LITERATURA › ENTREVISTA AL CRíTICO ESPAñOL IGNACIO ECHEVARRíA
Licenciado en filología hispánica, durante años sus artículos e intervenciones críticas dividieron aguas en el mundillo de la literatura. Ahora vuelve a sembrar polémica con sus opiniones sobre escritores, editores y periodistas.
› Por Silvina Friera
Cuesta imaginar que ese hombre altísimo, delgado y de pelo largo, que bien podría ser un modelo español, es un crítico combativo, tan lúcido como arrogante. Tal vez los lectores de las reseñas del crítico Ignacio Echevarría, figura principal del Primer Encuentro de Crítica y Medios de Comunicación que se realizó en el Centro de Experimentación del Teatro Colón, esperaban encontrarse con un señor más formal y mayor. El efecto de madurez y de “voz autorizada” que emana de sus reseñas parecería responder a épocas pretéritas, como si fuera un defensor tardío de la escuela de Francfort, especialmente de Adorno y de Benjamin, “el mejor crítico que ha existido”, dirá en la entrevista con Página/12. No ha tenido ni tiene empacho en ser agresivo, antipático, entusiasta, fanático o denigrador. Podría encabezar la cruzada de un puñado de críticos tan apasionados como incorrectos –una minoría que resiste– que se plantan para dar batalla en un campo literario cada vez más atascado, encorsetado y confundido por el poder del mercado. En sus textos críticos, ha desmontado tinglados y apuestas fraudulentas y le ha amargado el dulce a más de un editor hegemónico, a pesar del poco margen de maniobra que tiene el crítico en los medios. A casi cuatro años de su polémico alejamiento del suplemento cultural Babelia, de El País de España, como consecuencia de la crítica adversa que publicó sobre la novela El hijo del acordeonista, del escritor vasco Bernardo Atxaga, considerada por las autoridades del diario como “un arma de destrucción masiva”, Echevarría sigue combatiendo y polemizando desde sus trincheras contra la farsa de los premios literarios, contra la creciente neutralización de la crítica, o proclamando, curiosamente, la indulgencia para los plagiarios.
En Trece tesis sobre el crítico, Benjamin define al crítico como “un estratega en el combate espiritual”. Echevarría, gran estratega y movilizador de tropas –no hay matices ni medias tintas, se lo ama o se lo odia, se admira su estilo o se lo rechaza–, plantea que la función del crítico es la de orientar. El crítico sería como un guardia urbano que intenta reorientar el tránsito en medio de un atasco fenomenal. “La crítica en los medios tiene que ser coyuntural y local, dos aspectos que parecerían limitarla mucho”, precisa Echevarría. “Alguien recordó en una de las mesas del encuentro el escándalo que suscitó cuando el suplemento cultural del diario Clarín publicó la crítica que yo había escrito de El pasado, de Alan Pauls. Ese texto estaba dirigido a un lector español y no a un lector argentino, era el primer libro de Pauls que se publicaba en España. Pero también imagino el escándalo que debe haber implicado para Pauls que un crítico argentino no reseñara su libro.”
–Los escritores muchas veces ejercen la crítica en los suplementos culturales. ¿Cree que al aceptar ser críticos se ubican en una posición incómoda?
–Exacto. La crítica probablemente está siendo narrada por los escritores políticamente correctos. No estoy en contra de este fenómeno del crítico-escritor, en la medida en que ese escritor sea capaz de cuestionar otras propuestas. Pero debido al abandono de la crítica de su propio espacio, como consecuencia a su vez de la reducción hasta el ínfimo de ese espacio, el vacío del espacio crítico se llena con escritores cuya industria personal se nutre de publicar también reseñas. Ese tipo de escritor no toma ninguna posición partidaria ni ética, que le complicaría la vida dentro del ambiente literario de cada país, y se dedica a hacer lecturas no problemáticas y muy inocuas, generalmente de autores extranjeros, cosa que es muy distinta de la vieja tradición del escritor combativo que genera espacios para su propia obra. Borges es el paradigma del escritor que primero ordena la tradición y luego ofrece su obra. Esta actitud defendible es sustituida por una especie de proyección subsidiaria del escritor, que encuentra en el pesimismo más o menos aristocrático, o más o menos ornamental de los suplementos culturales, una salida que otros no tienen. No tengo objeción a eso, en tanto y en cuanto no desplace a la crítica.
–En los últimos años la figura del escritor cada vez adquiere más importancia respecto de los textos que produce. ¿Cómo incide esa imagen del escritor en el crítico?
–Teóricamente no debería incidir, el objeto de la crítica es el texto, no los autores. Hasta hace poco esto parecía que era clave, pese a las susceptibilidades inevitables, ofensas y rencores que suscita la crítica en los autores. Era un sentimiento razonable sentirse agredido ante críticas que, aunque no hablaran mal del autor, cuestionaran la obra en tanto hace a la calidad del escritor. Pero de un tiempo a esta parte, dentro de la industria cultural –esto lo advertía Adorno en los años ’40, cuando se refería al narcisismo del escritor contemporáneo–, el escritor termina ofreciéndose a sí mismo como mercancía. En los últimos treinta años este narcisismo se percibe en el hecho de que los libros se venden con la foto del escritor como mascarada de proa, y esta identificación entre el texto y el autor rompe el pacto crítico porque una obra no es una persona. Esta asimilación de la obra y el escritor, favorecida por la industria cultural, hace que los escritores terminen identificándose con ella y los propios críticos también acaben sensibilizados por esta asociación.
