LITERATURA › ENTREVISTA CON EDGARDO COZARINSKY SOBRE SU LIBRO “MILONGAS”, APASIONANTE RECORRIDO ENTRE LA CRONICA Y LA FICCION
El escritor y cineasta acaba de editar un texto, acompañado de fotografías de Sebastián Freire, en el que combina la observación del baile en la actualidad con la historia de la danza desde sus comienzos.
› Por Karina Micheletto
Edgardo Cozarinsky tiene caminadas noches y noches de milonga, aunque aclare que lo suyo no es el baile del tango, sino más bien una suerte de errancia placentera que habilita el conocimiento de universos de lo más diversos. Por allí el escritor y cineasta dice moverse con comodidad, con el paso despreocupado del flânneur. Con ese material acumulado escribió Milongas, un libro que junto con las fotografías de Sebastián Freire va tejiendo historias alrededor de la milonga y el tango, primero en formato de crónica, y luego en una reconstrucción histórica que sorprende por su documentación. Los pasos de este milonguero que no baila conducen hasta esa norma no escrita de la milonga que desafía la ley del afuera: el más lindo es el que mejor baila. Se lo comprueba en ese envidiado bailarín petisón de 90 años, que elige a las grandotas escandinavas con sabiduría como para explicar que “no hay nada como tener la cabeza empotrada entre un buen par de tetas”; y se lo ve en Salón Canning o en Niño Bien, en la milonga gay La Marshall o en alguna milonga perdida de Cracovia o Londres. En todas, se comprueba un abandono hipnótico de los bailarines poseídos por la música y la extraña y poderosa fuerza del abrazo.
“La milonga es un ámbito maravilloso donde pude intercambiar experiencias, conocer gente diferente, como ese bailarín con el que nunca me hubiese puesto a hablar si no hubiese sido por la milonga. Eso que dice yo lo escuché, no inventé nada, sólo le cambié el nombre”, sonríe Cozarinsky, autor de libros ya de culto como Vudú urbano y El pase del testigo, y director de El violín de Rotschild y Ronda nocturna, entre otras películas. “Yo he visto en Canning a una pareja de 90 años que celebró sus 55 años con la milonga; bailaban que era una maravilla. La milonga tiene esa cosa extraordinaria de culto, pero no culto pedante, hay situaciones que son de culto, pero pasan totalmente al costado de lo que conocemos como culto intelectual.”
–¿Y encontró muchos personajes a los que envidia?
–¡Uf! Hay grandes bailarines, me impresiona la elegancia con la que bailan, cómo se deslizan... Julio Duplaá, por ejemplo, el padre de Nancy, la actriz. Es un ídolo, admiro su elegancia, tiene un estilo clásico, sin ornamentos, cultiva simplemente el arte de deslizarse.
–En otro relato el foco está puesto en el abrazo.
–Creo que el auge internacional del tango viene del abrazo, de la posibilidad de sentir pecho a pecho, mejilla a mejilla, porque debajo de la cintura no hay contacto. En los ’60 la liberación era bailar suelto, luego eso cambió. No es que la gente quiera disciplina, pero de pronto descubren que siguiendo ciertos pasos y ciertas figuras se logra algo interesante, una creación de otro tipo, un diálogo de cuerpos que aparece con el abrazo.
–Su hipótesis sería que la fuerza del tango bailado, el éxito de la danza del tango, radica en el abrazo.
–Así es. Pecho contra pecho, y en un diálogo sin palabras. Nadie habla cuando baila. En general, la mujer cierra los ojos, el hombre no puede, simplemente porque tiene que evitar colisiones en la pista.
–Sin embargo, para los que no somos habitués la milonga puede parecer un territorio habitado por fanáticos, que inhabilita la participación de los que no forman parte de ese culto.
–Entiendo, pero es distinto que el fanatismo del fútbol, por ejemplo. A mí durante años me dio horror la cancha, los fanáticos, los gritos, ese gusto de sentirse unido a una pasión común es contrario a mi temperamento, que es más bien individualista, con rechazo por todo lo que es emoción masiva. Empecé a disfrutar al fútbol cuando empecé a verlo por televisión, porque vi el juego y me gustó. Eso no tiene nada que ver con la emoción del aficionado que va a la cancha, al que le gusta gritar, estar rodeado de otros que gritan con él, y en definitiva no puede ver el juego en detalle.
