares comunes, la pizzería de siempre, el paisaje de siempre y, tal vez, también de esos pensamientos que lo conducen a todas partes y a ninguna, a la chatura total y al chiste fácil. Quiere llegar lejos, ir a donde nadie fue, hablar el idioma que nadie habló, “ser extranjero en mi propia lengua”. La narración, digresiva, procede bajo el modelo de la repetición: escenas en las que Jonathan lee el diario (que le parece “siempre idéntico a sí mismo: lo uno repetido 354 veces por año”), camina por el barrio, cita o recuerda frases, y piensa. La historia de este personaje que vive la ilusión del leve ascenso y la larga caída, como suele suceder en las novelas de Tabarovsky, conforma un relato que sospecha de las propias cualidades de la narración, al mismo tiempo que pone en cuestión otros discursos y “mete el dedo en la llaga de las contradicciones”, como señala el autor en la entrevista con Página/12.

–¿Por qué en La expectativa extrema más el recurso de la asociación libre respecto de otras novelas, como Las hernias?

–No sé si es tanto la asociación libre; aunque está como influencia surrealista, no me sentiría cómodo sólo ahí. Sí me parece que se extrema la digresión y se toca con la asociación libre. Es como poner a la narración en una especie de carrera de obstáculos para ver cómo se pueden derribar una a una esas dificultades. Esos obstáculos son perinolas que uno toca y salen en otra dirección. Esto no quiere decir que el texto vaya hacia una cosa caótica o desordenada sino que es una estrategia textual. Sería ver cómo funciona en la literatura la idea de que una pequeña causa puede producir múltiples efectos, como la teoría de las catástrofes, o al revés: un gran efecto puede producir múltiples causas. La intención es poner en cuestión la linealidad narrativa: de que a una causa le corresponde un efecto, de que a una escena le corresponde otra, y ver cómo funciona ese mecanismo de llevar la digresión, planificada, al corazón de la literatura; pensar para la novela cierto sistema lógico, paralelo a la lógica formal.

–¿En qué etapa cree que se encuentra su narrativa?

–Intento convertir la digresión en problema epistemológico. En mis novelas hay preocupaciones formales sobre qué es narrar y cómo se narra en la época de las posnarraciones. Las narraciones más potentes son las mediáticas; la literatura nunca puede competir contra la intriga del caso García Belsunce o el caso Dalmasso. No es que la realidad supera a la ficción, que es una verdad de Perogrullo, sino que las narraciones mediáticas tienen una potencia que te remite a la pregunta de cómo narrar en la posnarración literaria. Me interesa desarrollar esas preguntas conceptuales o literarias, y encontré en este caso el tema de la digresión, que no es una ley absoluta por la cual me guío y las novelas que no son digresivas no me interesan, lo que sería absurdo. La digresión no es solamente un procedimiento sino un recurso que me sirve de marco para pensar cómo avanza una narración. La digresión, por definición, es ineficiente porque uno se interrumpe con el otro, uno habla con el otro y no se llega a nada. Es un poco esa idea de Pancho Ibáñez de que todo tiene que ver con todo. Yo miraba a Pancho Ibáñez y decía: esto es un gran tema de novela.

–El título de la novela alude también a las expectativas que hay sobre el género, ¿qué pasa con la novela, cuál es su futuro?

–Sí, primero está la historia más trivial y chiquita del personaje que quiere ascender y no lo logra, y después está la expectativa que me produce la literatura hoy. Hay un artículo de César Aira que siempre me pareció extraordinario y, al mismo tiempo, equivocado. Se llama El último escritor. El error de ese artículo es que el escritor es siempre el anteúltimo escritor o, mejor dicho, que Aira es el anteúltimo y el último soy yo. El tipo de literatura que me interesa intenta cuestionar el sentido común y plantea una distancia crítica con la sintaxis. Hay una expectativa respecto de cuál es el futuro en esta arte a la que me dedico, que ya tiene 200 o 300 años y que está en una situación epigonal. No es una literatura amenazada de muerte por el contexto sino por su propia extinción interna.

–En la novela se ironiza sobre los escritores progresistas que se la pasan hablando de la vuelta al barrio, aunque viven en countries, torres o en casas recicladas en Palermo Viejo. ¿Por qué cree que sigue siendo tan poderoso el tópico de volver al barrio en la cultura argentina?

–Es tan poderoso que ya lo tomó la derecha. Durante su campaña, (Mauricio) Macri decía que quería que las señoras pudieran salir a la puerta de la casa y que iba a poner un policía en cada esquina para que el barrio volviera a ser el barrio, decía Macri, que vive en Palermo Chico. El barrio encarna el microfascismo cotidiano argentino, encarna lo peor del peronismo, lo peor del catolicismo, la hipocresía; no sé por qué es tan poderoso, tal vez porque representa la idea de recuperar una comunidad perdida, los vínculos, los lazos. Una de las peores cosas del barrio es que tu vecino sabe todo de vos, y a mí me encanta el anonimato del centro. Los barrios parecen la pampa asfaltada: vos te parás en cualquier calle de las que describo de Villa del Parque, y hasta el horizonte no hay nada, sólo la misma calle y los arbolitos.