–¿Cómo interfieren los premios literarios en el oficio de la crítica?
–Los premios literarios son simulacros de ficción con jurados falsos y con una mecánica que se sabe que es corrupta, y que además responde a la ética del comercio y no a los valores de la estética o de la crítica. Pero curiosamente, los medios de comunicación obedecen a la consigna de la industria cultural de dar como noticia cultural premios que son comerciales. Todos los agentes de la industria editorial se suman en ese tinglado montado en torno de los premios; no sólo está la picardía y la audacia de los editores sino que están involucrados escritores de mucho prestigio, que se prestan a ser jurados de una comedia, y están también los periodistas culturales que aceptan, sin levantar el trapo de la farsa de los premios, publicar esas noticias como noticias culturales, y que terminan participando de una promoción gratuita, haciendo entrevistas al autor ganador.
–Es notable que muchos escritores se escandalicen, con razón, y opinen ante distintos casos de corrupción política en sus propios países. ¿Pero por qué muy pocos aceptarían utilizar la palabra fraude o corrupción para referirse a los premios literarios?
–Pocos se animan a hablar porque todos esperan que la “lotería” les toque algún día (risas). Todo el elenco de la industria editorial actúa en esta gran farsa y forma parte de un pacto, aunque de vez en cuando se desenmascara, como pasó acá con el premio Planeta. Los premios literarios son tantos y algunos tienen una historia tan larga, y el pastel se ha repartido entre tanta gente, que denunciarlos radicalmente se termina convirtiendo en una especie de anatema.
–En el ámbito de la crítica parecería haber un doble juego: se asume el desprestigio de los premios, pero las obras premiadas adquieren, en ciertos casos, “prestigio”.
–En la medida que los premios literarios concentran una expectativa lectora muy grande y constituyen hitos comerciales, que además invisten de prestigio literario, generan ciertas obligaciones en el crítico. En España el premio Planeta, sea cual fuere el premiado, tiene una tirada inicial de 260 mil ejemplares, lo que convierte a ese libro en el único que la mayoría de los españoles leerá en el año. Si es cierta la estadística que dice que gran parte de los lectores sólo lee un libro al año, el crítico no sólo está obligado a dar cuenta de un fenómeno de tanta resonancia e interferencia –tiene que discriminar la paja del trigo–, sino que además tiene que remover su propio discurso porque entre esos lectores “precarios” que leen un solo libro al año la única crítica que leerán será la de ese libro. Es una ocasión que el crítico no puede perder: la posibilidad de captar y de seducir a un tipo de lector que, a partir del contraste entre su experiencia lectora y la de la crítica, puede encontrar un sentido a esa interlocución entre su lectura y la de otros.
–Aunque usted subraya la ausencia de grandes debates y polémicas culturales, ¿los plagios no han generado debates?
–El plagio es un tema interesante. En la cultura de la posmodernidad, que ha consagrado la intertexualidad y la cita directa o indirecta, la puerta al plagio está abierta, incluso por la puerta grande de la literatura. En el Pierre Menard, autor del Quijote, Borges nos está diciendo que toda obra escrita es otra. En el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz hay versos enteros de Garcilaso, y a nadie se le ocurrió decir que San Juan de la Cruz plagió a Garcilaso.
–Recientemente se reabrió el caso de plagio supuestamente cometido por José Camilo Cela en su novela La cruz de San Andrés, ganadora del premio Planeta en 1994, en la que habría tomado escenas y personajes de la obra de Carmen, Carmela, Carmiña, de la escritora Carmen Formoso. ¿Qué opina sobre este caso?
–En su momento tuve que peritar los dos textos. Me parece que es insensata la pretensión de que Cela haya cometido plagio, aunque hay indicios sobrados para sospechar que tuvo acceso de forma directa o indirecta a una copia de la novela de Formoso, y que se sirvió de ella como pretexto. Pero la novela de Cela, un gran esteta, es infinitamente superior a la de Formoso. No soy un ingenuo, pero me creo que alguien acabe transcribiendo pasajes de una obra que admira, pensando que los ha escrito él.
–¿Cómo reaccionaría usted si descubriera una crítica suya, firmada por otro crítico que lo admira, con cambios mínimos, publicada en algún suplemento, revista cultural o blog?
–¡Tan disminuida está la crítica que casi sería como un homenaje! (risas). Por otra parte la industria se nutre de transliterar solapas de libros, y a nadie se le ocurriría plantear un plagio porque la mayor parte de lo que se entiende por crítica es un fusionamiento directo de los paratextos del libro a favor del propio autor. La crítica siempre dice de César Aira lo que Aira dice de sus libros, los propios críticos glosan a Aira; la rareza de sus textos, esos escritos no identificados que no se sabe si son en broma o van en serio, hace que los críticos reproduzcan la lectura establecida por Aira. Y el mismo mecanismo creo que termina funcionando en los supuestos plagios. Como verás, soy muy indulgente con los plagiarios (risas).
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