–¿Llegó de joven a la milonga?
–Para nada. Como a toda la gente de mi edad, de joven el tango no me interesaba. Era una cosa de viejos, que correspondía a otra época. En los ’70 el gran descubrimiento fue bailar suelto en la disco, uno inventaba pasos, estaba frente a una, dos o seis. Pero hubo en mí un momento emotivo, no objetivo, emocional. En noviembre de 1983 estaba trabajando en Alemania y era el estreno en París de Tango Argentino. Me tomé el tren, llegué al Châtelet, ni siquiera porque me interesaba el espectáculo, porque me invitaron amigos. Ese día sentí una emoción extrañísima, en parte por el espectáculo, y en parte porque era el retorno a la democracia –con comillas, por favor– y yo estaba lejos. Fue una cosa rarísima, vi a muchos llorando. Ahí empecé a escuchar las letras de tango de manera distinta. Ya no era la cosa negativa, pesimista, pasada de moda, vieja, todo eso que me había dejado afuera del tango en mi juventud. Ahí dije, caramba, estas letras están hablando de algo que he vivido. Eso es algo que sólo te puede pasar cuando llegás a cierta edad.
–Funcionó en su caso la famosa frase....
–Sí, el tango te espera. A mí me esperó y me agarró. Empecé a escuchar y escuchar tango. En aquel momento era el tango canción, no el bailable. Empecé a volver cada vez más a la Argentina, y en el ’99 estuve muy enfermo, estuve inmóvil, lleno de cables en un hospital durante tres semanas. Ahí volví a la literatura. Intelectualmente sabía que nadie es inmortal, pero vivía como si fuera eternamente joven. Cuando salí, estuve unos seis meses convaleciente, sin poder hacer esfuerzo físico, subí mucho de peso. En Buenos Aires, una vieja amiga me dijo: por qué no te ponés a bailar tango, te va a ayudar a tener la espalda derecha, a estar erguido, y sobre todo a pivotear. Así llegué al baile de tango, tardíamente.
–En la segunda parte del libro cambia el registro, aparece una cantidad de datos y fuentes abrumadoras. ¿Cómo realizó el trabajo de investigación?
–Fue un trabajo hecho con placer, que para mí es un trabajo de detectives, igual que cuando abordo una película: empezar a ver en qué se conecta un dato con otro, un libro te lleva a otro, una biblioteca a otra, otro poco en Internet, otro poco en colecciones como las de Caras y Caretas y Fray Mocho de la Biblioteca de la Academia de Historia. No pretendo un trabajo académico, ni demostrar una verdad. La contradicción de las fuentes, lejos de asustarme, me excita mucho. Con este tema ocurre que nadie escribió sobre la historia del tango hasta hace poco, son todos milongueros que se acuerdan de cosas, y sabemos que la memoria es selectiva y tiene sus trampas, incluso involuntarias.
–Entre lo que investigó, ¿qué fue lo que más lo sorprendió?
–Creo que la anécdota de la supuesta prohibición papal al tango, en 1914, es una de las más fuertes. En realidad, en el Vaticano no hay registros oficiales de que sea verdadera, pero es interesante cómo se constituyó. Luego, me interesó describir la forma en que la misma intelectualidad que aplaudía al folklore despreciaba al tango por ser una música extranjera, al punto de que Leopoldo Lugones llegó a llamar al tango “reptil de lupanar”.
–¿En qué momento pasó de ser una música de extranjeros a un emblema de argentinidad?
–Hay una cosa irónica que menciono en el libro, y es que en Francia los sindicatos obligaron a los músicos a vestirse de gauchos. Esa es la gran ironía: mientras los Gálvez y los Lugones decían que era música desnacionalizada, en Europa tenían que tocar vestidos de gaucho para pasar por el filtro de los sindicatos. Quizá lo puedo ligar con un ascenso social de las capas populares, por llamarlas de alguna manera. La canción de Buenos Aires se expandió, y creo que lo que hubo fue un reconocimiento gradual, ahí es donde el extranjero ayudó, no por esnobismo, pero en todo el mundo el tango pasó a ser reconocido como la música argentina, y eso volvió como reflejo. El tango ha tocado algo muy profundo, y creo que la intensidad del rechazo viene de la profundidad de lo que tocó. Tocó algo tan fuerte, tan visceral, que molestó a mucha gente. Llegó a ser algo peligroso.
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