LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA Y EDITORA MARíA FASCE
Escrita en Saint-Nazaire, un pueblito del norte de Francia, gracias a una beca que la autora recibió en 2006, la novela La naturaleza del amor indaga en la complejidad de los sentimientos humanos, en un contexto de autoexilio.
› Por Silvina Friera
“Una novela se escribe en la cabeza, en el cuerpo y en el corazón”, dice María Fasce en el bar donde Ana, la protagonista de su última novela, La naturaleza del amor (Emecé), una joven editora un tanto ansiosa, ciclotímica, malhumorada y adicta a la soledad, conoce a un actor con el que vivirá un fugaz romance en diciembre de 2001. Esa relación que intuye sin futuro y su crisis personal la impulsarán a irse primero a Madrid, donde se enamorará de Nicolás, un artista aficionado a la alquimia que hace vitrales, y después a Barcelona, donde, finalmente, encontrará la plenitud con la maternidad. “La vida y lo que me pasa es un material más, tan válido como cualquier otro; las anécdotas personales, lo que escucho, todo forma una masa de contenidos a la que trato de dar forma contando algo que me interese, me emocione y me conmueva”, señala la escritora, que ha regresado definitivamente al país, después de haber vivido en Francia, y en España, y que acaba de asumir como editora del grupo editorial Norma (ver aparte).
La naturaleza del amor la escribió en Saint-Nazaire, un pueblito del norte de Francia, gracias a una beca que recibió en 2006 de la Casa de Escritores Extranjeros y Traductores, donde también estuvieron Ricardo Piglia, Alan Pauls y César Aira, entre otros. “La crisis que estaba en el ambiente, en el país, se podía entroncar con una crisis personal y con un proceso cósmico, por eso la importancia de la alquimia en mi novela –-explica la escritora en la entrevista con Página/12–. No pensé escribir una novela sobre alquimia, sino que fui viendo cómo de la podredumbre puede salir la plenitud y al revés: cómo en la plenitud está el germen de la podredumbre en todos los niveles históricos, políticos, culturales y vitales.” A Fasce le interesan las historias de amor, indagar en la alquimia que se da o no en las relaciones humanas. En sus cuentos o en sus novelas, la escritora escarba en la superficie de las apariencias y bucea hasta el fondo de los sentimientos; muestra, con humor e ironía, las oscilaciones de los estados de ánimo, como si fuese un sismógrafo capaz de registrar las intensidades que anuncian un terremoto existencial. “No hay nada que te arraigue más a la tierra que la maternidad –confirma Fasce–. Un hijo te libera de la esclavitud del amor y de los celos. Me interesan esos sentimientos que no responden a ningún patrón supuestamente racional, porque la literatura se alimenta básicamente de la ambigüedad. Proust escribió novelas enteras sobre la irracionalidad de los celos y las pasiones. Por más devastadoras y destructivas que sean, la literatura se nutre de esas pasiones. Sería muy aburrido hacer literatura sobre la monotonía, por más que exista en la vida real.”
La escritora plantea que cada persona potencia o anula determinadas actitudes. “Es un fenómeno propio de las relaciones amorosas: nos gusta alguien porque en cierto modo somos más nosotros mismos o porque somos otros, porque saca a relucir una faceta de nosotros que no conocíamos”, dice.
–El crítico Alberto Giordano plantea que hay un “giro autobiográfico” en la literatura argentina. ¿La naturaleza del amor participa de esta tendencia?
–Sí, aunque no me propongo nunca hablar de mí misma cuando escribo una novela, me parecería ridículo. Tolstoi decía que había que pintar la propia aldea, y esa aldea puede ser la de los sentimientos. Hablo de lo que conozco, quizá por pereza, pero también por una cuestión de eficacia narrativa. Voy armando una especie de Frankenstein con lo que oí o viví. Lo importante es que la novela tenga vida. Da la casualidad de que lo que escribo es en gran parte autobiográfico, pero nunca como una imposición. Yo no me digo a mí misma “voy a escribir algo autobiográfico”.
–¿Cuáles son sus propios límites, hasta dónde llega y qué decide no contar?
–Yo uso mi vida como podría usar cualquier otro material, mi vida es un material más y no tengo pudores. Pero aprendí a tener cierto cuidado con los personajes en los que se pueden ver reflejadas personas queridas y cercanas. Quizás el límite más difícil es plantearte hasta dónde se puede hacer daño a los otros con lo que escribís. Es muy difícil porque a veces tenés la tentación de usar algo muy bueno pero que al mismo tiempo puede ser muy doloroso o puede generar una reacción violenta. Laura Restrepo dice que los escritores se dividen entre los que tienen la madre muerta y la madre viva, y que esto incide en lo que pueden escribir, y pienso que es así. Mi límite tiene que ver con lo que pueda dañar a los otros.