–El narrador plantea que “el presente es el único lugar posible, interesante, conmovedor”, y que toda biografía se escribe en un único tiempo verbal: el presente. En general, se suele añorar el pasado o mirar hacia el futuro y el presente suele ser una especie de agua intermedia que no se sabe muy bien qué es.

–Esa es una definición para una novela mía, una especie de agua intermedia que no se sabe muy bien, puntos suspensivos (risas). Para mí el presente, tal como me interesa pensarlo, es la sensación de tener arena entre las manos: cuando la atrapaste, desapareció, pero tuviste ese momento de intensidad. La idea de la posteridad literaria me parece absolutamente errónea porque presupone que la gente, en el futuro, va a ser más inteligente que la del presente. Lo cual es generalmente al revés. Es evidente que los de la generación del ’80 y ’90 somos menos interesantes que la generación del ’60 en muchísimos aspectos, y yo no tengo nostalgia y discuto mucho con ellos. Pensar un presente eterno remite a ciertas tradiciones literarias que me interesan, como la de Gombrowicz, por la inmadurez, el tipo que todavía no maduró y no llegó al futuro, que es un poco amnésico y no tiene memoria del pasado. El presente es el lugar de la vanguardia, un lugar con el que discuto y dialogo a la vez, pero que lo tengo como referencia.

–En La expectativa circulan chistes, reflexiones políticas y literarias. ¿La novela sería una caja de resonancia de los discursos que se reproducen en la sociedad?

–No, la pienso como un contragolpe. La literatura necesita de otros discursos para ponerlos en cuestión, para pensarlos, para contragolpearlos. No siento que sea una caja de resonancia porque remitiría a esa idea de la gran novela, en el sentido literal del término, de gran densidad filosófica, de la que descreo.

–Con Literatura de izquierda metió el dedo en la llaga, pero desde entonces han escaseado los debates.

–Hay una lectura que se hizo de mi libro con la que quiero tomar distancia. Es esa que sostiene que dinamizó debates en un campo literario que estaba muerto, pese a que a mí no me interesaba en absoluto dinamizar el campo literario. Ni siquiera estoy seguro de que los momentos en que no hay debates sean peores que aquellos en que se producen más discusiones. El libro fue publicado hace tres años, y no hay que exigirle a la literatura, aplicando la lógica de los medios de comunicación, que produzca un debate cada tres años. De hecho, si todavía Literatura de izquierda sigue siendo comentado, discutido y leído, alguna intensidad tuvo, y tal vez no hay necesidad de que haya otra polémica. El libro fue elegido como el mejor libro del año en Chile, se leyó mucho en España y México y armó debates similares en esos países. Algunos me decían que sólo tenían que reemplazar los nombres de los escritores argentinos por los propios, como si el libro diera cuenta de un fenómeno latinoamericano y del mundo de habla hispana que no tenía presente en mi cabeza. Quizá no hubo otros debates porque los que planteó el libro siguen teniendo cierta vigencia, hasta que dejen de tenerla.

–Jonathan se pregunta cuál fue la última generación que pensó la sigla PC como Partido Comunista y no como Personal Computer. ¿La respuesta podría ser la suya?

–Sí, mi generación es la última para quien la sigla PC significó Partido Comunista. Pero al mismo tiempo, mi generación llegó tarde al Partido Comunista, un PC que ya no tenía nada para decirnos, y temprano al Personal Computer. Cuando era estudiante de sociología y tenía veinte años, mis compañeros de facultad del PC eran unos carcamanes; nada vital pasaba por el PC, que era un partido stalinista que no representaba nada para nosotros, ni siquiera Cuba tenía la influencia que había tenido para las generaciones anteriores. Nosotros fuimos los actores de reparto; no tenemos ni muertos ni desaparecidos en nuestra generación, somos los hermanos menores de los muertos, los desaparecidos y exiliados. Mientras ellos eran los héroes, nosotros éramos los actores secundarios que mirábamos una escena que no era la que nos correspondía. Después vino una nueva generación belleza y felicidad, por llamarla de alguna manera, que no tiene nada que ver con la generación del ‘60, ni siquiera ironizan sobre ellos, son como mundos paralelos, y en el medio quedamos nosotros. Los de la generación del ’60 nos decían que éramos jóvenes frívolos porque íbamos a bailar, o que éramos lights porque estábamos en el PI (Partido Intransigente). Somos una generación con poca voz, hecha de actores de reparto.

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