Lun 08.09.2008
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CINE › JERICHOW Y 35 RHUMS, DOS NOTABLES PELíCULAS PRESENTADAS EN EL FESTIVAL DE TORONTO

Lo mejor de Europa se ve en Canadá

La primera, del alemán Christian Petzold, ofrece una visión crítica de Alemania. 35 Rhums es un bello film francés de Claire Denis.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Toronto

Algunos de los mejores cineastas actuales siguen preguntándose por la misma eterna cuestión: ¿clásico o moderno? Es el caso, por ejemplo, del alemán Christian Petzold (nacido en 1960), uno de los pioneros de la llamada Escuela de Berlín y autor de films fundamentales del cine de su país de los últimos años, como La seguridad interior (2000) y Fantasmas (2005), que han tenido exhibición en el Bafici, aunque la distribución local siempre prefirió mirar hacia otro lado (léase La caída o Sophie Scholl, por mencionar dos casos emblemáticos del rancio cine alemán de reconstrucción histórica). El asunto es que Petzold –a pesar de haberse formado como discípulo del crítico y realizador experimental Harun Farocki– siempre trabajó una concepción narrativa al modo clásico, al que sin embargo va socavando desde su interior, introduciendo ambigüedades en el punto de vista que le dan a su cine un costado del orden de lo fantástico. Fue el caso, por ejemplo, de Yella (2007), que sin enunciarlo podía leerse como una velada película de terror, y que le valió el premio a la mejor actriz de la Berlinale a Nina Hoss, la protagonista de casi todo su cine.

Ahora en Jerichow –uno de los puntos altos que ha exhibido hasta el momento el Festival de Toronto– Petzold explora un género que siempre fue motivo de interés y de estudio para la generación de realizadores formados en la lectura de la revista Filmkritik (una suerte de Cahiers du Cinéma alemana): el film noir. De regreso a un género que ya había frecuentado en alguno de sus telefilms de formación, Petzold entrega una brillante relectura (aunque no figura reconocida en los créditos) de El cartero llama dos veces, esa novela fundamental de James M. Cain que ha servido de inagotable fuente de inspiración cinematográfica, desde que Luchino Visconti la hizo suya con Obsesión, en el preneorrealismo.

La diferencia de Jerichow con la trama de Cain y con sus más famosas adaptaciones está en que el crimen que desata esa pasión adúltera suele aparecer en el primer acto y aquí se demora deliberadamente, al punto que el espectador llega a preguntarse si efectivamente sucederá. Esta modificación sustancial no está ejecutada tanto en función de un mecanismo de suspenso (que a esta altura resultaría banal) sino para ir trabajando las relaciones de los personajes entre sí y con su entorno. El clásico buscavidas (que en versiones anteriores estuvo a cargo de Massimo Girotti, John Garfield o Jack Nicholson) es aquí un ex combatiente de Afganistán; el laborioso comerciante griego del original acá es un próspero inmigrante turco; y el objeto sexual que alguna vez fueron Lana Turner o Jessica Lange es ahora, nuevamente, Nina Hoss.

Lo notable del film de Petzold es no sólo su economía expresiva y la sobria, callada precisión de cada uno de sus planos sino la manera en que con apenas tres personajes va expresando el funcionamiento de todo un país. Ya en Yella, Petzold ofrecía una visión crítica de Alemania, como si se tratara básicamente una sociedad de especuladores y usureros. Ahora en Jerichow refuerza esa idea pero la trabaja a partir de las clases más desplazadas, en las que ve reflejadas –como ya lo había hecho Fassbinder desde Katzelmacher– los círculos viciosos y concéntricos de humillación y explotación. No parece casual que el comerciante turco (que a su vez explota a un inmigrante chino) se lamente por vivir en un país donde no lo quieren y en el que sólo supo conseguir una mujer comprada. Porque, como dice su esposa, “sin dinero, el amor es imposible”. Sólo una aceitada circulación de billetes parece mover a esos personajes a quienes Petzold mira con la empatía de quien reconoce en ellos a unos perdedores, que no hacen sino replicar entre sí los mecanismos del sistema en el que están inmersos.

Si el de Petzold –siguiendo aquella vieja taxonomía desarrollada por Eric Rohmer y Pier Paolo Pasolini en los años ’60– es indudablemente un cine de prosa, el de la directora francesa Claire Denis es un cine de poesía. Siempre lírica, libre de ataduras, reacia a dejarse maniatar por la dictadura del guión, Denis –de quien en Argentina se recuerda sobre todo su espléndida Bella tarea (1999), aunque también se estrenaron Nénette y Boni (1996) y Trouble Every Day (2001)– trajo a Toronto 35 Rhums, su primer film en tres años. Y uno de los más emotivos, sin duda, en una cineasta que muchas veces se caracteriza por su aspereza.

Hay ternura en la nueva película de Denis, la historia de un padre y su hija, una relación marcada por el entendimiento tácito, por la complicidad, pero también por los abrazos y las caricias, que no sugieren ningún deseo sexual ni trauma incestuoso sino por el contrario una suerte de erótica de la línea de sangre.

Que ambos sean negros, de origen caribeño y que vivan en los suburbios de París también lleva a Denis a apartarse de los estereotipos y los lugares comunes. Contra la imagen lumpen y violenta que el cine francés les suele asignar a los inmigrantes de la banlieue, ambos forman parte de una comunidad de trabajadores del ferrocarril a la que se sienten muy integrados, tienen una vivienda digna y luchan en todo caso contra las dificultades de la vida cotidiana, como cualquier asalariado.

En contraste con este mundo tan prosaico, la poesía del cine de Denis está en la manera de observar a sus personajes, sin paternalismos ni condescendencias, a los ojos, de igual a igual. También en la manera en que dosifica sus tiempos, en que se permite demorarse en tonos y atmósferas, despreocupándose de seguir una línea narrativa convencional. Hay un ritmo, una música, se diría, en 35 Rhums, que va más allá de la delicada banda de sonido compuesta por el grupo Tindersticks, siempre fiel a la directora. Y sobre todo hay belleza, en los cuerpos, en los gestos, en las miradas. El de Claire Denis es básicamente eso: un cine que sabe mirar y sabe bailar.

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