Jue 08.05.2008
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CINE › LOS CRIMENES DE OXFORD, DE ALEX DE LA IGLESIA

Un plato sin sustancia

La nueva película del director vasco es llevadera, eficaz, pulida y efímera. Nada que ver, claro, con las sustanciosas paellas cinematográficas que hicieron de él el cocinero que es. O fue.

› Por Horacio Bernades

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LOS CRIMENES DE OXFORD España/Gran Bretaña, 2008.

Dirección: Alex de la Iglesia.
Guión: A. de la Iglesia y Jorge Guerricaecheverría, sobre la novela Crímenes imperceptibles, de Guillermo Martínez.
Intérpretes: Elijah Wood, John Hurt, Leonor Watling, Julie Cox.

Por segunda vez en su carrera, filmar en otro idioma y sobre texto ajeno le quita cuerpo al cine de Alex de la Iglesia, lo adelgaza. Había sucedido cuando filmó Perdita Durango en la frontera mexicana, basada en la novela homónima de Barry Gifford. En ese borderline idiomático, falto de brújula y con menos humor que el habitual, el autor de El día de la bestia hallaba reparo en ciertos pueblos amigos: la estética de comic, el exceso sanguíneo, el desafuero. Filmada en Inglaterra con elenco casi íntegramente sajón, hablada en inglés e implantada en ámbitos poco afines a la clase de paella cultural que el obeso cineasta vasco sabe cocinar, Los crímenes de Oxford (basada en la novela Crímenes imperceptibles, del argentino Guillermo Martínez) es un De la Iglesia apolíneo y medido, esforzadamente británico. No es que el plato esté mal servido, sino que le falta aquello que reclamaba el animal de Torrente en cierto restorán chino-madrileño: sustancia.

La voluntad de asimilación preside ya la novela de Martínez, un policial “a la inglesa” que no sólo acumula cadáveres, multiplicando el enigma de su autoría, sino que transcurre directamente en la más proverbial ciudad universitaria británica. Pero sucede que el protagonista de Crímenes imperceptibles es argentino, lo cual permite al menos incorporar la extranjería como componente del relato. En Los crímenes de Oxford, la extranjería se vuelve extranjera al autor, en tanto Martin no es vasco. Ni siquiera español. Es Elijah Wood, estudiante estadounidense que llega a Oxford siguiendo la estela de Seldom, matemático genial al que John Hurt encarna con rostro apergaminado y pompa imperial. A poco de llegar, Martin y luego de que el soberbio Seldom lo haya rechazado como discípulo, la dueña de la casa donde el muchacho se aloja (Anna Massey, cita hitchcockiana proveniente de Frenesí) aparecerá asfixiada en el sillón de su living. Campana de largada para el desfile de sospechosos, teorías, nuevos crímenes y resoluciones finales, falsas y verdaderas.

Con Martin y Seldom en el papel de investigadores amateurs (y eventuales sospechados: otra vez Hitchcock), que las teorías investigativas fusionen lo criminal con lo matemático le da su peculiaridad, a novela y película. Graduado en matemáticas, Martínez incorpora con propiedad el tema de las series lógicas, vinculándolo con la serialidad criminal y citando en el camino a Fibonacci, el teorema de Fermat, los fractales, la simbología geométrica y la teoría del caos. La formación de De la Iglesia como filósofo (estudió en la Universidad de Deusto) le permite sumar a Wittgenstein, su Tractatus y el carácter fugitivo de la verdad. Entre ambos introducen también el Código Enigma de la Segunda Guerra y a Guy Fawkes, terrorista británico del siglo XVI en el que se basó Alan Moore para su novela gráfica Con V de vendetta. Con lo cual novela y película aspiran a darle un lustre de prestigio al modelo de “thriller erudito” que el El Código Da Vinci se ocupó de popularizar y degradar.

La mayor diferencia entre Los crímenes de Oxford y El Código Da Vinci es, en tal caso (y más allá de que a algún perezoso las lucubraciones matemático-filosóficas puedan hacérsele arduas), que la película de De la Iglesia no es un bodrio. Con asistencia en el guión de su eterno ladero, Jorge Guerricaecheverría, el autor de La comunidad y Crimen ferpecto filma con fluidez, aunque tal vez abuse de primeros planos (como modo de compensar el distanciamiento generado por la abundancia de teorías) y orqueste, justo antes del crimen inaugural, un plano secuencia tan largo y complicado como exhibicionista y poco necesario. Las vueltas de tuerca, los posibles criminales y las teorías explicativas proliferan, hasta el punto de que al final hay casi una por cada plano. A una cárnea Leonor Watling le cabe aportar las dosis de sustancia faltantes, en forma de culo y tetas. En momentos De la Iglesia la filma cocinando, (des)vestida apenas con un delantalito que le deja todo al aire y permitiéndole ingresar por derecho propio en cualquier antología de la erótica fílmica.

El importante papel que en la trama les cabe al Scrabble y al Clue puede ser visto como deliberada autorreferencia o como fallido. Depende del valor que se les atribuya a las ficciones cuya única aspiración es funcionar como juego de mesa. Con dos planos sentidos y visualmente fuertes sobre el final (el de cierre y uno anterior, de espíritu depalmiano, en el que el héroe pierde a su mujer y gana un rompecabezas), Los crímenes de Oxford es llevadera, eficaz, pulida y efímera. Nada que ver –eso está claro– con las sustanciosas paellas cinematográficas que hicieron de De la Iglesia el cocinero que es. O fue.

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