–¿La crisis del 2001 fue como un estallido de la subjetividad en la literatura argentina?
–Puede ser; una cosa que traté de mostrar es cómo cualquier tragedia económica o una situación social desgarradora en un momento de gran crisis personal es un dolor equivalente, cómo en realidad todos los dolores son equivalentes. Para ese personaje era un shock muy grande llorar y sufrir por el fin de una relación amorosa mientras veía a una pareja con un chico sacando comida de un tacho de basura. Esto plantea un dilema ético: hasta dónde es lícito que yo sufra por amor cuando para esas personas no parece existir el amor, y sin embargo, todos sabemos, por experiencias propias, que el amor es una necesidad vital tan acuciante como el hambre. Quizás en ese sentido la crisis hizo estallar las subjetividades.
–Cuando Ana está en España dice que la Argentina era “su padre regando las plantas del balcón de su casa”. ¿Cómo eran sus sentimientos respecto del país mientras vivía en el exterior?
–Me fui en el momento de la crisis, pero ni siquiera por necesidades económicas. Tenía el mejor trabajo, pero por una crisis personal, como le sucede a la protagonista de la novela, decidí irme. Ese autoexilio coincidió con la maternidad, y fue para mí muy enriquecedor porque las dos experiencias, el exilio y la maternidad, te conectan con tu propia infancia. Todo el tiempo era una máquina de recordar; me di cuenta de que la patria es el lugar donde están nuestros afectos, nuestro pasado y el futuro que queremos. Siempre me encantó viajar y hasta se convirtió en una obsesión, por eso en mis libros aparecen mucho las ciudades y los viajes, pero así como me gusta viajar, siempre me gustó volver, y eso también es muy argentino. Cuando estás afuera, te empezás a acordar de tantas cosas, de tantos detalles, sabores, olores... Yo nunca tomaba mate acá, pero de pronto afuera empecé a tomar mate, o escuchaba a Piazzolla. Todo eso es la patria; todas esas sensaciones son la Argentina.
–Como editora, la protagonista dice que le parece bien que se publique todo tipo de libros y que el desafío consiste en hacer que la mujer que lee a Paulo Coelho compre también otros libros. ¿Coincide con este planteo?
–Sí, creo que hay libros para todo el mundo. Tengo un gran respeto por los libros que venden mucho porque de alguna manera han sintonizado con algo que está en el aire. A mí no me interesa en absoluto Coelho, pero me parece bien que la gente lo lea si le hace bien. Yo prefiero leer esos libros que en vez de ser un bálsamo te hacen sentir peor y tenés que sobreponerte a ese malestar. Hay literatura considerada de prestigio que me parece mala, y literatura que no vende y es muy buena y que poco a poco se va haciendo su lugar. Mis criterios como editora son totalmente distintos de mis criterios como escritora o como lectora; como editora comparto en gran parte lo que dice el personaje. Harry Potter, además de que me parece un gran libro, ayuda a que los chicos lean más. Sin duda, El código Da Vinci, con todas sus falencias y errores históricos, es un libro que atrapa, que no se puede dejar de leer. No creo que haya que tachar con una cruz a un libro porque vende mucho o porque no vende.
Fasce confiesa que cuando empezó a escribir le molestaba mucho el metalenguaje literario. “Mostrar la cocina de la escritura me parece que le quita eficacia al relato. Yo quiero que el lector se meta en el libro y no piense que está leyendo, como cuando entrás en el cine y no pensás que estás mirando una película –compara–. Siempre traté de que mis historias fueran muy visuales, y si los personajes escribían que al menos no estuviera plagado de guiños literarios y de tics de la escritura, que el discurso interno no fuera sobre los modos de escribir sino sobre las cosas que pasan, sobre temas concretos y reales. Pero también a medida que fui escribiendo me di cuenta de que podés usar lo que quieras, si eso resulta interesante.”
–Sin contar el final de la novela, ¿le parece que la naturaleza del amor es transitoria?
–Sí, creo que todo es transitorio, menos la maternidad. Las únicas relaciones con las que no podemos cortar, aunque queramos, son con nuestros padres y con nuestros hijos. Es algo que no elegimos y que nos marca de por vida.
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